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hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo.

      »Todos estos recatos míos, que él debía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba; la cual, si ella fuera como debía, no la supiérades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decírosla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por quitalle a él la esperanza de poseerme, o, a lo menos, porque yo tuviese más guardas para guardarme; y esta nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando yo en mi aposento con sola la compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que, por descuido, mi honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio destos recatos y prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallé delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me enmudeció la lengua; y así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó a mí, y, tomándome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la mentira que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé, no sé en qué modo, a tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasión menos que buena sus lágrimas y suspiros.

      »Y así, pasándoseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: ‘‘Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo verás si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo, villana y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme. Si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera; de modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho porque no es pensar que de mí alcance cosa alguna el que no fuere mi legítimo esposo’’. ‘‘Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea —(que éste es el nombre desta desdichada), dijo el desleal caballero—, ves: aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de Nuestra Señora que aquí tienes’’.»

      Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus sobresaltos y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso interromper el cuento, por ver en qué venía a parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo:

      —¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mesmo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.

      Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su estraño y desastrado traje, y rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego; porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, a su parecer, ninguno podía llegar que el que tenía acrecentase un punto.

      —No le perdiera yo, señora —respondió Cardenio—, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el saberlo.

      —Sea lo que fuere —respondió Dorotea—, «lo que en mi cuento pasa fue que, tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios, me dio la palabra de ser mi marido, puesto que, antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacía y que considerase el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si algún bien me quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo que mi calidad podía, porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.

      »Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me acuerdo, pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien así como el que no piensa pagar, que, al concertar de la barata, no repara en inconvenientes. Yo, a esta sazón, hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí mesma: ‘‘Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero con desdenes despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de la fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. Porque, ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?’’

      »Todas estas demandas y respuestas revolví yo en un instante en la imaginación; y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente, su disposición y gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazón como el mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos del cielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, si no cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido.

      »El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía aun no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque, después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirse de mí, y, por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y, para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún no me determinaba si era bien o mal el que me había sucedido. Díjele, al partir, a don Fernando que por el mesmo camino de aquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando él quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes; que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado.

      »Estos días y estas

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