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      —Ay abuelo, ¿cómo crees? Si la biblioteca de la hacienda es seguramente la más completa de la región. Mejor algo que le pueda servir para su trabajo; ¿qué tal una computadora para que te pueda ayudar mejor con la administración de la hacienda?

      —Pero no sabrá usarla, en la hacienda no hay ninguna y no ha aprendido como se usa una máquina de esas.

      —Yo le voy a enseñar, es muy fácil y si después instalas el internet, todavía te podrá ayudar más… y yo podré estar en comunicación con él siempre, aunque esté en París.

      —Tú mandas; vamos a ver esas máquinas, pues. ¡Ah, y el sombrero! Creo que es más importante el sombrero.

      Compraron un buen sombrero y una hora después salieron de una tienda de artículos electrónicos con la Laptop más moderna que tenían en existencia, su estuche y una impresora láser. Subieron a la camioneta y emprendieron el regreso a Los Laureles a donde llegaron casi al anochecer. A la entrada de la casa los recibieron Fabián y Manuel, quienes bajaron las maletas y todas las compras que habían realizado, bolsas y cajas que apenas cabían en la parte trasera de la camioneta; pero Paulina se negó rotundamente a que se le ayudara con tres cajas no tan grandes, que insistió en bajar ella misma y llevarlas a su habitación. Don Luis le dijo a Fabián:

      —Te esperamos Paulina y yo para la cena, así que apúrate, si no has terminado con tus pendientes.

      Fabián se presentó para cenar en la casa grande con ropa limpia, recién bañado y peinado, a lo que Don Luis dijo bromeando:

      —¿No han visto a Fabián?

      Paulina continuó la broma con un silbido que hizo ruborizar al muchacho; se sentaron a la mesa y cenaron conversando. Don Luis habló muy poco, ya que se pasó escuchando los planes para el futuro de los muchachos: Paulina quería estudiar en Francia un par de semestres para dominar bien el francés y después regresar a estudiar administración en la capital; Fabián quería trabajar y ahorrar mucho para comprar su propio rancho, su ganado y muchos libros; de hecho, según dijo, ya tenía algo de dinero que había ido juntando con el tiempo, lo cual despejó de cierta forma la incógnita de don Luis y Paulina. Al terminar de cenar Paulina sugirió que pasaran a la Biblioteca y siguieran platicando junto a la chimenea, que ya estaba encendida desde hacía tiempo. Al levantarse de la mesa, Paulina dijo que los alcanzaba allá, pues tenía algo que darle a Fabián. Ya en la biblioteca, sentados junto al fuego, don Luis y Fabián vieron entrar a Paulina con una caja blanca que el muchacho reconoció como una de las que no se le había permitido bajar de la camioneta y la chica dijo:

      —Creo que tu sombrero ya está un poco viejo, a ver si te gusta el que te compramos el abuelo y yo.

      Fabián, sorprendido, no supo qué decir y tomó la caja en sus manos, la abrió y descubrió dentro un fino sombrero texano, exactamente a su medida…

      —¡Vamos, pruébatelo! —dijo Paulina.

      El muchacho lo sacó de la caja y se lo puso ya con los ojos llorosos, pues solo en contadas ocasiones había recibido regalos y dijo:

      —¿A qué se debe esto? No es mi cumpleaños.

      —Se debe a que tu sombrero está ya muy viejo y quisimos que tuvieras uno nuevo.

      —También se debe a que eres un hombre muy trabajador que necesita un sombrero nuevo de vez en cuando —dijo don Luis.

      —Gracias, me encantó, pero no podré usarlo en los corrales, se va a ensuciar.

      —Para eso es, muchacho, para que te cubra el sol y la lluvia, no para tenerlo guardado en el ropero, señaló el patrón.

      —Se te ve muy lindo, te ves guapísimo —dijo Paulina, logrando una vez más que Fabián se ruborizara.

      Por la mañana Fabián se encontraba ordeñando las vacas y ya había dado alimento a los animales de la granja cuando apareció Paulina en el corral.

      —Hola; ¿qué te parece si vamos a montar y me enseñas la hacienda?

      —Tengo que terminar con mis obligaciones; en cuanto acabe voy por dos caballos para ir a dar una vuelta.

      —Ok, mientras voy a la cocina a buscar algo de comer para llevar al paseo, ¿te parece?

      —Claro, me voy a apurar.

      Un rato después regresó Paulina con un morral y Fabián ya tenía listos y ensillados dos caballos, salieron cabalgando junto al río, para después subir a la sierra y en lo alto se sentaron bajo un encino a comer las empanadas que había preparado doña Lupe, acompañándolas con una taza de su famoso café de olla que les mandó en un termo. Fabián moría de ganas de decirle a Paulina que le gustaba, pero se limitó, sabiendo que se trataba de una niña rica, nieta de su patrón y que vivía muy lejos de la hacienda. Por su parte Paulina pensaba que nunca había conocido un muchacho como Fabián. Ojalá viviera en la capital y sus padres lo pudieran aceptar, aunque fuera un peón de la hacienda de su abuelo.

      Pasaron los días y las cabalgatas se hicieron una costumbre diaria y cada vez eran más largas; Fabián se apresuraba por la mañana a terminar con sus deberes de la Hacienda, para ensillar dos caballos y salir con Paulina de paseo.

      Se llegó la fecha en que llegaron los padres de Paulina a la Hacienda y, como era lo habitual, Manuel y Fabián esperaron la camioneta en la puerta de la casa. El muchacho abrió la puerta y ayudó a Paulina a bajar, tendiéndole la mano, gesto que su padre observó de mala gana. Paulina con una gran sonrisa les dijo a sus padres:

      —Él es mi amigo Fabián, de quién les hablé.

      Jean Claude Dumont sólo hizo una inclinación de cabeza, entregándole su maletín para que lo cargara, en tanto se enfilaba hacia la casa. Ana Karen saludo a Fabián de mano y le preguntó si él era el nieto de doña Lupe.

      —Si —dijo Fabián.

      —Oh, pues qué grande estás, ¿y dónde está tu abuela? Tengo años que no la veo y mismos que tengo saboreándome un café de olla que solo ella sabe preparar.

      —Pues adelante, señora, ahorita aparece mi abuela…

      —Aquí estoy, Anita querida, ¡qué gusto verte! —Y las dos se fundieron en un cálido abrazo.

      Don Luis ordenó que pasaran a la casa y ahí siguieran con sus saludos:

      —Aquí está haciendo frío —dijo.

      Todos entraron a la enorme estancia de la casa. Jean Claude ya se encontraba sentado en un sillón frente al fuego fumando un puro. Manuel y Fabián se habían quedado afuera para llevar las maletas a las habitaciones que Doña Lupe tenía ya preparadas. La familia se sentó a la mesa para la cena y Paulina preguntó:

      —¿Y Fabián? ¿Por qué no está con nosotros?

      —No importa, hija, nos puede atender cualquier otra persona de la cocina —manifestó Jean Claude.

      —No, papá, Fabián se sienta a la mesa con nosotros a cenar todas las noches.

      —En esta casa mi padre nos enseñó siempre que los empleados son parte de la familia, Jean Claude, todos somos iguales —intervino Ana Karen.

      —Pues yo no compartiré la mesa con la servidumbre —manifestó Jean Claude, levantándose de su lugar y retirándose del comedor.

      —Discúlpalo papá, recuerda que él fue educado en Europa.

      —Y muy mal educado, por cierto —dijo don Luis—. Una persona que hace menos a sus empleados no se da cuenta de que gracias a ellos es que hay comida en su mesa, ¡y vaya que gracias a ellos come tu marido!…

      —¿A qué te refieres con eso, papá?

      —Nada, hija, es un decir…

      Don Luis al terminar de cenar se levantó de la mesa y al pasar por la estancia donde se encontraba Jean Claude lo llamó a la biblioteca:

      —¿Puedes

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