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buena suerte que los hombres piadosos y sabios atribuyen a una intervención especial de la Divina Providencia.

      Mientras el barco estaba aún virando, el primer oficial bajó el esquife y saltó dentro con los dos hombres que, según creo, habían afirmado haberme visto al timón. No habían hecho más que abandonar el abrigo del barco (la luna seguía brillando con intensidad) cuando este ejecutó un largo y pronunciado viraje a barlovento y en aquel mismo momento, Henderson, poniéndose en pie de un salto, gritó a la tripulación la orden de que ciaran. No decía nada más, sino que repetía el mismo grito con impaciencia: «¡Ciad! ¡Ciad!». Los hombres remaban hacia atrás a toda velocidad, pero el barco había recuperado velocidad a pesar de que todas las manos de a bordo hacían enormes esfuerzos por amainar las velas. A pesar de lo peligrosa que era la operación, el primer oficial se aferró a las cadenas del palo mayor en cuanto estuvieron a su alcance. Una nueva e intensa sacudida dejó al descubierto el lado de estribor del barco casi hasta la quilla y entonces, vieron con total claridad la causa de su ansiedad. Ante sus ojos apareció el cuerpo de un hombre sujeto de la manera más singular al fondo suave y brillante (el Penguin estaba revestido de cobre y las bitas eran del mismo material) y su cabeza se golpeaba violentamente contra él con cada nuevo movimiento del casco. Tras varios intentos infructuosos realizados mientras el barco daba bandazos y corriendo el riesgo inminente de hundir el esquife, finalmente lograron liberarme de mi peligrosa situación y subirme a bordo, porque el cuerpo resultó ser el mío. Al parecer se había soltado uno de los pernos de la cuaderna, que había perforado el cobre, lo cual había impedido que yo pasara por debajo del barco, quedándome sujeto a la quilla de aquella forma tan extraordinaria. La cabeza del perno había atravesado la chaqueta de paño verde que llevaba puesta y se me había clavado en el cuello abriéndose paso entre dos tendones justo debajo de la oreja derecha. Me acostaron inmediatamente, a pesar de que daba la impresión de que no quedaba en mí un hálito de vida. En el barco no había cirujano. El capitán, sin embargo, me dedicó todo tipo de atenciones –supongo que para redimirse a ojos de su tripulación por el atroz comportamiento que había demostrado durante la primera parte de la aventura.

      Mientras tanto, Henderson había vuelto a abandonar el barco, a pesar de que el viento se había convertido prácticamente en un huracán. Hacía pocos minutos que se había marchado cuando se tropezó con varios fragmentos de nuestro velero y poco después, uno de los hombres que lo acompañaban afirmó percibir a intervalos un grito de socorro entre el rugido de la tempestad. Esto indujo a aquellos enérgicos marineros a continuar con la búsqueda durante más de media hora, a pesar de las continuas señales del capitán Block indicándoles que regresaran y aunque cada minuto que pasaban en el agua a bordo de una embarcación tan frágil era peligrosísimo, puesto que corrían el riesgo de perecer de manera inminente. Es sin duda casi imposible de concebir que el pequeño esquife en el que iban hubiera escapado a la destrucción ni un solo instante. Sin embargo, había sido construido para utilizarlo en la caza de ballenas y estaba equipado, según tengo motivos para creer por lo que he visto desde entonces, con cajas de aire, al estilo de los botes salvavidas que se utilizaban en la costa de Gales.

      Tras buscar en vano durante el tiempo que he mencionado anteriormente, decidieron regresar al barco. Casi no habían tenido tiempo de tomar tal determinación cuando oyeron un débil quejido que procedía de un oscuro objeto que les pasó flotando por el lado. Fueron tras él y al poco le dieron alcance. Resultó ser la cubierta del Ariel. Cerca de ella, Augustus se debatía con dificultad, al parecer ya en las últimas. En cuanto lo cogieron, se dieron cuenta de que estaba amarrado con una cuerda a la madera. Como recordarán, yo mismo le había atado aquella cuerda a la cintura y la había sujetado a uno de los cáncamos con la intención de mantenerlo en una posición erguida, y al parecer, eso era precisamente lo que había propiciado que salvara la vida. El Ariel no tenía un armazón fuerte y, como es natural, al hundirse se hizo pedazos. Como era de esperar, la fuerza del agua al entrar levantó por completo la tilla separándola de las cuadernas y esta subió flotando hasta la superficie (sin duda junto con otros trozos del barco) –Augustus salió a flote con ella y de este modo escapó a una muerte horrible.

      Pasó más de una hora desde que lo subieran a la embarcación antes de que pudiera dar cuenta de lo que le había sucedido y de que se le pudiera hacer entender el carácter del accidente que había sufrido nuestro barco. Al final, se recuperó por completo y habló largo y tendido sobre lo que había sentido mientras estuvo en el agua. En cuanto recobró cierto grado de conciencia, se encontró bajo la superficie girando en un torbellino de inconcebible velocidad y con una cuerda fuertemente amarrada que le daba tres o cuatro vueltas alrededor del cuello. Un momento después, sintió que salía disparado hacia arriba y entonces se golpeó la cabeza violentamente contra una superficie dura y volvió a sumirse en la inconsciencia. Cuando volvió en sí de nuevo, había recuperado aún más sus facultades –aunque seguía teniendo la mente sumamente confusa y brumosa.

      Sabía ya que se había producido algún tipo de accidente y que estaba en el agua, aunque tenía la boca por encima de la superficie y podía respirar con cierta libertad. Es probable que en este momento la cubierta fuese a la deriva empujada por el viento arrastrándolo a él, que flotaba sobre su espalda. No hay duda de que siempre y cuando lograse mantener esta posición, habría sido imposible que se ahogara. Al cabo, una nueva oleada lo levantó atravesándolo sobre la cubierta y él luchó por mantener aquella posición, mientras lanzaba gritos de auxilio a cada poco. Justo antes de que el señor Henderson lo descubriera, el agotamiento lo había obligado a relajar la fuerza con la que se agarraba y, al caer de nuevo al mar, se dio por perdido. Durante todo el tiempo que duró su extenuante lucha, no se acordó ni por asomo del Ariel ni de ninguno de los acontecimientos relacionados con el origen de aquel desastre. Una vaga sensación de terror y desesperación se había apoderado de sus facultades por completo. Cuando al fin lo rescataron, su capacidad mental lo había abandonado por completo, y como dije antes, tuvo que pasar casi una hora tras su llegada a bordo del Penguin antes de que tomara plena conciencia de su estado. Por lo que a mí respecta, lograron reanimarme y sacarme de un estado muy próximo a la muerte (después de que hubieran probado por todos los demás medios en vano durante tres horas y media) con unas vigorosas friegas que me dieron con paños de franela impregnados en aceite caliente –procedimiento que sugirió Augustus–. La herida del cuello, a pesar de su mal aspecto, resultó ser de escasa importancia y pronto me recuperé de sus consecuencias.

      El Penguin llegó a puerto sobre las nueve de la mañana, tras haberse topado con uno de los temporales más fuertes que jamás hayan azotado Nantucket. Tanto Augustus como yo logramos presentarnos en casa del señor Barnard a tiempo para el desayuno que, por suerte, se sirvió algo tarde debido a la fiesta de la noche anterior. Supongo que todos los que estaban sentados a la mesa se encontraban demasiado cansados como para reparar en el aspecto agotado que nosotros presentábamos y que, por supuesto, no habría escapado a un escrutinio más estricto. Aunque los estudiantes son capaces de obrar milagros cuando de engañar se trata y de verdad estoy convencido de que ni uno solo de nuestros amigos de Nantucket tenía la más mínima sospecha de que aquella historia tan terrible que iban contando por la ciudad algunos marineros –que habían abordado un velero y que treinta o cuarenta pobres diablos se habían ahogado– tuviese nada que ver con el Ariel ni con mi compañero ni conmigo. Desde entonces, los dos hemos comentado este asunto con frecuencia, aunque siempre con un escalofrío. Durante una de nuestras conversaciones, Augustus me confesó con franqueza que en ningún otro momento de su vida había experimentado una sensación de desaliento tan atroz como la que sintió cuando se dio cuenta, a bordo de nuestro pequeño barco, de hasta qué extremo llegaba su estado de embriaguez y percibió que se hundía bajo sus efectos.

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