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cabe que un patriarca oriental eche a correr para encontrarse con él cuando ve aún en la lontananza a su hijo, que ha ofendido el honor de la familia, que le abrace, abortando sus balbuceos de arrepentido, que le acoja en casa plenamente como hijo y organice una fiesta por todo lo alto? Pero a nadie se excluye de la gran fiesta del Reino, y el patriarca de la parábola quiere que también el hijo mayor –que representa a los judíos «justos» que critican a Jesús– participe de la fiesta y acoja como hermano suyo al hijo «que se había perdido y ha sido encontrado».

      Jesús sustituye el paradigma de la santidad por el de la misericordia. No se accede a Dios por ritos y purificaciones que nos separen de lo profano. Dios no es el santo, el separado; es el misericordioso. Lo que nos aleja de Dios no es un abismo metafísico, sino nuestra falta de misericordia. El camino hacia Dios no está hecho de descartes y separaciones, sino de solidaridades crecientes. El «sed santos como yo soy santo» (Lv 20,26) es sustituido por el «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).

      La misericordia conmueve reiteradamente a Jesús. La misericordia, lejos de ser un sentimiento superficial y efímero, es una toma de contacto con la realidad que descubre, ante todo, el sufrimiento y la injusticia, y que se traduce en indignación y en solidaridad eficaz. Jesús, movido por la misericordia, enseña a la gente (Mc 6,34), envía a sus discípulos (Mt 9,36-37), cura (Mc 1,41; 10,47-48), libera de los espíritus impuros (Mc 5,19; Mt 15,22), devuelve la vida al hijo único de la viuda de Naín (Lc 7,13), come con pecadores y publicanos (Mt 9,10-13; Lc 15; 19,1-10).

      La clave para entender a Jesús es su singular experiencia religiosa. Este factor durante mucho tiempo no ha sido tenido en cuenta por la investigación histórica. Se consideraba que no había datos en las fuentes, se desconfiaba de lo que se consideraban planteamientos psicológicos y había una prevención enorme, y con razón, ante el tratamiento de la conciencia de Jesús, que era muy habitual en cierta teología dogmática (especulaciones sobre la conciencia divina y la humana, la visión beatífica de la que disfrutaba Jesús, etc.). Sin embargo, hoy las cosas están cambiando y son numerosos los estudios no confesionales que, desde un punto de vista puramente histórico, dan una gran importancia a la experiencia religiosa de Jesús, debido, de manera decisiva, a la influencia de la antropología cultural. Se consideran fenómenos de trance místicos en Jesús 23, se le compara con los chamanes 24, se piensa que, poseído por el Espíritu de Dios, experimentó «estados alterados de conciencia» 25. Acciones y palabras de Jesús que solían considerarse construcciones teológicas son atribuidas hoy por muchos estudiosos al Jesús histórico. No es infrecuente que un historiador agnóstico esté dispuesto a aceptar experiencias extraordinarias en Jesús –que se reflejan tanto en hechos (p. ej. Mc 9,2-8 y par.) como en palabras (p. ej. Mt 11,25-27; Lc 10,21-22)– con más facilidad que un exegeta crítico creyente.

      No hago más que apuntar un tema de máximo interés que nos está indicando que estamos intelectualmente en mejores condiciones para considerar que en Jesús se percibe la capacidad de innovación histórica que tiene, en determinadas circunstancias, una profunda experiencia religiosa. Jesús fue un judío fiel toda su vida, pero reinterpretó elementos centrales del judaísmo de un modo tal que introdujo una verdadera novedad histórica, que muy pronto desarrolló sus virtualidades.

      Lo específico de la experiencia religiosa de Jesús consistió en una relación íntima y profunda con Dios, un sentirse de tal modo poseído por el Espíritu de Dios que le llevaba a proclamar que el reinado de Dios estaba ya irrumpiendo. Muy probablemente, el bautismo de Jesús fue una experiencia decisiva 26. Según Marcos, el Espíritu entró en Jesús (eis auton), no simplemente se posó sobre él (ep’auton), como dicen, modificando su fuente, Mateo (3,16) y Lucas (3,22); no solo es ungido por el Espíritu, sino que es poseído por él, que toma especial conciencia de ser Hijo de Dios. La acogida del Espíritu y la filiación divina son inseparables en Jesús, como lo será también en los cristianos (Gál 4,8); son las dos caras de la misma moneda. E inmediatamente empieza Jesús a proclamar la venida del Reino de Dios (Mc 1,14-15).

      La bien conocida teoría de Jeremias sobre el Abbá de Jesús requiere algunas matizaciones de importancia, pero mantiene su validez en elementos fundamentales. En efecto, Jesús usó esta palabra aramea del lenguaje familiar –no solo de los niños– para dirigirse a Dios y para referirse a él. No era un uso totalmente desconocido en el judaísmo, pero es, sin duda, característico de Jesús su uso tan frecuente. Anuncia la venida del Reino de Dios, pero a Dios nunca le llama rey; siempre Abbá/Padre. Hay que evitar la interpretación anacrónica de la relación paterno-filial. Llamar a Dios Abbá expresa obediencia y respeto, confianza plena e imitación. El hijo debía seguir cultivando los campos del padre o practicando su mismo oficio. Jesús es misericordioso como su Padre es misericordioso.

      El Espíritu une con Dios –es el Espíritu de Dios– y remite al prójimo. Por eso, nada más recibir el Espíritu, Jesús proclama el Reino de Dios. No es una espiritualidad que recluya en la interioridad ni que encuentre –ni menos aún que identifique– a Dios con la profundidad del propio yo. El Espíritu lleva a Jesús a dar un valor insospechado al ser humano; a ver la realidad de otra manera; a descubrir los anhelos, las necesidades, sufrimientos e injusticias de cada ser humano. Como dice J. B. Metz, es una «espiritualidad de ojos abiertos». Es una observación pertinente y urgente en los tiempos que corren.

      El Reino de Dios, tal como Jesús lo anuncia, es la venida del amor de Dios, que abre un espacio nuevo (nos invita a «entrar en el Reino de Dios»), un espacio inclusivo y, por eso mismo, alternativo, porque están invitados a entrar todos los miembros del pueblo, y de una forma especial los que socialmente menos cuentan: los niños, las mujeres, los pobres y los étnicamente impuros. Esto atenta contra el honor, tal como lo entendía la mentalidad hegemónica, y hacía saltar las barreras que defendían la identidad étnica, que preservaban a los judíos como pueblo de Dios. No tardarán los discípulos de Jesús en desarrollar la lógica inclusiva impulsada por su Maestro y darán el paso de ir a los más impuros todavía y acoger a los gentiles en el nuevo espacio creado por el Reino de Dios.

      El Shemá, Israel no es ya la afirmación del Dios único de Israel, que le separa de los demás pueblos y de sus dioses, sino del Dios que por ser único es de todos. «No hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rom 3,30). Pablo subraya el carácter inclusivo del monoteísmo 27. Por otra parte, la misericordia humana imita a Dios hasta el punto de que, acogiendo al hambriento y al sediento, al desnudo y al enfermo, al emigrante y al encarcelado, le acogemos misteriosa y realmente a él mismo (Mt 25,31-46).

      La capacidad de inclusión étnica, social y sexual del cristianismo de los orígenes («ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», Gál 3,28), y que es razón fundamental de su extensión en el mundo greco-romano, desarrollaba virtualidades y potencialidades que se encontraban en la enseñanza y en la práctica de Jesús de Nazaret.

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