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      Los agujeros negros son una predicción de la relatividad, una predicción de la teoría de Einstein, la cual sabía más que él. Las teorías de la física hablan en un lenguaje cifrado, y no siempre es obvia su interpretación. En las primeras décadas del siglo XX, la relatividad era el paraíso de los teóricos y matemáticos que hurgaban en las ecuaciones buscando una interpretación clara de lo que la teoría establece. Schwarzschild, Oppenheimer, Thorne, Hawking, Penrose y muchos más descifraron lo que la relatividad afirmaba de los agujeros negros. Los teóricos necesitan creer para ver.

      Los agujeros negros teóricos son objetos muy sencillos. Desde afuera sus únicas propiedades son su masa y su spin o rotación. Su rasgo distintivo es el horizonte de eventos, una frontera que separa la región externa, que podemos observar, de la interna, de la que no sale ni siquiera la luz. Todo atrapado por el poderoso campo gravitacional. El horizonte define el tamaño del agujero negro, y a su vez el radio del horizonte depende de la masa encerrada. Una vez transgredida la frontera del horizonte, ya no hay vuelta atrás. Como en las puertas del infierno en la Divina Comedia, «abandonad toda esperanza quienes aquí entráis». Materia y radiación son arrastrados hacia la región central y no hay fuerza conocida que contrabalancee la atracción implacable de la gravedad. Ocurre el colapso total, la temible singularidad, donde las leyes conocidas pierden validez. En realidad, la ausencia de leyes nos impide saber el destino final de la materia que colapsa: puerta hacia otro universo, agujero de gusano o infinitos son meras especulaciones.

      Ver para creer

      Cuando en el universo real los astrónomos detectan una masa grande en una región pequeña, hay un posible agujero negro. En el centro de la galaxia M87 una masa equivalente a 6.500 millones de soles ocupa un tamaño algo mayor que nuestro sistema solar. Un disco de materia a elevadísimas temperaturas gira a una velocidad cercana a la de la luz. Todas las observaciones sugieren la existencia de un agujero negro supermasivo.

      Cierto, no podemos ver un agujero negro, pero sus efectos en la materia cercana sí: es como detectar el viento por medio del remolino de las hojas.

      Para acercarse visualmente al punto de no retorno del agujero, se requiere un telescopio con una resolución sin precedentes, porque M87 está muy lejos y el horizonte del agujero negro es muy pequeño. Se necesitaría la resolución equivalente para ver una toronja en la luna desde la Tierra.

      El Telescopio Horizonte de Eventos (EHT), en un alarde tecnológico formidable, logró la resolución necesaria, unas dos mil veces la del Hubble. Lo hizo coordinando ocho telescopios a lo largo y ancho del planeta, que funcionaron en perfecta sincronía como si fueran uno solo del tamaño de la Tierra. Se tomaron fotografías en ondas de radio de algo más de un milímetro de longitud de onda, y se procesaron cientos de miles de millones de gigabytes de información para ver la sombra del agujero negro, el efecto combinado del horizonte y de la curvatura del espacio alrededor del agujero.

      Una década de esfuerzos de coordinación de equipos, cinco días de la sesión fotográfica, dos años de análisis y “revelado” de la foto y una hora de la rueda de prensa son apenas el comienzo de observaciones cada vez más nítidas y de descubrimientos fascinantes. Un número creciente de telescopios y nuevas observaciones nos irán afinando progresivamente la imagen del agujero negro en M87 y del que está en nuestro patio trasero, en el centro de la Vía Láctea.

      Esto nos permitirá eventualmente conocer cómo se forman los agujeros negros supermasivos y cuál es su rol en el origen y la evolución de las galaxias. La humanidad puede con justicia sentirse orgullosa de haber aprendido un poco más del inconcebible universo.

      1 El agujero negro en M87 en cifras: el agujero negro está a unos 55 millones de años luz de distancia de nosotros. Su masa es 6500 millones de veces la masa de nuestro Sol. Su masa es la 1/700 parte de la masa de toda la galaxia M87. Su horizonte es de 18 horas luz, una vez y media el tamaño del sistema solar.

      Cantor

      La esencia de las matemáticas está en su libertad.

      Georg Cantor

      Es convencional pensar que en las matemáticas no hay lugar para discusiones sobre los puntos de vista porque la nitidez de sus teoremas no deja lugar a interpretaciones. Salvo que se discuta sobre el infinito y que uno de los contrincantes tenga una personalidad brillante, intensa y paranoide con tendencias depresivas que le permita conocer la gloria y padecer el tormento.

      Georg Cantor nació a mediados del siglo xix, en San Petersburgo, Rusia, en el seno de una familia acomodada. A sus once años se trasladaron a Alemania, donde Georg habría de graduarse de matemático; con apenas treinta y cuatro años ya era profesor titular de la Universidad de Halle. Comenzó entonces a indagar sobre el concepto de infinito, una noción que tradicionalmente pertenecía al ámbito de la teología, como metáfora de lo ilimitado. Sus resultados lo convirtieron en blanco de los ataques de Leopold Kronecker, su antiguo profesor.

      Kronecker afirmaba que las matemáticas debían partir de los números naturales, que el infinito era un anatema y que su uso era inadmisible. Kronecker dominaba en el ámbito académico y era poderoso. Cantor era paranoico. Para Kronecker, Cantor era un revolucionario peligroso y una mala influencia para los estudiantes. Para Cantor, Kronecker era un reaccionario peligroso para el crecimiento y la libertad de las matemáticas. Cantor empezó así a imaginar conspiraciones e intrigas para alejarlo de los cenáculos académicos prestigiosos.

      Mientras tanto, Cantor dio con la definición adecuada de un conjunto infinito, y creó una noción, la cardinalidad, que expresa el tamaño del infinito de cada conjunto. La cardinalidad de los naturales, 1, 2, 3…, se llama aleph cero y es el menor de los infinitos.

      El conjunto de los números naturales, 1, 2, 3…, puede ponerse en correspondencia con los pares; por tanto, el número de pares (o de impares) es igual al de naturales. Luego Cantor demostró que, si se incluye a las fracciones, el conjunto resultante también es numerable: es un infinito del mismo tamaño que el de los naturales.

      Demostró con un ingenioso argumento que, si se incluyen los irracionales, es imposible contarlos, y, por tanto, la recta real representa un infinito mayor que el de los naturales. Pero el infinito nos depararía más sorpresas: Cantor logró probar que los puntos de un segmento y los de un plano tienen la misma cardinalidad, son un infinito del mismo tamaño. Un asombrado Cantor le escribió a Hilbert: «Lo veo y no lo puedo creer».

      En 1884 experimentó un profundo desequilibrio mental que lo alejó fugazmente de las matemáticas. Entonces se dedicaba a explorar las consecuencias filosóficas y teológicas de sus descubrimientos acerca del infinito o discurría sobre literatura inglesa. Sostenía que Francis Bacon era el verdadero autor de las obras de teatro de William Shakespeare.

      ¿Existe un infinito entre los infinitos de los naturales y el de los reales? Cantor conjeturaba que no. Formalizó la teoría de conjuntos para intentar demostrar su conjetura, pero no pudo, y quedó como una hipótesis, la famosa hipótesis del continuo.

      Nuestro personaje consiguió entonces un procedimiento para generar conjuntos de una cardinalidad cada vez mayor, en una jerarquía ascendente. Y no hay límite a esta inconcebible infinidad de infinitos. Cada uno de ellos haría que Kronecker se revolviera en su tumba infinitas veces.

      La muerte de su madre, de su hermano y de su hijo menor en un corto lapso sumieron a Cantor en nuevas crisis mentales. A partir de 1899 fue recluido intermitentemente en hospitales psiquiátricos. Conoció

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