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empequeñecieron la arquitectura circundante de tal manera que desde el techo de las Mansiones Victoria se podían ver los cuatro simultáneamente. Eran las casas de los cuatro Ministerios entre los que se dividía todo el aparato de gobierno. El Ministerio de la Verdad, que se ocupaba de las noticias, el entretenimiento, la educación y las bellas artes. El Ministerio de Paz, que se ocupaba de la guerra. El Ministerio del Amor, que mantenía la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, que se ocupaba de los asuntos económicos. Sus nombres, en nuevalengua eran: Miniver, Minipax, Minimor y Minidancia.

      El más atemorizante era el Minimor; carecía de ventanas. Winston nunca había entrado a este edificio, ni siquiera había estado a medio kilómetro de él. No se podía entrar allí sin tener un asunto oficial como excusa e, incluso si se tuviese había que atravesar un laberinto de alambres de púas, puertas de acero y nudos ocultos de ametralladoras. También las calles que daban a las barreras de afuera estaban siempre resguardadas por guardias de uniformes oscuros, no muy amigables y armados con palos de golpear articulados.

      Winston se volteó rápidamente, había puesto su cara en modo optimista, lo cual era lo mejor para hacer frente a la pantalla telescópica. Cruzó la habitación para ir a la pequeña cocina. Al salir del trabajo a esa hora sacrificaba su almuerzo en la cantina del Ministerio y sabía que en la cocina no había más comida que un trozo de pan oscuro que debía guardar para el desayuno del siguiente día. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una etiqueta simple que decía “Ginebra de la Victoria”. Olía horrible y aceitoso como a licor hecho de arroz chino. Winston se sirvió casi una taza pequeña, tomó valor y lo bebió como se bebe una medicina.

      De inmediato su rostro se enrojeció y le lagrimearon los ojos. El licor sabía a ácido nítrico y al tragarlo se sentía como cuando te golpean la nuca con un bastón de caucho. Sin embargo, un momento después, se le calmó el ardor del estómago y todo parecía ser más agradable. Sacó un cigarro de una arrugada cajetilla que decía “Cigarrillos de la Victoria” y por descuido lo puso de forma vertical de manera que el tabaco terminó en el suelo. Con el próximo tuvo más cuidado. Regresó al salón y se sentó en una mesita que había en el lado izquierdo de la pantalla telescópica. Sacó del cajón una porta bolígrafos, un tintero y un grueso libro para anotar con un lomo rojo y las carátulas de un color que se asemejaba al mármol.

      Por algún motivo la pantalla telescópica del salón estaba en una posición inusual, en lugar de estar, como era normal, en la pared del fondo desde donde podía ver toda la habitación, estaba en la pared más larga en frente de la ventana. A un lado había una pequeña alcoba donde estaba sentado Winston y que, seguramente cuando fue construida, se había hecho así para hacer una repisa. Sentado en aquel lugar, muy pegado a la pared, Winston quedaba fuera del campo de visión de la pantalla telescópica. Desde luego aún podía ser escuchado, pero mientras se quedara allí no podían verle. En parte era esa particular posición de la sala la que le sugeriría lo que estaba a punto de hacer.

      Sin embargo, el libro que acababa de sacar del cajón también se lo había sugerido. Era un bellísimo libro. El suave papel de color cremoso, ya amarillento por el paso del tiempo, hacía al menos cuarenta años que no se fabricaba, aunque seguramente era mucho más viejo. Lo había visto en un armario de una descuidada tienda de objetos de segunda mano en uno de los barrios de la ciudad (aunque no podía recordar cuál) y había sentido una gran urgencia de tenerlo. Se suponía que los miembros del partido no podían entrar a tiendas normales (“traficar en el mercado libre” se llamaba), pero la regla no se aplicaba estrictamente puesto que había varias cosas: los cordones de los zapatos o las cuchillas de afeitar, por ejemplo, que no se conseguían de otra manera. Habían echado un vistazo calle arriba y calle abajo, luego se coló en la tienda y compró por dos dólares cincuenta, el libro. No era consciente de por qué realmente quería el libro. Se lo llevó a su casa en un maletín con algo de culpa. Incluso sin escribir nada en él, era una posesión comprometedora.

      Empezar un diario era lo que iba a hacer, no es que fuera algo ilegal (ya nada lo era por ausencia de leyes), pero en caso de que se dieran cuenta de él, seguro lo condenarían a muerte o a mínimo veinticinco años en un campo de trabajos forzados. Winston puso un bolígrafo en el portabolígrafo y lo limpió con la boca para sacarle la grasa: el bolígrafo era un instrumento arcaico, se usaba muy rara vez, ni siquiera para firmar y él había conseguido uno con mucha suerte y dificultad, sobre todo porque pensó que aquel papel crema ameritaba que escribieran en él con un bolígrafo real, en vez de hacer garabatos con otro objeto que no estaba habituado para escribir a mano. Aparte de breves notas, lo regular era dictarlo todo en un “habla escribe”, lo cual era claramente imposible en este caso. Mojó la punta del bolígrafo en la tinta y luego dudó por un segundo, le sonaron sus tripas. Escribir en ese papel era un acto decisivo. Con pequeña y torpe letra escribió: “4 de abril de 1984”.

      Se recostó en el asiento. Se sintió impotente, para empezar ni siquiera estaba seguro de que estaba en 1984. Debería estar rondando esa fecha porque se encontraba casi seguro de tener treinta y nueve años y pensaba que había nacido en 1944, o 1945, pero era imposible tener una fecha exacta sin desfasarse uno o dos años.

      Por un momento pensó: “¿para quién estoy escribiendo este diario? ¿Para el futuro, para quienes no habían nacido?”. Su imaginación se detuvo por algún momento, en la dudosa fecha de la página y luego se sobresaltó con la palabra en nuevalengua “doblepiensa”. Por primera vez pensó en lo que había hecho, ¿cómo iba a comunicarse con el futuro? Era imposible. O tal vez el futuro se parecía al presente y en esa situación nadie le haría caso, o sería diferente y sus problemas carecerían de sentido.

      Se quedó un rato mirando el papel como un tonto. La pantalla telescópica estaba trasmitiendo ruidosa música del ejército. Lo extraño no era que había perdido la capacidad de expresarse, sino que también se le hubiera olvidado lo que originalmente tenía pensado decir. Desde hace semanas se había estado preparando para este momento y no se le había ocurrido nada que llegara a necesitar excepto coraje. Escribir sería fácil. Lo único que debía hacer era pasar al papel el extenso e inquietante monólogo que llevaba años en su cabeza. Sin embargo, en ese momento, incluso el monólogo se le había olvidado. Además, la úlcera le había comenzado a picar de manera insoportable. No se atrevió a rascarse porque siempre que lo hacía se inflamaba. Pasaron los segundos. Nada apartaba su concentración de ese papel en blanco que tenía ante sus ojos, la rasquiña de la piel arriba del tobillo, la ruidosa música del ejército y una leve borrachera por la ginebra.

      De repente, comenzó a escribir llevado de los nervios, consciente en parte de lo que hacía. Con su forma de escribir pequeña, pero infantil, fue haciendo líneas torcidas en el papel, desprendiéndose en principio de las mayúsculas y luego de los puntos aparte.

      4 de abril de 1984. Anoche fui al cine. Todas películas de guerra. Una muy buena de un barco lleno de refugiados que bombardean en el centro del mediterráneo. El público se entretuvo con los planos de un hombre muy gordo que intentaba huir nadando del helicóptero que le perseguía, primero se le veía chapoteando en el agua como una vaquita marina, luego aparecía en las miras de las ametralladoras del helicóptero, después lo llenaban de agujeros, el agua se tornaba rosa y se hundía como si el agua entrara por los agujeros. La gente se partía de risa al ver cómo se hundía, luego había un bote salvavidas lleno de niños que sobrevolaba otro helicóptero, había una mujer de mediana edad, tal vez judía, sentada en la popa con un niño en brazos de aproximadamente tres años, el bebé lloraba asustado y ocultaba su cabeza entre los pechos de la mujer para protección, la mujer lo consolaba abrazándolo aunque también estaba aterrorizada y trataba de abrazarlo como si sus brazos fueran a detener las balas, luego el helicóptero, dejaba caer una bomba de veinte kilos con un horrible resplandor y el bote se incendiaba como una caja de fósforos, después había un plano increíble de un brazo de un niño volando por los aires, yo creo que esa toma la hicieron desde un helicóptero y la gente del partido en sus asientos aplaudía aunque una mujer de la parte de los proletarios comenzó un escándalo gritando que no debían proyectar eso delante de los niños, que no estaba bien; hasta que la policía la sacó. No creo que le haya pasado nada porque a nadie le importa lo que digan los proletarios, es una típica reacción de ellos y ellos nunca…

      Winston

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