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destino era un grupo de tres considerables construcciones de madera, dispuestas una después de otra en una curva circular hacia la derecha, quizás cincuenta metros entre la primera y la última. Las tres estaban pintadas de rojo mate, con molduras blanco brillante. Recortadas contra el pasto verde se veían como clásicas estructuras de Nueva Inglaterra.

      El edificio que estaba más cerca era un motel. Como una imagen en un libro infantil. Como para aprender el ABC. M de Motel. Era largo y bajo, hecho con tablones rojo mate, con un techo a dos aguas con tejas gris pizarra, y un letrero de neón rojo que decía “Oficina” en la primera ventana, y después una puerta con contraventana para el almacén, y después un patrón que se repetía, de una ventana ancha con una unidad exterior de aire acondicionado y dos sillas de jardín de plástico debajo, y una puerta con un número, y otra ventana ancha con la misma unidad exterior y las mismas sillas, y otra puerta con número, y así, todo hasta el final. Había en total doce habitaciones, todas en línea. Pero no había ningún coche aparcado en la puerta de ninguna. Daba la impresión de que no había ninguna alquilada.

      —¿Bien? —dijo Shorty.

      Patty no respondió. Shorty detuvo el coche. A cierta distancia, a la derecha, vieron que el segundo edificio era más corto de un extremo al otro, pero mucho más alto y profundo del frente al fondo. Una especie de granero. Pero no para animales. La rampa de cemento estaba notablemente limpia. No había ninguna boñiga, para decirlo de manera directa. Era una especie de taller. Afuera delante había nueve quads. Como motos normales, pero con cuatro neumáticos gruesos en vez de dos lisos. Estaban alineados en tres filas de tres, con precisión milimétrica.

      —Quizás son Honda —dijo Patty—. Quizás esta gente sabe cómo arreglar el coche.

      Al final de la hilera el tercer edificio era una casa normal, de construcción sencilla pero tamaño generoso, rodeada por una galería con mecedoras.

      Shorty avanzó con el coche, y se volvió a detener. El asfalto estaba por acabarse. Diez metros antes del aparcamiento vacío del motel. Estaba por bajar dando un golpe a una superficie mantenida por su propio dueño que su ojo experto de productor de patatas le dijo que estaba conformada por partes iguales de grava, barro, hierbajos secos y verdes. Vio al menos cinco especies que él hubiese preferido no tener en su propia tierra.

      El final del asfalto daba la sensación de un umbral. De una decisión.

      —¿Bien? —volvió a decir.

      —Está vacío —dijo Patty—. No hay ningún huésped. ¿No es extraño esto?

      —La temporada terminó.

      —¿Así tan de repente?

      —Siempre se están quejando de eso.

      —Es el medio de la nada.

      —Es un lugar para una escapada. Sin movimiento, sin barullo.

      Patty se quedó un rato en silencio. Después dijo:

      —Supongo que tiene buena pinta.

      —Yo creo que es esto o nada —dijo Shorty.

      Patty recorrió la estructura del motel de izquierda a derecha, las proporciones simples, el techo sólido, los tablones duros, la pintura reciente. Se había realizado el mantenimiento necesario, pero nada llamativo. Era un edificio honesto. Podría haber estado en Canadá.

      —Echemos un vistazo —dijo.

      Bajaron del asfalto dando un golpe y traquetearon sobre la superficie despareja y estacionaron afuera de la oficina. Shorty pensó un segundo y apagó el motor. Más seguro que dejarlo encendido. En caso de metal derretido y explosiones. Si no volvía a arrancar, mala suerte. Ya estaba lo suficientemente cerca de donde necesitaba estar. Podían pedir la habitación uno, de ser necesario. Tenían una maleta enorme, llena de lo que pensaban vender. Se podía quedar en el coche. Aparte de eso no tenían mucho más que cargar.

      Salieron del coche y entraron a la oficina. Había un tipo detrás del mostrador de recepción. Tenía más o menos la misma edad que Shorty, y que Patty, promediando los veinte, quizás uno o dos años más. Tenía pelo corto y rubio, prolijamente peinado, y un buen bronceado, y ojos azules, y dientes blancos, y una sonrisa siempre dispuesta. Pero parecía un poco fuera de contexto. Al principio Shorty lo tomó como una cosa de verano que había visto en Canadá, donde a un chico bien educado lo mandan a hacer un trabajo tonto en el campo, para completar su currículum, o para expandir sus horizontes, o encontrarse a sí mismo, o algo así. Pero este tipo era cinco años demasiado viejo como para eso. Y detrás de su saludo tenía un aire de propietario. Estaba diciendo bienvenidos, sin duda, pero a mi casa. Como si el lugar fuera suyo.

      Quizás era así.

      Patty le dijo que necesitaban una habitación, y que se preguntaban si quienquiera que fuese que cuidara los quads no le podría echar un vistazo al coche, o de no ser así, que agradecerían mucho el número de teléfono de un buen mecánico. De ser posible no una grúa.

      El tipo sonrió y preguntó:

      —¿Qué le pasa al coche?

      Sonaba como cualquier tipo joven de las películas que trabajaba en Wall Street y usaba traje y corbata. Lleno de una confianza sin fisuras. Probablemente bebía champán. La codicia es buena. No el tipo de persona favorita de un productor de patatas.

      —Está recalentando y haciendo unos ruidos raros como de golpes debajo del capot —dijo Patty.

      El tipo sonrió con otro tipo de sonrisa, una modesta pero dominante sonrisa estilo “amo del universo junior”, y dijo:

      —Entonces supongo que podemos echarle un vistazo. Suena como si estuviera bajo de líquido refrigerante, y bajo de aceite. Que son dos cosas fáciles de arreglar, a no ser que algo esté perdiendo. Eso dependería de qué repuestos se necesiten. Quizás podemos adaptar alguna cosa. De no ser así, como tú dijiste, conocemos algunos buenos mecánicos. En cualquiera de los dos casos, no hay nada que hacer hasta que no se enfríe del todo. Aparcadlo fuera de vuestra habitación durante la noche, y mañana por la mañana lo primero que haremos será revisarlo.

      —¿Exactamente a qué hora? —preguntó Patty, pensando en lo atrasados que estaban, pero también pensando en caballos regalados y dientes.

      El tipo dijo:

      —Aquí todos nos levantamos con el sol.

      Ella dijo:

      —¿Cuánto cuesta la habitación?

      —Después del Día del Trabajo, antes de que lleguen los amantes del otoño, digamos cincuenta dólares.

      —Vale —dijo ella, aunque no realmente, pero estaba otra vez pensando en caballos regalados, y en lo que había dicho Shorty, que era esto o nada.

      —Os daremos la habitación diez —dijo el tipo—. Hasta ahora es la primera que renovamos. De hecho la acabamos de terminar. Vais a ser los primeros huéspedes. Esperamos que nos hagáis el honor.

      Tres

      Reacher se despertó un minuto pasadas las tres de la mañana. Todos los clichés: despierto de golpe, instantáneamente, como apretando un botón. No se movió. Ni siquiera tensionó brazos y piernas. Simplemente se quedó ahí, mirando la oscuridad, escuchando atento, concentrándose al cien por cien. No una reacción adquirida. Un instinto primitivo, preparado por la evolución al fondo, en la parte de atrás de su cerebro. Una vez había estado en California del Sur, bien dormido con las ventanas abiertas una noche hermosa, y se había despertado de golpe, instantáneamente, como apretando un botón, porque en su sueño había olido un hilo de humo. No humo de cigarrillo o un edificio en llamas, sino la ladera de una colina incendiada a sesenta kilómetros de distancia. Un olor prehistórico. Como un incendio fuera de control avanzando a toda velocidad por una antigua sabana. Al que sus ancestros le ganaban dependiendo de quién se levantara más rápido y saliera antes. Enjuagar y repetir, durante cientos de generaciones.

      Pero no había humo. No un minuto pasadas las

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