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general lo arreglan en medio día. Y el mecánico es un buen amigo. Le vamos a pedir que nos ponga los primeros en la lista. Podríais llegar a estar de vuelta en la carretera antes de la cena.

      —¿Y qué pasa si tarda más de medio día?

      —Entonces es simplemente eso, supongo. No lo puedo controlar.

      —Honestamente, lo mejor sería que nos llevarais hasta la ciudad. Mejor para nosotros, y mejor para vosotros. Quedaríamos fuera de vuestro camino.

      —Pero vuestro coche seguiría estando aquí.

      —Mandaríamos una grúa.

      —¿Sí?

      —Desde el primer lugar que veamos.

      —¿Podemos confiar en vosotros?

      —Prometo que me voy a ocupar de que sea así.

      —Vale, pero debes admitir que hasta aquí no te has mostrado cien por cien confiable en lo que respecta a ocuparse de cosas.

      —Prometo que vamos a mandar una grúa.

      —¿Pero imagina que no lo haces? Nosotros tenemos un negocio aquí. Nos veríamos obligados a hacernos cargo de deshacernos de vuestro coche. Lo que podría llegar a ser difícil, porque estrictamente hablando en primer lugar no es nuestro como para que nos deshagamos de él. No es mucho lo que podríamos hacer sin los papeles. No podríamos donarlo. No podríamos ni siquiera venderlo como chatarra. Sin lugar a dudas buscar otras alternativas nos costaría tiempo y dinero. Pero lo tendríamos que hacer. No podríamos tenerlo aquí para siempre, ensuciando el lugar. Nada personal. Un negocio como el nuestro es todo imagen y aspecto exterior. Tiene que atraer, no ahuyentar. Un cacharro viejo y oxidado en el medio y al frente enviaría un mensaje equivocado. Sin ánimo de ofender. Estoy seguro de que lo entenderéis.

      —Podrías venir con nosotros hasta la empresa de las grúas —dijo Shorty—. Nos podrías llevar primero ahí. Podrías mirar cómo arreglamos todo. Como un testigo.

      Mark asintió, con los ojos bajos, ahora él mismo un poco cohibido.

      —Buena respuesta —dijo—. Lo cierto es que también nosotros estamos en una situación comprometida, en este momento, en lo que respecta a viajes a la ciudad. La inversión en este lugar fue enorme. Tres de nosotros vendimos nuestros coches. Nos quedamos con el de Peter, para compartir, porque era el más viejo y por lo tanto el menos valioso. Esta mañana no arrancaba. Igual que el vuestro. Quizás es algo en el ambiente. Pero en términos prácticos, ahora mismo, me temo que estamos todos varados.

      Reacher comió en el lugar que había elegido el día anterior, que servía platos exclusivos pero reconocibles en un salón agradable con manteles. Comió una hamburguesa que tenía arriba en una pila alta todo tipo de extras, y una porción de tarta de albaricoque, con café negro de principio a fin. Después emprendió su marcha hacia la comisaría. La encontró exactamente donde Carrington dijo que estaría. El lobby público era alto y formal y con azulejos. Había una oficinista civil detrás de un mostrador de recepción en madera de caoba. Reacher le dio su nombre y le dijo que Carter Carrington se había comprometido a llamar para combinar para que alguien hablara con él. La mujer ya había levantado el teléfono incluso antes de que llegara a la parte del nombre de Carrington. Claramente le habían avisado que venía.

      Le pidió que tomara asiento, pero en cambio se quedó de pie, y esperó. No mucho, como resultó ser. Dos detectives entraron empujando un par de puertas dobles. Un hombre y una mujer. Ambos tenían el aspecto de profesionales sólidos. Al principio Reacher supuso que no eran para él. Estaba esperando un archivero. Pero caminaron directo hacia él, y cuando llegaron el hombre dijo:

      —¿Señor Reacher? Soy Jim Shaw, jefe de detectives. Encantado de conocerle.

      El jefe de detectives. Encantado. Van a ser muy cooperativos, había dicho Carrington. No estaba bromeando. Shaw era un tipo ancho de más de cincuenta años, quizás un metro ochenta, con una cara irlandesa con arrugas y un mechón de cabello pelirrojo. Cualquiera en doscientos kilómetros a la redonda de Boston se habría dado cuenta de que era policía. Era como una ilustración en un libro.

      —Encantado de conocerle —dijo Reacher.

      —Yo soy la detective Brenda Amos —dijo la mujer—. Encantada en ayudar. Lo que necesite.

      El acento de ella era del sur. De palabras alargadas, pero ya no melifluo. Estaba curtido por la exposición. Era diez años más joven que Shaw, quizás un metro setenta, y delgada. Tenía el cabello rubio y los pómulos marcados y unos soñolientos ojos verdes que decían conmigo no te metas.

      —Señora, gracias —dijo Reacher—. Pero en serio, esto no es tan importante. No sé exactamente qué les dijo el señor Carrington, pero lo único que necesito es un poco de historia antigua. Que probablemente de todas formas no esté ahí. De hace ochenta años. No es ni siquiera un caso cerrado.

      —El señor Carrington mencionó que usted fue policía militar —dijo Shaw.

      —Hace mucho tiempo.

      —Eso lo hace beneficiario de diez minutos en un ordenador. No va a llevar más que eso.

      Lo guiaron a la parte de atrás entre puertas de caoba altas hasta los muslos, a un espacio abierto lleno de gente vestida de civil sentada frente a frente en escritorios dobles. Los escritorios estaban equipados con teléfonos y pantallas planas y teclados y cestos de alambre. Como una oficina en cualquier otra parte, salvo por un agotado aire de mugre y agobio, que la volvía inconfundiblemente un despacho de policía. Doblaron, a un pasillo con oficinas a ambos lados. Se detuvieron en la tercera a la izquierda. Era la de Amos. Ella lo hizo pasar, y Shaw dijo “adiós” y siguió caminando, como si todas las cortesías correspondientes hubiesen sido respetadas, y su trabajo estuviera por lo tanto terminado. Amos entró detrás de Reacher y cerró la puerta. La estructura externa de la oficina era vieja y tradicional, pero todo lo que había dentro era nuevo y brillante. Escritorio, sillas, cajoneras, ordenador.

      —¿Cómo lo puedo ayudar? —dijo Amos.

      —Estoy buscando el apellido Reacher —dijo él—, en viejos informes policiales de los años 1920 y 30 y 40.

      —¿Parientes suyos?

      —Mis abuelos y mi padre. Carrington piensa que evitaron los censos porque tenían órdenes de captura federales.

      —Este es un departamento municipal. No tenemos acceso a los registros federales.

      —Puede que hayan empezado de abajo. Como la mayoría de la gente.

      Amos se acercó el teclado y empezó a golpetear. Preguntó:

      —¿Había formas alternativas de deletrearlo?

      —No lo creo —dijo él.

      —¿Nombres de pila?

      —James, Elizabeth y Stan.

      —¿Jim, Jimmy, Jamie, Liz, Lizzie, Beth?

      —No sé cómo se decían entre ellos. Nunca los conocí.

      —¿Stan era diminutivo de Stanley?

      —Nunca vi eso. Era siempre solo Stan.

      —¿Algún seudónimo conocido?

      —No que haya conocido yo.

      Tecleó un poco más, y cliqueó, y esperó.

      No hablaba.

      Él dijo:

      —Estoy suponiendo que también usted fue policía militar.

      —¿Qué me delató?

      —Primero su acento. Así suena el Ejército de Estados Unidos. Mayormente sureño, pero un poco mezclado. Además de que la mayoría de los policías civiles preguntan qué hicimos y cómo lo hicimos. Porque son profesionalmente curiosos. Pero usted no. Lo más probable es que porque ya lo sabe.

      —Me declaro

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