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oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué grito, Señor… ! Y después… Jamás había oído Raskolnikof gemidos, aullidos, sollozos, rechinar de dientes, golpes, como los que entonces oyó. Nunca habría podido imaginarse un furor tan bestial.

      Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo. Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De súbito, con profundo asombro, reconoció la voz de su patrona. La viuda lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes; debía de suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto sucedía en la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso; hablaba con la misma rapidez, y sus palabras, presurosas y ahogadas, eran igualmente ininteligibles.

      De pronto, Raskolnikof empezó a temblar como una hoja. Acababa de reconocer aquella voz. Era la de Ilia Petrovitch. Ilia Petrovitch estaba allí tundiendo a la patrona. La golpeaba con los pies, y su cabeza iba a dar contra los escalones; esto se deducía claramente del sonido de los golpes y de los gritos de la víctima.

      Todo el mundo se conducía de un modo extraño. La gente acudía a la escalera, atraída por el escándalo, y allí se aglomeraba. Salían vecinos de todos los pisos. Se oían exclamaciones, ruidos de pasos que subían o bajaban, portazos…

      «¿Pero por qué le pegan de ese modo? ¿Y por qué lo consienten los que lo ven?», se preguntó Raskolnikof, creyendo haberse vuelto loco.

      Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos ruidos…

      Por lo tanto, pronto subirían a su habitación. «Porque, seguramente, todo esto es por lo de ayer… ¡Señor, Señor… !»

      Intentó pasar el pestillo de la puerta, pero no tuvo fuerzas para levantar el brazo. Por otra parte, ¿para qué? El terror helaba su alma, la paralizaba… Al fin, aquel escándalo que había durado diez largos minutos se extinguió poco a poco. La patrona gemía débilmente. Ilia Petrovitch seguía profiriendo juramentos y amenazas. Después, también él enmudeció y ya no se le volvió a oír.

      «¡Señor! ¿Se habrá marchado? No, ahora se va. Y la patrona también, gimiendo, hecha un mar de lágrimas… »

      Un portazo. Los inquilinos van regresando a sus habitaciones. Primero lanzan exclamaciones, discuten, se interpelan a gritos; después sólo cambian murmullos. Debían de ser muy numerosos; la casa entera debía de haber acudido.

      ¿Qué significa todo esto, Señor? ¿Para qué, en nombre del cielo, habrá venido este hombre aquí?»

      Raskolnikof, extenuado, volvió a echarse en el diván. Pero no consiguió dormirse. Habría transcurrido una media hora, y era presa de un horror que no había experimentado jamás, cuando, de pronto, se abrió la puerta y una luz iluminó el aposento. Apareció Nastasia con una bujía y un plato de sopa en las manos. La sirvienta lo miró atentamente y, una vez segura de que no estaba dormido, depositó la bujía en la mesa y luego fue dejando todo lo demás: el pan, la sal, la cuchara, el plato.

      ‑Seguramente no has comido desde ayer. Te has pasado el día en la calle aunque ardías de fiebre.

      ‑Oye, Nastasia: ¿por qué le han pegado a la patrona?

      Ella lo miró fijamente.

      ‑¿Quién le ha pegado?

      ‑Ha sido hace poco… , cosa de una media hora… En la escalera… Ilia Petrovitch, el ayudante del comisario de policía, le ha pegado. ¿Por qué? ¿A qué ha venido… ?

      Nastasia frunció las cejas y le observó en silencio largamente. Su inquisitiva mirada turbó a Raskolnikof e incluso llegó a atemorizarle.

      ‑¿Por qué no me contestas, Nastasia? ‑preguntó con voz débil y acento tímido.

      ‑Esto es la sangre ‑murmuró al fin la sirvienta, como hablando consigo misma.

      ‑¿La sangre? ¿Qué sangre? ‑balbuceó él, palideciendo y retrocediendo hacia la pared.

      Nastasia seguía observándole.

      ‑Nadie le ha pegado a la patrona ‑dijo con voz firme y severa.

      Él se quedó mirándola, sin respirar apenas.

      ‑Lo he oído perfectamente ‑murmuró con mayor apocamiento aún‑. No estaba dormido; estaba sentado en el diván, aquí mismo… lo he estado oyendo un buen rato… El ayudante del comisario ha venido… Todos los vecinos han salido a la escalera…

      ‑Aquí no ha venido nadie. Es la sangre lo que te ha trastornado. Cuando la sangre no circula bien, se cuaja en el hígado y uno delira… Bueno, ¿vas a comer o no?

      Raskolnikof no contestó. Nastasia, inclinada sobre él, seguía observándole atentamente y no se marchaba.

      ‑Dame agua, Nastasiuchka.

      Ella se fue y reapareció al cabo de dos minutos con un cantarillo. Pero en este punto se interrumpieron los pensamientos de Raskolnikof. Pasado algún tiempo, se acordó solamente de que había tomado un sorbo de agua fresca y luego vertido un poco sobre su pecho. Inmediatamente perdió el conocimiento.

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