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de los sucesos de mayo del año anterior. Actores, cantantes, poetas personificaban algo que ni siquiera era pasado pero que ya debía convertirse en mito mediante recitados y proclamas. En la revolución del año anterior, grupos patricios habían escenificado una diferenciación con la península, ya fuera para dramatizar un perjuicio comercial, ya fuera para reafirmar la adhesión a un rey perseguido. Un año después, actores laboriosos declamaban la historia de una burocracia y un grupo de patricios que habían hecho de esos sentimientos el comienzo de un espacio común, de una forma de organización de la cosa pública que llevaría después a la creación de la Argentina.

      Antes de Rosas y sus masas ensangrentadas, antes de El matadero, del Facundo, antes de la desazón, antes de aplaudir a falsos ídolos, demagogos y eruditos, antes de Milagro Sala y los hurtos de la Puna, antes de la frontera, antes del horror. Antes que la nación misma, inscripta en la geografía nacional, aparecía la idea de un pueblo. Esa idea se inscribía sobre todo en la palabra “plebe” (las referencias a un “pueblo”, en cambio, sugerían el conjunto de la población). La plebe no era una imposición obligada desde abajo, una presencia irremediable ante la cual las élites no podían cerrar los ojos. Era más bien el corolario de la comprensión por parte de los grupos ilustrados de la dimensión de aquello que habían puesto en marcha. Muestra de esa magnitud era la certeza entre ellos, los revolucionarios, de que la alegría por esa hazaña de 1810 debía ser compartida y celebrada por sectores más amplios que ellos mismos.

      En esa escena temprana de la nación, en la forma teatralizada de los festejos, el pueblo irrumpía en el comienzo de la historia nacional menos como un hecho inevitable, y más como creación de esos dirigentes patricios de un sujeto con sensibilidades específicas, más pasionales que racionales, necesitado de expresarse. Lo cual no significa que la plebe no existiera en sí misma y más allá de las interpretaciones de la élite. Al contrario, esa multitud de grupos más o menos informe fue una protagonista clave desde antes de la independencia y, sobre todo, del proceso de organización política de las décadas siguientes. Esclavos, libertos, mestizos, artesanos, labradores y otras denominaciones difícilmente se identificaran a sí mismos como parte de un colectivo con intereses comunes, pero sí eran vistos desde afuera y desde arriba como elementos distintos de una misma cosa: la plebe. Es esa foto, externa y jerárquica, el embrión de una mirada del pueblo como amenaza y posibilidad que nutrirá más tarde al antipopulismo moderno.

      El lugar de esa plebe podía ser una invención, la comparsa proyectaba el imaginario de lo que debía ser. Lo que no era una invención era que esos sectores habían tenido su lugar en ese otoño porteño de 1810, momento seminal de la nación poblado de paraguas, signo de distinción y bonanza. Hay varias razones por las que la historia puso en duda ese lugar de la plebe en toda América Latina, sobre todo en el siglo XX: liberales que destacaban el carácter rector de las élites en un proyecto republicano inspirado en la filosofía política europea, nacionalistas que condenaban… precisamente eso, marxistas que vislumbraron en el Estado nación la expresión de los intereses de una incipiente burguesía local frente a un protoproletariado. Esas posiciones nunca resistieron la evidencia histórica diversa que mostraba, de distintas maneras a lo largo del continente, que esclavos, negros libres, pequeños propietarios, artesanos e indígenas, tuvieron un lugar clave en un paisaje marcado menos por las reuniones de patricios en cuartos cerrados y más por la política en las calles, pueblos armados, sublevaciones desde abajo contra autoridades coloniales y no coloniales, demandas por mejores condiciones económicas o mayor participación política. En la Argentina, desde Mariano Moreno en el lugar de los hechos hasta Bartolomé Mitre en su rol de historiador fundacional, y desde Halperin Donghi hasta Gabriel Di Meglio en la actualidad, si algo dejan en claro es que esos conjuntos dispersos participaron con entusiasmo de la política de esas décadas. Domesticar y reimaginar la narrativa de esa intervención popular ha sido una clave en la construcción de una identidad antipopulista moderna.

      Con o sin plebe, la Revolución de Mayo es, además, casi un acto municipal, circunscripto. Y también por eso más tangible que la independencia de 1816, cuya ambición –nacional y sudamericana– implicaba niveles de abstracción que identificaban a regiones, economías, idiomas y poblaciones desconocidas para muchos como parte de una gesta común. Pero en los límites del tramado urbano porteño, tan expandido era el entusiasmo con la Revolución de Mayo, que en 1813 la Asamblea del Año XIII oficializó la conmemoración bajo el título de “Fiestas Mayas”, con tres días de festejos en la ciudad. El conocido relato de un observador norteamericano revela en 1818 las ambivalencias de los festejos respecto de qué es un pueblo, cómo debe expresarse. En vez de fiestas cívicas, comenta, “en que el pueblo compite en excederse en comer y beber, acá se inventan una variedad de exhibiciones públicas mucho más conformes a la razón y el buen gusto”. Las Fiestas Mayas son populares pero educadas, desbordadas y contenidas al mismo tiempo. Allí, “cierto número de los esclavos más meritorios son comprados y libertados; se apartan sumas y se tiran a la suerte para ayudar a los artesanos que están ansiosos de poner tienda”.

      Las Fiestas Mayas son el carnaval sin carnaval.

      Las reglas se levantan momentáneamente, reafirmando que su vulneración es solo tolerada en ese espacio controlado. El resto del año, las reglas son las reglas. Y sobre esas reglas se instaura el orden en el que esa pequeña multitud tiene que acomodarse.

      Pero desconfiemos siempre de los argumentos que hablan de una cultura nacional emancipada de sus formas materiales, en la historia y en el presente. Las materialidades de ese pueblo en gestación son mucho menos esotéricas, y la principal razón por la que artesanos y productores están en la pobreza no es la vagancia ni el legado peninsular, sino la competencia de la producción esclava de Buenos Aires y las otras provincias, que pulveriza cualquier emprendimiento de trabajo libre.

      Son las manos. En la economía del siglo XVII y XVIII los esclavos se cuentan como manos. El hacendado cordobés compra catorce manos. Se necesitan treinta manos para levantar la caña en una propiedad de Tucumán, seis para servir la casa relativamente modesta del comerciante bonaerense. Llegan en barco, en posición horizontal o fetal, son lotes. Y los que sobreviven el rigor y la tortura del viaje, regulan a la baja el precio de la fuerza de trabajo que se expande mísera pero libre en el continente. Un siglo después, el paso de “manos” a “cabezas” es probablemente una de las transformaciones más significativas en el discurso de los grupos dirigentes sobre sus dirigidos. No porque “cabecita negra” sea mejor o peor que “manos”, sino porque en esas figuras metafóricas se condensan también formas de entender la politización de los sectores que se conciben como subordinados, y la forma en la que estos actúan en la vida pública. En la Argentina, la convivencia de la razón y los sentidos, la pasión

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