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el mismo criterio en sus presentaciones.

      11 Se utiliza el término distrital en alusión al Distrito municipal establecido en la Constitución de 1886.

       Introducción

      ¿Cuál es la composición social de las ciudades victorianas y de los concejos municipales? ¿Cómo eran el prestigio social y el poder económico reflejados en la acción política? ¿Hasta qué punto los cambios en la estructura social y las fluctuaciones de ingreso y empleo determinaron las líneas principales de la política ciudadana? ¿Cuáles fueron las relaciones entre los grupos “establecidos” y nuevos en la vida local? ¿Hasta dónde la creación de maquinaria continuada para la administración municipal cambió el carácter de la dirigencia local? Todas estas cuestiones pueden ser respondidas sólo en el contexto de la vida de ciudades particulares. (Briggs citado por Almandoz, 2008, p. 75)1

      Hay que comenzar este escrito explicando bajo qué parámetros se concibe la conformación del Estado. La historiografía producida en torno a dicha temática para entender la esfera colombiana se ha caracterizado por partir de un sustrato común: la teoría de Max Weber, según la cual el Estado es entendido como “una comunidad humana que se arroga (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio dado” (Bolívar, 1999, p. 12).

      Lejos de desconocer los reparos formulados por algunos investigadores en cuanto a que esta definición “es sólo uno de los modelos posibles de conformación” estatal, lo que se quiere remarcar es que quienes comulgan con el pensamiento weberiano coinciden en aceptar que “el monopolio de la violencia” se encuentra indefectiblemente “atado a la configuración del Estado” (Bolívar, 1999, p. 12).2

      La manera de acercarse al problema desde “la sociología, la ciencia política, y en menor medida, la historia, ha sido el método comparativo”, pues se considera que es el modo más idóneo de hallar “regularidades y patrones mucho más generales” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232). Los análisis realizados para Colombia haciendo uso de la comparación señalan de modo ostensible el peso que tiene en ellos la obra de Charles Tilly, Barrington Moore y Michael Mann, cuyos textos son de citación obligatoria. No obstante, más allá de si la argumentación gira alrededor de preguntase por el “proceso de construcción del orden a partir del conflicto” (Ansaldi y Giordano, 2012, p. 15) o “de qué manera y hasta qué punto la organización denominada ‘Estado’ logra controlar los principales medios de coerción dentro de un territorio definido” (López-Alves, 2003, p. 24), lo cierto es que la guerra está en el centro de las disquisiciones.

      Tal situación es, en efecto, la que explica por qué el contexto colombiano encarna un escenario inmejorable para poner a prueba dichos planteos; sin embargo, el hecho de reducir la explicación al fenómeno de la violencia, entendido como la capacidad o incapacidad del Estado para concentrar “de forma legítima el monopolio del poder de la coacción” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232), ha fomentado que en el medio nacional no se tomen en consideración, o que se rechacen de plano, investigaciones realizadas desde otras perspectivas que son ciertamente pertinentes para comprender lo acaecido en el país.

      En consonancia con lo que algunos años atrás sugirió Ingrid Bolívar (2010), acabar con este reduccionismo académico es esencial para poder replantear tesis historiográficas que continúan vigentes en la esfera nacional. La solución reside entonces en empezar a cuestionarse de qué manera “el conocimiento producido sobre el Estado” en virtud de este enfoque “tiende a ‘colonizar’, ignorar y/o despreciar experiencias políticas locales y regionales” (p. 94) que son cruciales para vislumbrar el proceso de configuración estatal en suelo patrio.

      Un inconveniente que se denota al respecto es que ese universo comparativo recurrentemente está cimentado en un saber relativo a cada uno de los casos examinados. La propensión a centrar la atención en aquellos elementos que son cardinales para refutar o validar el referente teórico ocasiona que se recurra a las generalidades. La obsesión por definir las variables comparativas idóneas en función de un corpus teórico determinado suscita que los investigadores se olviden de que toda teorización es inútil si la interpretación dada no es consecuente con la realidad histórica.

      Testimonio de lo anterior es el libro de Fernando López-Alves (2003) en el que las periodizaciones empleadas para abordar el ámbito colombiano omiten acaecimientos trascendentales para entender los principios sobre los cuales se erigió el Estado que forjó el movimiento regenerador. En tal dirección, afirmar que el mandato de Rafael Reyes va de 1904 hasta 1910 no solo supone eliminar la presidencia de Ramón González Valencia (1909-1910), sino, sobre todo, desconocer la relevancia que este último dignatario tuvo en la agudización de la lucha por la autonomía municipal, al mantener la política restrictiva y autoritaria del régimen reyista en materia local.3

      Igualmente, aseverar que “el país experimentó un proceso intenso de centralización del poder y construcción del ejército durante las presidencias conservadoras de Rafael Núñez (1877-1889)” (López-Alves, 2003, p. 145) implica pasar por alto el origen liberal del cartagenero y negar la presidencia del general Julián Trujillo (1878-1880).4

      En la misma línea, asegurar que la Regeneración “abarcó el período entre 1869 y 1900” (López-Alves, 2003, p. 146) obliga a hacer un recorte que si bien es justificable para la primera fecha si —y solo si— se acude al discurso pronunciado ante el Congreso el 1º de febrero de 1869 por el presidente electo, el general liberal Santos Gutiérrez,5 difícilmente podría aceptarse para el otro extremo de la cronología propuesta: aunque el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín el 31 de julio de 1900 encarnó un acontecimiento trascendental en la época, otorgarle el fin del movimiento regenerador sería desconocer que fue precisamente la intransigencia de este dignatario frente a la insurgencia liberal la que dio pie para que se produjera la pérdida de Panamá y la posterior llegada de Rafael Reyes al mando.6

      Finalmente, la interpretación proporcionada por López-Alves (2003) en lo que incumbe a la configuración del Estado colombiano sugiere que el siglo XIX debe entenderse como un continuo que va de 1810 a 1900. Tal posición es errada, pues es tangible que las medidas adoptadas por la Regeneración no se pueden equiparar a las medidas liberales de mediados de siglo ni a las medidas de la etapa posindependentista. La lectura que se haga de la centuria decimonónica debe afincarse en la asunción —y este es uno de los postulados medulares del presente libro— de que cada etapa histórica representó un decurso particular que debe ser examinado en su especificidad; si bien existieron problemas transversales para toda la centuria decimonónica (el municipio como ordenamiento político-administrativo es uno de ellos), su resolución atendió al contexto del momento.

      Interesa llamar la atención sobre estas cuestiones porque ponen de manifiesto que el dato histórico no es simplemente un dato, sino un testimonio de lo acaecido. Ignorarlo o tergiversarlo no es un asunto menor: únicamente conociendo las bases de la ideología regeneracionista es factible hablar de la génesis del movimiento.

      Una segunda acotación que se debe hacer concierne a la forma en la que aquí se enuncian los términos modernidad y modernización: el argumento que en esta dirección se sostiene es que ambos deben entenderse a la luz de la noción de progreso que se impuso entre los letrados de la época en estudio, la cual lo concebía como un estadio ideal (tipificado por una sociedad justa, próspera, y democrática) al que se debía arribar.7

      En 1900, Antonio José Uribe dio relieve a esta conceptualización en un editorial publicado en el periódico La Opinión, en el cual aseveró que el país vivía en el atraso a pesar de tener “muchas riquezas naturales, una juventud enérgica é inteligente, una numerosa clase social de gran cultura, un Ejército disciplinado, de valor incomparable, y una masa popular sufrida, en su mayor parte laboriosa” (U., 1900a, p. 101).8 A su juicio, todos estos elementos, “dirigidos con acierto”, podrían llevar a Colombia “á un grado de progreso en el cual

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