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la compostura–. ¿Y cuántos son?

      –El café da refugio a siete ejemplares de momento. Nuestra misión es encontrar para ellos un hogar permanente. ¿Tal vez te gustaría llevarte uno a casa? –al ver el miedo en los ojos de Nagore, se inclinó sobre una caja de madera con un agujero en lo alto–. Ahí dentro está Smokey. ¡Apenas la verás! Tiene una capacidad prodigiosa para esfumarse, por eso el nombre. Nuestra princesa de humo tiene unos maravillosos ojos verdes. Además de ocultarse, le encanta aparecer de repente como un fantasma. Luego desaparece de nuevo. Es muy esquiva y, al día de hoy, nadie ha logrado tocarla.

      Nagore se asomó con prudencia sobre el agujero en la parte superior de la caja, pero solo logró ver dos estrellas verdosas que brillaban en la oscuridad.

      –¿Es negra? –le preguntó a Yumi mientras intentaba domar sus nervios.

      –Sí, correcto… Smokey es una pequeña pantera negra, siempre alerta. ¿Un poco como tú, quizás? ¡Apuesto a que también eres difícil de atrapar!

      –No –murmuró sin entender aquel comentario–. De hecho, odio correr.

      –Ya, pero tus ojos verdes son bonitos y tu pelo negro parece el de una japonesa… Quizás tienes más en común con Smokey de lo que crees.

      Nagore liberó una risa estúpida como toda respuesta.

      Tras avanzar hacia el centro del local, Yumi le presentó un gato atigrado que bostezaba sobre un almohadón solitario, como una balsa en medio del mar de madera que era el suelo. Justo entonces, Smokey apareció de la nada como un Ferrari negro y pasó entre las piernas de Nagore antes de brincar olímpicamente hacia el árbol cercano a la vitrina.

      Yumi dejó escapar una risa tan dulce que Nagore tuvo que comenzar a reír también, lo cual ayudó a que su nerviosismo se evaporara.

      –Ya te estás dando cuenta de que son espíritus libres –dijo la japonesa mientras se aflojaba el pelo de su moño, dejando que su melena negra barriera sus orejas.

      –Quieres decir que de verdad no les importa que yo esté aquí, ¿verdad?

      –Así es, a ellos les importa poco, puedes estar tranquila –dijo acariciando al felino atigrado, que parecía sonreír con los ojos cerrados–. Les da igual qué pienses de ellos. Si un gato quiere algo de ti, te lo hará saber. Si le falta comida o cualquier otra cosa, lo sabrás de inmediato –y, dando unas palmaditas en la espalda al gato atigrado, dijo–: te presento a Sherkhan que, aunque en varios idiomas indios significa “señor tigre”, su interés principal son los perros, por cierto...

      –¿Le gustan los perros? –preguntó sorprendida.

      –Bueno, le gusta volverlos locos. Es un provocador. Cuando ve a uno en la calle, junto al café, se lanza sobre el cristal y le da un susto de muerte.

      El gato con rostro de mapache, nariz rosa y ojos azules como un cielo de verano seguía la explicación con gran interés desde su puf. Nagore rezó porque Capuccino no intentara volver a subir a su regazo. Parecía a punto de hacer algo… y finalmente decidió echar a Sherkhan de su almohadón, algo que el gato atigrado aceptó con resignación.

      –Esta es otra característica de este niño mimado –explicó Yumi–. Siempre quiere el lugar de los demás.

      Las dos mujeres observaban en silencio cómo el gato mapache comenzaba a limpiarse sobre el almohadón recién ocupado.

      –Terminaré las presentaciones, no quiero aburrirte. Esa bola de pelo largo es Blue, nuestra anciana gruñona –continúo Yumi y señaló a un gato acurrucado en un rincón con rostro de malas pulgas–. Lleva un collar amarillo porque ataca. Es como una reina que ha luchado por ganarse el respeto de los chicos. Blue detesta a los otros gatos, pero tampoco le gustan los humanos. Tendrás que vigilar que los clientes se mantengan lejos de ella o tendremos problemas.

      Nagore asintió con suavidad e hizo una nota mental de no acercarse jamás a esa gata de collar amarillo, aunque se llamara Blue.

      –Y el último de la tribu es ese chico blanco y negro con medio bigote: ¡Fígaro! –lo presentó Yumi mientras el aludido caminaba sobre una banca.

      La japonesa lo capturó con un movimiento rápido y lo meció en sus brazos, mientras proseguía:

      –Fígaro es pacífico como un peluche. Y tiene una paciencia enorme. Cuando perdió a su anterior dueña, una mujer mayor, su nieto lo dejó aquí. Lo que más le gusta es recibir mimos y la música clásica… Cuando le pongo a Bach, se queda quieto y levanta las orejas. No se quiere perder ni una nota.

      Fígaro empujó su cabeza contra la barbilla de la japonesa, como si reclamara más caricias. Tras ocuparse un poco de él, Yumi puso al gato en la banca de madera y volvieron a sentarse en la misma mesa, junto a una Nagore todavía rígida.

      –Entonces… ¿crees que podrás soportarlo?

      Nagore suspiró.

      Entendiendo aquello como una afirmación, la japonesa sacó del bolsillo de su vestido un manojo de llaves y se las entregó con una sonrisa a la nueva empleada.

      –Habrá muchos momentos en los que yo no esté, así que puedes venir todos los días a las dos, aunque el Neko Café abra hasta las cuatro. Tendrás esas dos horas para acondicionar el local, ponerles comida y agua fresca a los gatos, limpiar sus cajas de arena… Ellos van siempre primero. Luego puedes hornear pasteles y comprobar que no nos haga falta nada del listado de despensa.

      –Creo que podré con todo –se oyó decir Nagore.

      –¡Así me gusta! Y no temas por tu ailurofobia… La mayoría hará como si no existieras. Si acaso, serás una sirviente si necesitan algo. No esperes cariño de ellos. Capuccino es una excepción.

      Nagore volvió a mirar incómoda al gato de ojos azules y pelaje café con leche. Su instinto le decía que no debía confiar en las excepciones, especialmente si se presentaban como un gato con rostro de mapache.

      –Esta es una lección importante que me han enseñado todos los gatos –dijo Yumi para concluir aquella pequeña ceremonia de presentaciones–. Acéptate como eres y no necesitarás la aprobación de los demás.

      5. El oráculo

      felino

      El barrio estaba tan silencioso como si todo el mundo hubiera muerto en un ataque de zombis. Nagore adoraba aquellas mañanas dominicales de resaca del sábado.

      Tal vez fuera por la tensión que le habían producido los últimos acontecimientos, pero había logrado dormir de corrido. Eran poco más de las ocho de la mañana cuando fue a la cocina a prepararse un café con la última cápsula que le quedaba.

      Esto es preocupante, pensó mientras llenaba medio tazón de aquel brebaje espumoso de sabor tan poco natural. Luego esperó a que se enfriara y mordió una manzana de piel rugosa que llevaba días abandonada sobre el mármol.

      Desde niña, los domingos le parecían angustiantes. En lugar de disfrutar del día de fiesta, lo sufría como una cuenta regresiva hacia el lunes. Cerca de cruzar la frontera temible de los cuarenta, volvía a embargarle aquella aplastante sensación mezclada con perplejidad.

      Lo que le estaba pasando quedaba a años luz de lo que jamás hubiera imaginado que ocurriría en su vida.

      Tomó un par de sorbos de café sin azúcar, tal como le gustaba, tratando de aprovechar aquellas horas de calma. Antes de las once el vecino empezaría “la ópera de los domingos”. El vecino de arriba, un viudo de edad indeterminada, seguía la dolorosa tradición semanal de difundir arias a un volumen que le hacía pensar que debía de tener los oídos tapados.

      No tenía nada urgente que hacer, así que

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