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de la misma horca que los dos corchetes. La multitud, acto seguido, puso fuego a su casa.

      El cronista Colmenares seguramente exagera al aseverar que «constaba no haberse hallado en el alboroto no solo persona noble, pero ni aun ciudadano de mediano porte», pues así exoneraba a la oligarquía municipal de acciones seriamente reprobables. Pero sin duda tenía razón cuando identificaba el motor principal de la revolución: «El furor repentino de mil o dos mil pelaires y cardadores, cuyo respeto está en sus manos y cuya hacienda está en sus pies». Los artesanos arrebataron las varas de mando a los tenientes y «nombraron alcaldes ordinarios al modo antiguo». Los titanes que asaltaban los cielos eran fundamentalmente los trabajadores de la industria lanera segoviana, en su mayoría extranjeros avecindados. Como para el gigante Anteo, su fuerza radicaba en la tierra que pisaban, pero que nunca poseerían. La radicalidad de la comuna segoviana de 1520 inspiraría cuatro siglos después al escritor socialista Rodrigo Soriano para imaginar un relato sobre aquellos hechos. Lo tituló Un soviet en el siglo XVI y apareció en la revista Siluetas en 1924.29

      Los hechos de Segovia eran graves, y motivaron la reacción inmediata del gobierno de regencia. A su partida, Carlos había dejado al cardenal Adriano de Utrecht (1459-1523) para gobernar el reino junto a un Consejo Real formado por grandes y prelados. Desde principios de junio estaban instalados en Valladolid y deliberaban cómo hacer frente al desafío comunero. Se impusieron los partidarios de la mano dura: el juez Ronquillo, que precisamente había sido corregidor de Segovia, debía presentarse en la ciudad para hacer las pesquisas correspondientes, como preludio a una expedición de castigo. Los segovianos, como esperaba el Consejo, no colaboraron, y las tropas de Ronquillo a principios de julio ya cercaban Segovia. Pero la ciudad castellana se mantenía recia: «Que ya había pasado el tiempo —dice Maldonado que decían desde dentro los segovianos— en que unos alcaldillos con sus varitas aterrorizaban al miserable pueblo menudo [miseram plebeculam]».30

      El pueblo segoviano prepara la defensa y se congrega en torno al nuevo jefe de la Comunidad, el regidor Juan Bravo. El armero Juan de Marquina no da abasto con las picas y los coseletes. Los comuneros de Toledo y Madrid envían columnas de infantería en apoyo a sus hermanos segovianos. Al mando van ya Juan de Padilla y Juan Zapata, cuyo prestigio popular solo iría en aumento a partir de entonces. Al enterarse del socorro comunero, el Consejo envió a Antonio de Fonseca, capitán general de Castilla, para asistir a Ronquillo. Debían sacar la artillería de Medina del Campo para bombardear a los segovianos. Los medinenses resistieron la entrada y Ronquillo y Fonseca le prendieron fuego a la ciudad. «Rayo es del cielo cuando con la potestad reina la ira», dirá Sandoval respecto al fatal error de los de Carlos. Su primera acción militar tendría consecuencias catastróficas para el bando real.31

      «No creo que fuese más devastador el incendio de Troya del cual hablan los poetas», dice Anglería. Puede parecer exagerado. Pero la quema de Medina el 21 de agosto de 1520 dejó una impresión imborrable en la memoria de los castellanos y acabó de inflamar el reino a favor de la causa comunera. «Quemose el monesterio de San Francisco y aquella calle y la Rúa y las Cuatro Calles y la calle de Ávila y mucha parte de la plaza, por manera que se quemó todo lo más principal del lugar», reporta un cronista anónimo. Medina era la capital financiera y mercantil de Castilla, gracias a sus ferias de mayo y octubre, de manera que con la quema «ardió aquel emporio del comercio, donde se conservaban tantas mercancías traídas de las más diversas partes del mundo» y que se guardaban precisamente, de feria en feria, en el convento de San Francisco. La cifra que da Anglería no se aleja de la que estiman los historiadores posteriores: «Se dice que este incendio arrebató a los comerciantes más de trescientos mil ducados». El ataque, «turbión de fuego», situaba al gobierno de regencia como frontal enemigo del reino: «Nunca se vio ni oyó contra infieles tan grande inhumanidad y crueldad», dirán los propios vecinos de Medina en una carta a la Junta de Ávila. La defensa popular de los cañones de Medina en agosto de 1520 tuvo en la imaginación revolucionaria un impacto similar al que tendría la defensa del parque artillero de Monleón en Madrid el 2 de mayo de 1808.32

      El ejército real se licencia y Fonseca huye de la rabia castellana exiliándose a Portugal. Bravo, Padilla y Zapata, con las milicias comuneras de Segovia, Toledo y Madrid, entran triunfantes en Medina. Quedan en pie solo muros, calcinados. Traían orgullo y esperanza para un pueblo postrado, pero que ya se organizaba: «Los vecinos de Medina, quedando más encendidos en su furia que la villa con el fuego, apellidaron luego Comunidad y tomó el pueblo la forma de regimiento que las otras habían tomado». Ya en Las siete partidas (1256-1265) de Alfonso X el Sabio, cimiento legal del reino de Castilla, apellidar quería decir «voz de llamamiento que facen los omes para ayuntarse e defender lo suyo».33

      Pronto la noticia corre y no tarda en llegar a Valladolid, relativamente tranquila hasta entonces por ser sede del gobierno de regencia. En el corazón imperial de Valladolid también vive Pedro Mártir de Anglería, el cronista italiano que dio noticia puntual, como vimos, de la crudeza del expolio. Cuando triunfa la revolución en la ciudad, el humanista vivía en «el dorado palacio del comendador Ribera», que había sido corregidor hasta que, en los días que vamos a relatar, lo depuso la Comunidad y tuvo que exiliarse. Desde que los vallisoletanos oyen lo de Medina, la capital castellana se convertirá en el más firme y radical bastión de los rebeldes.

      El cardenal Adriano y el Consejo, escribe Anglería, «se han visto obligados a agachar la cabeza ante el pueblo». Valladolid ha estallado y la rabia se organiza: «Hay en esta ciudad trece agrupaciones llamadas parroquias, que se reúnen todos los días. La plebe ignorante se burla ya de la gente principal lo mismo que las zorras del león cuando lo ven encadenado y presa de la fiebre; la petulante gentecilla dirige ya sus torvas miradas contra el conde [de Benavente] y el obispo [de Cuenca, presidente de la Chancillería, Diego Ramírez de Villaescusa], lo mismo que contra los demás miembros de la nobleza». La Chancillería de Valladolid mantuvo una ambigua neutralidad durante el conflicto, pero todo parece indicar que de sus oidores y escribanos muchos fueron comuneros: tres fueron exceptuados del Perdón general de 1522 y la Junta respetó escrupulosamente su actividad judicial.34

      Como había ocurrido en otras ciudades insurgentes, el pueblo elige como jefe de la Comunidad a un noble de sangre real que no se atreve a rehusar el puesto, «aunque siente de manera muy contraria al pueblo». En el caso de Valladolid se trataba del infante de Granada, hermano nada menos que de Boabdil, noble cristianizado de la más alta estirpe nazarí. No debe extrañarnos, como veremos luego en detalle, que los comuneros se congregaran a menudo en torno a liderazgos aristocráticos para una insurrección fundamentalmente popular y en gran medida antinobiliaria. Por un lado, dado que los comuneros elegían capitanes, tenía sentido nombrar a aquellos a quienes se les reservaba tradicionalmente la función militar. Por otro lado, una de las formas más seguras de garantizar el triunfo de la revolución era alistar el apoyo de patricios con poder, redes, propiedades y prestigio. La comunidad de Valladolid, sin embargo, no tiene ninguna intención de ceder el poder recién conquistado a un hijo de reyes: «Le ha puesto cinco delegados del pueblo, para que con su consejo rija la ciudad».

      Al igual que Toledo y otras ciudades comuneras, Valladolid también organiza la defensa de la ciudad: «Montan guardia durante la noche, pues temen que inesperadamente caiga sobre ellos algún grupo de soldados al amparo de los nobles». La defensa se financia con la contribución de los ciudadanos, según Anglería: «Barrio por barrio y calle por calle, a título de préstamo van sacando dineros para mantener las guardias». A principios de septiembre se consolida el poder comunero vallisoletano, que desconoce la autoridad de Adriano y del Consejo Real.

      Dos revoluciones hay ya en marcha: una quiere poner orden y gobierno en la situación caótica creada por la ausencia y la corrupción del monarca Habsburgo. Otra quiere alterar para siempre las relaciones sociales y la distribución del poder político: «Las tribus vallisoletanas no piensan en otra cosa que en derribar las casas de los regidores y en extirpar de raíz a todos los potentados, a fin de menear ellos con más libertad esta papilla». Acorralado en su palacio, como el resto de los imperiales, Anglería resume la situación en el reino: «Va cobrando fuerza en nombre de las Comunidades, mientras que al rey le va de mal en peor». El fuego de agosto había traído, tras la siega y a destiempo, una germinación desesperada.35

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