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supergigante, en cuyo núcleo (a 108 grados Kelvin) ocurre la fusión de átomos de carbono y oxígeno para generar calcio, el elemento número veinte de la tabla periódica. Como resultado adicional, en el núcleo se libera una cantidad fantástica de neutrones, protones y partículas alfa (núcleos de helio), que calientan aún más la estrella y producen hierro y níquel. En estrellas pequeñas, el proceso se detiene aquí; para estrellas entre 1,5 a 3 veces el tamaño de nuestro Sol, el paso siguiente es todavía más espectacular.

      Como el combustible de la estrella se consumió totalmente, su núcleo implosiona en apenas un segundo. Así, los núcleos del hierro y níquel se rompen y liberan protones y neutrones. Los protones capturan electrones para formar neutrones y el núcleo completo de la estrella se transforma en una estrella de neutrones. Las capas exteriores de la estrella explotan y forman una supernova, la cual expulsa gran cantidad de material hacia el espacio. Los elementos más pesados, hasta el uranio (el último elemento natural de la tabla periódica), se producen durante la generación de las supernovas. Además, se obtienen las estrellas de segunda generación, una de las cuales es nuestro Sol.

      ¿Qué tiene que ver esto con nuestro origen? Se ha podido comprobar que en nuestro Sol existen rastros de elementos pesados (hierro, principalmente); además, observar las explosiones de supernovas ha permitido detectar que se forman elementos con núcleos más complejos que los de hierro y níquel. Esto permite postular con bastante certeza que nuestro origen, y el de muchos átomos del sistema solar, e incluso varios de los que conforman nuestros cuerpos, son de origen extraterrestre y mucho más antiguos que nuestro planeta, formado hace apenas 4 500 millones de años. Así que una posible respuesta a las preguntas sobre nuestro origen y sobre dónde se encuentran los extraterrestres es muy simple: ¡Los extraterrestres están aquí, en la Tierra, y somos nosotros!

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      La génesis de la física cuántica coincide con el inicio del siglo XX, y un físico alemán dio el puntapié inicial. Su nombre es Max Planck. Antes de Planck, la energía se consideraba infinitamente divisible, al igual que un gramo o un metro pueden dividirse en una serie de unidades cada vez menores (metro, decímetro, centímetro, milímetro, micrómetro, nanómetro...). En forma similar, la intensidad de la luz emitida por un fósforo, el propulsor de un cohete o cualquier otra forma de energía podían dividirse sin límites. La maravillosa idea de Planck fue considerar que la energía debía tener un valor mínimo. En otras palabras, mostró un límite para dividirla. De esta manera, la luz emitida por una vela estaría conformada por pequeñas cantidades mínimas de energía. Planck utilizó el latín para nombrar a esta cantidad mínima o paquete de energía, y patentó la palabra cuanto, que significa “¿qué cantidad?” o simplemente “¿cuánto?”. Este nombre revela que los cuantos son muy muy pequeños y no podemos determinar su tamaño.

      Una vez que el concepto del cuanto se conoció entre los físicos, Albert Einstein le dio “fama internacional”. Lo usó para explicar un fenómeno conocido como el efecto fotoeléctrico, mediante el cual los electrones son desalojados de la superficie de un metal como consecuencia del impacto con fotones (nombre que adquieren los cuantos cuando se trata de la luz) de energía determinada. Siempre y cuando haya una frecuencia mínima, conocida como frecuencia umbral, la intensidad de la luz incidente sobre el metal, que se relaciona con el número de fotones, influirá directamente sobre el número de electrones desalojados del metal. Si mayor es la intensidad luminosa, mayor es el número de fotones y, en consecuencia, el número de electrones desalojados se incrementa. Es como si varias bolas de billar chocaran contra otras cediendo su energía y produciendo movimiento. Para que la explicación del efecto fotoeléctrico funcione, se debe considerar a la luz como una radiación discontinua, que se manifiesta en forma de pequeños paquetes de energía. Esto llevaría a formular el concepto dual, en el cual la luz se comporta como onda o como partícula.

      En 1911 el danés Niels Bohr propuso un modelo atómico en el cual se considera que los electrones giran alrededor del núcleo en órbitas que poseen una energía determinada. Estas reciben el nombre de órbitas cuantizadas y son muy importantes en los procesos de absorción y emisión de energía. Cuando el electrón, en determinada órbita, interacciona con un fotón de energía específica, pasa a una órbita superior mediante un “salto cuántico”; cuando regresa a su órbita normal emite un fotón. Estos procesos explican de forma clara y sencilla los colores que se observan cuando un elemento específico se somete a una llama, tal y como ocurre en los fuegos artificiales. De igual manera, estos conceptos ayudaron notablemente a elaborar semiconductores, que a su vez permiten el desarrollo de los transistores, los circuitos integrados, los microchips y la informática en general. La física cuántica, o mecánica cuántica, permitió el desarrollo explosivo de las telecomunicaciones y la medicina moderna. Nuevos campos como la superconductividad, la microscopía electrónica, la física de las partículas elementales y la física nuclear se han apoyado en la cuántica. Por lo tanto, el valor de los cuantos para la humanidad es realmente incalculable. En síntesis, ¿cuánto vale un cuanto? En una palabra, la respuesta que se me ocurre es: “Muchísimo”.

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      Imagina un mundo en donde no existan fuentes de energía portátiles de larga duración y simple uso. ¿Cómo usarías tu iPod, tu computadora o tu celular? Existen cientos de artículos de uso común que no podrían funcionar sin ellas: una afeitadora portátil, juguetes, relojes, calculadoras, punteros láser, etc. Cualquiera de estos inventos quedaría en nada sin la invención previa del artilugio que los hace trabajar y les entrega energía. Me refiero, por supuesto, a las pilas. La inspiración para construir la primera pila eléctrica fue nada más y nada menos que un animal, específicamente, una rana. Más concretamente: las ancas de una rana.

      Era el año 1786 en la ciudad de Bolonia. Luigi Galvani, un profesor italiano de anatomía y obstetricia, realizaba experimentos en su laboratorio. Un día observó que las ancas de una rana se contraían bruscamente cuando se encontraban cerca de un generador de energía eléctrica. Galvani, intrigado, continuó investigando el sorprendente fenómeno. Colocó ranas sobre una superficie metálica durante una tormenta y obtuvo igual resultado. Concluyó que se encontraba en presencia de “electricidad animal”, es decir, de electricidad almacenada en la anatomía de la rana.

      En 1791, Galvani publicó todos sus experimentos y conclusiones (ahora erróneas) en el libro De Viribus Electricitas, título que no encuentra traducción con sentido en el español actual, pero que se puede interpretar como “De la electricidad vivificante”. Con tal publicación, la fama de Galvani se difundió en forma notable. Uno de sus discípulos y primo suyo, Giovanni Aldini, llegó al punto de experimentar con cadáveres y cabezas humanas cortadas al pie de las guillotinas. Les insertó electrodos y generó las más espeluznantes muecas jamás vistas hasta ese momento. En una ocasión el ojo izquierdo del rostro de un cadáver se abrió de una manera espantosa. Algunos de los asistentes a la experiencia comenzaron a gritar y llorar, temiendo que el hombre volviera a la vida y tuviera que ser ejecutado por segunda vez. Uno de los asistentes quedó tan impresionado por tal espectáculo que sufrió un ataque cardiaco y murió en forma instantánea.

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