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trabajo que a ti, y el publicarlo con mi firma puede costarme un fracaso literario.

      —¡Qué tontería! ¿Por qué?

      —Pueden encontrar que es un libro malo, y no dar nadie fe a mis explicaciones; pueden creer que Leguía es un ser fantástico.

      —¡Bah! De otros libros también te habrán dicho que son malos.

      —No, no lo creas. Esas son voces que hace correr el vicario.

      —Quizá digan que las Memorias de Aviraneta es lo mejor que has publicado.

      Yo protesté de esta idea despectiva que, en general, suele tener la familia del talento literario de sus miembros. Realmente, se puede creer, sin dificultad, que un pariente sea un buen carpintero, un buen abogado, un buen médico; pero que sea un buen escritor, es cosa inaceptable, a no ser que se haya muerto hace bastantes años.

      —No, no; si yo creo que eres un buen escritor—me dijo Dama Úrsula, con su dejo de ironía—; por eso quisiera que publicaras tú esas Memorias.

      —Pues yo no estoy decidido a firmar un libro que no he escrito.

      —Pon algo de tu cosecha; inventa aventuras, otros personajes...

      —Eso no es tan fácil.

      —¡No ha de ser fácil! No digas tonterías... ¡Para un hombre tan despejado como tú! Conque ya sabes, si quieres le diré a la Joshepa Iñashi que te lleve los papeles de Leguía a tu casa.

      —Bueno, está bien.

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      Se fué mi tía Úrsula, y al día siguiente se presentó la sacristana con tres cuadernos gruesos, de papel de hilo, atados con una cinta de color de ala de mosca.

      No sé cuánto tiempo los tuve arrinconados, hasta que una vez, convaleciente del reúma, cogí el primer cuaderno y lo empecé a leer.

      A veces el texto se interrumpía, y había intercalados en él recortes de periódicos, cartas y proclamas.

      Me pareció, a pesar de mi tendencia antihistórica, que algunas cosas no dejaban de tener interés.

      Sospechando si Leguía se habría dedicado a fantasear, intenté comprobar los datos y las fechas de sus cuadernos.

      Consulté algunos libros grandes, por lo menos de tamaño, que se ocupan de historia de España, y, en general, encontré poca cosa de mi asunto.

      El ver que en estas Memorias se transcriben páginas de folletos publicados por Aviraneta, y el ir comprobando otros detalles, me hizo creer en la autenticidad de la narración.

      Me dirigí, buscando esclarecimiento, a dos o tres especialistas en historia de nuestras revueltas políticas, y me contestaron rotundamente que Aviraneta no aparecía en ellas hasta el año 33.

      Sin embargo, yo lo había visto en la narración de Leguía peleando, a las órdenes del cura Merino, contra los franceses, desde 1809; en el año 21, ya como oficial, luchando contra el cura, su antiguo jefe, escribiendo en la misma época en El Espectador, el periódico de los masones, dirigido por don Evaristo San Miguel, y después trabajando con el general Empecinado, para salvar la Constitución, el año 23. Luego le había encontrado en Grecia, con lord Byron; en Méjico, en la expedición del general Barradas, y en 1830 a las órdenes de Mina.

      Los acontecimientos de la vida de Aviraneta desde 1833 se encuentran en los libros viejos y en los periódicos de la época. La mayoría de los que hablan de él consideran a Aviraneta como un canalla y un traidor.

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      El famoso Aviraneta, el célebre Aviraneta, así le llaman los papeles de su tiempo, era un infame, un bandido, un miserable. ¿Por qué? Aviraneta era uno de esos hombres íntegros personalmente, que buscan los resultados sin preocuparse de los medios; Aviraneta era un político que creía que cada cosa tiene su nombre, y que no hay que ocultar la verdad, ni siquiera aderezarla.

      En las sociedades anémicas, débiles, no se vive con la realidad; se puede poner la mano en todo menos en los símbolos y en las formas. Así, los reyes y los conquistadores se han llegado a reir de lo humano y de lo divino; pero han tenido que respetar las ceremonias y los ritos. El cinismo contra el ceremonial es el que menos se perdona.

      Aviraneta quiso ser un político realista en un país donde no se aceptaba más que al retórico y al orador. Quiso construir con hechos donde no se construía más que con tropos. Y fracasó.

      Entre tanto charlatán hueco y sonoro como ha sido exaltado en la España del siglo xix, a Eugenio de Aviraneta, hombre valiente, patriota atrevido, liberal entusiasta, le tocó en suerte en su tiempo el desprecio, y después de su muerte, el olvido.

      Si hoy pudiera enterarse de ello, probablemente no le preocuparía gran cosa. El vivió su época, con sus odios y sus cariños, con sus grandezas y sus ñoñerías, y vivió con intensidad. No debió dar gran importancia al mundo del pasado ni al mundo del porvenir...

      Después de leer los cuadernos de Leguía y de orientarme un poco en la historia contemporánea española, ya algo encariñado con el tipo de Aviraneta, no sé si por razón de parentesco familiar y espiritual, o por verlo tan maltratado en algunos libros viejos, me determiné a publicar estas Memorias.

      Llena los huecos que había dejado Leguía en su relato, ajusté la narración a un orden cronológico más riguroso, cambié el orden de los capítulos e intenté explicar los pasajes obscuros.

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      Ahora ya casi no sé lo que dictó Aviraneta, lo que escribió Leguía y lo que he añadido yo; los tres formamos una pequeña trinidad, única e indivisible. Los tres hemos colaborado en este libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola.

      Un filósofo que tenemos en el pueblo, José Antonio Iriberri, dice, y yo no sé de dónde lo ha sacado, que en la realización de las cosas hay tres períodos, que él llama hipóstasis: la idea, el ser y el llegar a ser.

      En la realización de este libro, la idea ha sido Aviraneta; el hecho, Leguía, y el advenimiento, yo.

      Ya concluído el trabajo, en pleno advenir, como diría Iriberri, mandé copiar las Memorias, y con la copia fuí a casa del editor.

      Este, al ver, en la cubierta el nombre de Leguía, torció el gesto, creyó que era de un poeta modernista, y dijo que no le resultaba. Entonces yo, pensando en el deseo que tenía mi pobre Dama Úrsula de ver publicadas las Memorias éstas, decidí aparecer como autor, y para que no me remordiera del todo la conciencia, añadí al texto algunas digresiones, que no llamo ligeras, porque es posible que al lector le parezcan pesadas, con el objeto de darme cierto aire de hombre erudito y de lucir la vastedad de mis conocimientos históricos, filológicos, antropológicos y políticos.

       PELLO LEGUÍA

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       CAMINO DE LAGUARDIA

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