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No te preocupes, vengo a comprobar cómo estás. Déjame que busque la luz primero...

      Sor Antonietta era algo así como la doctora del orfanato. Digo algo así porque no tenía ningún título ni había estudiado en ninguna parte. Todo lo que sabía lo había aprendido leyendo libros o a partir de la experiencia en la abadía. Había curado a muchos chicos y sabía de medicinas naturales lo suficiente como para ayudar a que sobreviviéramos, aunque si la cosa se ponía seria, había que llamar al médico del pueblo. Los niños pequeños no suelen pasar de las gripes y las rodillas peladas, así que por lo general sor Antonietta cumplía bien con su trabajo. Sin embargo, la pobre mujer cargaba ya con muchos años a la espalda, y aunque solía decir que se encontraba como una rosa todos sabíamos que había perdido tanto de vista como de oído. Esto era algo de lo que yo, desde luego, podía aprovecharme.

      —¡No, no! ¡No encienda la luz! Me molesta su brillo. Y además mi compañero de habitación ya está dormido.

      —Ay, hijo. Qué buen amigo eres.

      La monja comenzó a caminar de forma torpe en mi dirección, con cuidado de no tropezar con nada. Dejó la lámpara de gas que había traído y usado para alumbrarse en la mesa de noche de Stefano, y acto seguido noté cómo el colchón se hundía notablemente por su peso.

      —A ver, déjame que te eche un vistazo —dijo, acercando su rostro al mío. Entrecerré mis ojos tratando de evitar que viera que mi ojo izquierdo es verde y el derecho azul—. ¡Pues sí que tienes mala cara! —Llevó su regordeta y fría mano a mi frente, así que comencé a temblar y a rechinar los dientes—. ¡Y estás temblando! ¡Menuda noche vas a pasar!

      Acercó sus dedos a mi mandíbula, seguro que buscando un punto de dolor. Me recordó a cuando el año anterior tuve anginas, así que en cuanto tocó mi piel deduje que tenía que fingir que me dolía. Y así lo hice.

      —¡Ay, ay!

      Ella retiró las manos refunfuñando. No pareció importarle no haber podido tocar apenas nada, ya que con mi numerito había sido suficiente.

      —Ya me lo temía yo. ¡Tienes las anginas inflamadas! Todos los chicos os ponéis enfermos de lo mismo en esta época. ¡A ver si os entra en la cabeza que tenéis que llevar la chaqueta encima siempre!

      —Sí, signora.

      Colocó una botella de agua junto a su lámpara de gas, un vaso de plástico que debía haber visto muchos años y un salero.

      —Bebe mucha agua y cada dos horas haz gárgaras con sal. Y no te olvides de mezclarla con el agua, ¡que hay que decirlo todo!

      —Sí, signora.

      —Mañana descansa todo el día y vendré a verte después de que vayas a comer, porque irás a comer, ¿me oyes?

      —Sí, signora.

      —Avisaré a sor Francesca de tu estado, y si necesitas ir al baño..., aquí tienes —colocó un cubo de plástico junto a la cama. No tuvo que decir nada más para que entendiera a qué se refería—. ¡Y deja de repetirte como un disco rayado!

      —Sí, signora.

      ***

      Cinco minutos después de que sor Antonietta se marchara decidí que ya no había moros en la costa y me levanté.

      Volví a calzarme, me ayudé con el alféizar para engancharme a la pared y comencé a descender poco a poco. Una vez con los pies en tierra, me sacudí las manos y me dediqué un segundo a pensar dónde iba a ir primero.

      Hans había dicho que iba a acompañar a Stefano hasta el orfanato, así que lo mejor era acercarme hasta su casa y comprobar si él y Elena se encontraban allí. Si era así, Paolo solo se habría llevado a Stefano. Y si no había nadie, toda mi pandilla estaría desaparecida con bastante probabilidad.

      En apenas unos minutos llegué a la calle de los hermanos, donde dejé de correr para no ahogarme. Con movimientos rápidos, trepé como tantas otras veces por las enredaderas y entré por la ventana. Procuré no tocar la pared; parecía seca, pero no iba a arriesgarme.

      —¿Hans? —pregunté, totalmente a oscuras. Busqué a tientas a mi amigo sobre su cama, pero allí no había nadie. Me di la vuelta y caminé despacio hacia la puerta.

      Fuera, en el pasillo, no se oía nada. Sin duda, el Coronel no estaba en casa. Me dirigí hasta el cuarto de Elena de puntillas y entré sin hacer ruido.

      —¿Elena? —pregunté susurrando.

      —¿Enzo? —respondió una voz. La luz de la luna que se colaba por la modesta ventana me dejó ver cómo la chica se sentaba sobre su cama y estiraba el cuerpo para buscar un interruptor. Cuando la habitación se iluminó, alcé una mano para tapar el exceso de luz—. ¿Qué haces aquí?

      Me acerqué a ella y la abracé sin pensarlo dos veces.

      —¡Ah, Elena! ¡Estás bien! —Me aparté encontrándome con su mirada interrogativa—. Stefano no ha vuelto al orfanato y no he visto a Hans en su cuarto.

      —¿Qué? —preguntó ella sacando las piernas de debajo de las sábanas y metiendo los pies en sus zapatillas de conejitos blancos—. Le he dicho a mamá que Hans se quedaba a dormir en casa de un amigo del colegio. Pensaba que estaría con vosotros. ¿Dónde pueden estar?

      —Pues no lo sé —mentí, pero de poco serviría contarle a Elena que pensaba que los había raptado mi fantasma. Sonaría como un maldito loco y podría llegar a asustarla—. ¿Cuándo los visteis por última vez?

      Elena guardó silencio mientras hacía memoria.

      —En las afueras, junto al bosque. Nos separamos allí. Kat y Alessa me acompañaron a casa y ellos dos tomaron el camino.

      El camino. Cazzo. Justo donde había conocido a Paolo. Cada vez tenía más claro que quería tirarme de los pelos hasta quedarme calvo.

      —Bene. ¡Seguro que no es nada...! Iré a buscarlos y...

      —Voy contigo —contestó rápida Elena, y fue hasta su armario para buscar la ropa adecuada.

      —¿Qué? No, ¡de eso nada! Podría ser peligroso, Elena. El bosque a estas horas...

      —He dicho que voy contigo —reiteró, girando su cuerpo para mirarme directamente a los ojos—. Hans es mi hermano y Stefano mi amigo. Espérame abajo mientras me visto.

      Podría haberme marchado. Podría haberla dejado allí y largarme a buscarlos por mi cuenta. Pero sabía que sería una tontería. Elena no me lo perdonaría, y corría el riesgo de que, si la plantaba, ella sola fuera en busca de los chicos perdidos. No me fiaba; no de ella, sino de Paolo. Dos amigos míos desaparecidos ya me parecían suficientes.

      Al cabo de cinco minutos vi a Elena salir por su propia ventana. Con una agilidad envidiable, descendió por las enredaderas hasta aterrizar a mi lado. Había traído una pequeña mochila rosa, que se descolgó de la espalda el tiempo necesario para sacar de dentro una linterna casi más grande que ella.

      —Por aquí —me dijo, emprendiendo la marcha. Guardé mis manos en los bolsillos y me mantuve a su lado, mirando con nerviosismo en todas las direcciones al menor sonido que escuchara.

      No sé si era cosa de mi imaginación, pero el ambiente era frío. Muy frío. Tanto como para que me apeteciera volver al orfanato y meterme bajo las mantas.

      Elena me guio hasta el lugar exacto en el que se habían despedido de los chicos y buscamos con ayuda de la linterna algún rastro de ellos. Por fortuna para nosotros, el suelo todavía estaba humedecido por la lluvia de aquella tarde, así que sería mucho más fácil encontrar algo. Vimos mis apresuradas pisadas, que se alejaban del orfanato en dirección al pueblo. También pudimos encontrar las pisadas de otros dos pares de pies, unos más grandes que identificamos con Hans y otros más pequeños y frecuentes, que adjudicamos a las cortas piernas de Stefano.

      —Son ellos dos —afirmó convencida

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