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que, junto a un bergere y mis novelas decimonónicas, eran lo único que había traído de mi antigua vida.

      No modifiqué nada de mi cuarto infantil. La misma cama de una plaza, el mismo velador con teléfono fijo que compartíamos con mi hermana. No iba a alterar ese equilibrio. Yo estaba de tránsito; lo que menos quería era incomodar.

      Por suerte mi familia es sociable y no se complicó cuando llegaron mis amigos artistas, cuya agenda era bien holgada, por lo que comenzaron a visitarme diariamente, alargando cada vez más sus estadías. Todos de cuarenta y tantos, también habían vuelto con sus padres, porque eran mayores y alguien tenía que cuidarlos, o quizá, porque habían descubierto, tal como yo, lo cómodo que resulta ser hijo cuando ya se debe ser padre. Como los hermanos Ureña, ambos alcohólicos, uno narrador, el otro poeta, quienes profitaban de la jubilación de su madre, que no paraba de decir “Pobres, tanto que sufren”, cuando en realidad estaban de maravilla. O Jerónimo, quien regresó con sus padres para dedicarse por completo a su vocación de ecodocumentalista y mimo. Pasaba sus días ideando proyectos que nunca verían la luz y haciendo su críptico espectáculo afuera de un museo en el barrio Lastarria.

      Comencé a acostumbrarme a recibir a mis amigos y a los placeres de un hogar constantemente habitado: exquisitos aromas salían de la cocina y alguien siempre estaba pendiente y atento, partiendo por Martirio –ucraniana, ortodoxa como nosotros–, sin la cual la familia no estaría completa.

      Decir que mi nuevo escenario no me agradaba sería injusto y deshonesto. Porque, si bien había perdido las licencias de mi departamento de soltera, gané los encantos de la dependencia, que no me venían nada mal luego de veinte años de esfuerzo, voluntarismo y autonomía.

      Cada lunes mi norte era el escritorio de mi padre, pero como mi ya escaso aporte se había reducido drásticamente –“No te exijas”, me decía cuando me veía llegar arrastrando la pata– me sobraba mucho tiempo, que administré sin remordimiento entre el descanso y la tertulia. Hasta que me dieron el alta y no tuve excusas para despertar pasadas las once, ponerme un buzo, trenzarme el pelo y quedar desocupada.

      Así me lo dio a entender mi madre, quien, al verme recuperada, no dejó pasar lo que siempre le pareció un deber irrenunciable: ir a misa cada domingo. “¿Tienes otra cosa que hacer?”, me preguntó irónica la primera vez que quise negarme. Después de eso, me levantaba temprano –el único día de la semana– y pensaba en qué ponerme –también el único día–; según mamá, Dios lo da todo y lo mínimo es ir a verlo bien vestida.

      La segunda vez que intenté excusarme me preguntó lo mismo, pero sin ironía, quizá esperando que le dijera que acompañarla a misa ya no era mi única actividad. Por eso le dije que sí, aunque fuese mentira, aunque fantaseara de vez en cuando con esguinzarme el otro tobillo y así justificar la apatía, el creciente ostracismo, del que, sin embargo, me vi forzada a salir días después, mientras divagaba por Instagram.

      Gente que me caía mal, muebles de cocina y, ¿seis grados de separación?, Lucas con mis antiguos colegas –con todos, porque a la única que echaron de la editorial fue a mí–, muy felices posando en el restaurante de la foto que, por cierto, tomó mi amiga, la que nos presentó: “El delfín ha vuelto a aguas chilenas”, seguido por los emojis de delfín, de ola y de risa a carcajadas.

      “El infierno son los otros”, dijo Sartre y yo le encontré razón en ese instante, con las campanas de alguna iglesia señalando el mediodía, en mi cama infantil, el pelo enmarañado y una mueca desencajada. Quizá así me veía el resto; un monstruito, fracasado en sus cuarentas, miserable. ¿También mis perros me verían así? Pobres, mordían calcetines de puro aburridos. Bridget me lanzó uno a la cara. Lo esquivé y la llamé al orden. Ella se subió a mi lado y Braulio la imitó, dejándome al centro de un estrecho, pero plácido nido. Les di un beso a cada uno y tres golpecitos a mi codo.

      Saltaba de una idea a otra, acariciando la cabeza de Braulio y Bridget. Quizá pensaran que esa misma reflexión podía hacerla en el jardín, con ellos corriendo libremente tras una pelota. Tal vez por eso pusieron sus gordas patas delanteras sobre mi pecho. Primero Braulio, luego Bridget. Las retiré con cariño al sentir que se enredaban en mi medallita de la Virgen de Guadalupe, que llevo en el cuello desde que Perpetua me la regaló para mi bautizo católico. Doble ración por ser hija de ortodoxos practicantes en un país que profesa mayoritariamente otra fe, como lo hizo ver entonces mi tía, la única católica de la familia.

      Mis perros repitieron el gesto, esta vez sobre mi mano aferrando a la Guadalupana, como le decimos sus devotos y ya no tuve dudas. Era una señal. No podía seguir hibernándome la vida, debía retomar las riendas y revertir mi suerte, pero para eso necesitaba un milagro. Uno que iría a pedir a su basílica, a los pies del cerro del Tepeyac, en Ciudad de México. Sí, México; de ahí había salido Lucas para desestabilizarlo todo y hasta ahí peregrinaría para implorarle a Nuestra Señora que disolviera el hechizo y me devolviera a la antigua María Inmaculada.

      IV

      Hay que ser práctica en la vida y yo soy práctica. Por lo mismo pensé que, ya que iba a estar en tierras aztecas, podía volar hasta Guadalajara y darme una vuelta por la Feria del Libro, que en esa versión tendría a Chile como país invitado de honor, en una dinámica que incluyese misticismo y proacción, todo en un mismo voucher.

      Volver a la feria después de mi despido, sin ninguna oferta de trabajo de la que jactarme, era de una temeridad tremenda, pero estaba desbordada de energía y quería volver a la FIL, exhibirme; incluso, socializar. Sin embargo, para esa versión no contaba con invitaciones de ningún tipo –las noticias vuelan a la velocidad de la luz en el mundo editorial–, por lo que le escribí un correo a Trini Juárez, la jefa de comunicaciones del encuentro, una mexicana tan dulce como diligente –un alma compasiva, como diría Perpetua– y le pedí que me acreditara en todas las fiestas posibles; sabía que mis mejores armas de seducción florecían en un escenario festivo, pero de trabajo.

      Pocos días después de mi epifanía, ya tenía comprados los pasajes y hecha la reserva del hotel en Guadalajara. Faltaba la segunda parte de la preparación: yo. Pedí una hora con el dermatólogo que oxigenaba mi piel, instalé una bicicleta elíptica en el segundo piso, en el pasillo que separa mi habitación de la sala de lectura, y comencé a ejercitarme treinta minutos diarios. Faltaban tres semanas y tenía claro que a la FIL debía llegar guapita, con rostro saludable y nívea sonrisa. Eso. Ir al dentista para una limpieza.

      Hasta que llegó el día. Jerónimo me fue a visitar pocas horas antes de mi partida. Estaba particularmente feliz. Venía de una función en el GAM. Adentro del centro cultural, no afuera y sin público como era la norma. Por falta de financiamiento para sus documentales había cambiado de estrategia y transferido la lucha ecológica a su performance como mimo. Y había resultado; luego del asombro inicial, los asistentes aplaudieron cuando sacó un pescado podrido de una bolsa plástica, le arrancó la cabeza con los dientes y se las escupió.

      –Este será un panorama completo, Mel, un revival laboral y un descanso cultural –me dijo dramático, aún en personaje, con la cara pintada y los suspensores de buena calidad que le prestó su padre. Luego acercó su silla a la mía. Tenía esa costumbre; sentarse al lado, nunca al frente, aunque en ese caso se justificaba, ya que la vista que teníamos del jardín desde mi rincón preferido era la mejor.

      No tardó en llegar Martirio con té y galletas de jengibre, las favoritas de Jerónimo.

      –Gracias, Martirio –le dijo luego de dar el primer sorbo a su aromática bebida–. Se nota que usted comprende el desgaste que implica ser artista.

      Ella, como siempre, no respondió, solo lo miró desde lo alto con expresión austera, la misma que manifestaba su ropa y su delgado cuerpo. Nada en su apariencia hacía pensar que era generosa con las porciones y los aliños, nada, salvo sus inmensas manos, que me habían alimentado por décadas.

      Me habría encantado contarle a Jerónimo el propósito de mi viaje, pero hubiera sido inútil, ya que él no creía en los milagros. Así que me remití a la lógica: era hora de volver al mundo editorial y qué mejor que partir por su epicentro, Guadalajara.

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