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      Mel, ¿qué pasó?

      ¿Por qué te fuiste?

      Hablemos.

      Es verdad lo que dije, María Inmaculada.

      “Nunca te dejaría sola”. Qué colosal promesa para alguien que me ha visto dos veces. Silencié el WhatsApp y caminé hacia la esquina. Comenzó a lloviznar. Me devolví al edificio de Lucas, pero las luces de su loft se habían apagado, salvo una muy frágil, apenas perceptible. ¿La vela aromática derritiéndose en su velador?

      Cuatro goterones fríos –dos con los ojos abiertos, dos con los ojos cerrados–, y después, la lluvia torrencial. Cancelé mi taxi. Una señora con abrigo de visón abrió su paraguas y dejó entreabierto para que yo ingresara. Subí por las escaleras y llegué sin aire a la puerta de Lucas. Golpeé tres veces, que al instante parecieron una alerta. Traté de revertir el peligro con mi puño y mi codo, pero no lo logré. ¡Esto iba a acabar mal! Tres golpecitos más. ¿Al codo? ¿A la puerta? Por suerte, a la puerta no. Miré por el ojo mágico como si fuera a ver algo de lo que ocurría tras el lente, pero lo único que encontré fue a mí misma, poco después de cumplir doce. Un chocolate con forma de sapo para acompañar la lectura. Abrir el envoltorio y sentir la “imperiosa” necesidad de ir a comprar otro y regalarlo. Idas y venidas al quiosco de la esquina. Mi primera visita al siquiatra, confesarle que por las noches no lloraba de pena, sino de rabia, porque no podía evitar repetir acciones y mientras más repetía, más se distanciaban las amigas del instituto y más brutos se ponían los chicos del colegio de enfrente.

      A insistencia de mis padres terminé convidándolos tres años después a mi presentación en sociedad, una mega fiesta que se instaló en el jardín encarpado, con mozos, manteles hasta el suelo y un DJ.

      Hay desgracias ajenas que generan risa –espontánea, burlesca o maliciosa– y Lucas se iba a reír, como mis invitados esa noche. Algunos, incluso, se pusieron a imitarme, mi galán entre ellos, en vez de darme las gracias –¡con todo lo que comieron!– y si no las gracias, al menos no vomitar sobre los arbustos, como lo hicieron a la salida. Lucas no iba a entender –yo necesité años de terapia para hacerlo– y se iba a reír. Eso es lo que más me dolía.

      Cuando escuché que se acercaba, opté por el ascensor. Las puertas se estaban cerrando. Introduje mi mano, la saqué, la volví a meter y me apreté bien fuerte. Después se abrieron –las muy caprichosas– y marqué el primer piso. Me revisé la mano. No había sangre. Punzaba, pero no iban a quedar cicatrices.

      III

      Hay momentos en que el anhelo por el otro supera las resoluciones o los acuerdos –yo me había ido, pero Lucas también me había dejado partir–, por eso le mandé un mensaje poco después de nuestro encuentro. Para que nos viéramos. Retomar el deseo que quedó, el baile que recién comenzaba. Él contestó con educación y después vino el silencio. Uno largo en que mi editorial se fusionó con la suya y perdí mi empleo, por eso volví a llamarlo, el mismo día de mi cumpleaños –y se lo dije: “Estoy de cumpleaños”–, pero Lucas no manifestó asombro, solidaridad o parabienes, salvo por el “Te deseo lo mejor” final. “Gracias”, le respondí, sin entender cómo ser abandonada recién desempleada y estrenando la cuarentena podía ser lo mejor para mí.

      La reacción de Lucas tornó frágil mi espíritu, por lo que, sin ninguna entereza, agarré a mis perros y me fui pateando piedras hasta la casa de mis padres que, “¡Sorpresa!”, me habían organizado un almuerzo con mi hermana Aurora, su marido y sus dos hijos, nuestra nonagenaria abuela paterna y Perpetua, la tía mística que cuida de ella en un chalecito adorable al final de la propiedad.

      Después de soplar las velas –dos, un cuatro y un cero– nos instalamos en el living a abrir mis regalos y conversar un café, salvo por mis sobrinos, tan absortos en sus celulares que ni se inmutaban cuando Braulio y Bridget dejaban a sus pies las cintas de papel para llamar su atención.

      Una vez que todos se retiraron, mi padre me pidió que lo acompañara a su escritorio. Tuve la esperanza de que me entregaría las llaves de un auto o los primeros aportes para un fondo mutuo, ¿un crucero por el Adriático?

      Nada más lejos. Bastó que nos sentáramos para que iniciara un largo monólogo sobre la familia, “sin la cual no somos nada”.

      –Estoy cansado, María Inmaculada –concluyó, mirándome con dulzura–. Con tu madre queremos disfrutar nuestros últimos años, pero para eso alguien debe hacer el relevo.

      “Alguien” era una forma respetuosa de decirme que ahora que estaba desempleada podría preocuparme un poco del erario familiar que, a fin de cuentas, íbamos a heredar mi hermana y yo, pero ella estaba demasiado ocupada siendo madre, médico y esposa.

      A papá le gustaba recordarnos lo que teníamos –“En caso de emergencia, siempre hay que saber”–: la casa, las joyas que se adquirieron en los tiempos buenos y la propiedad de Dieciocho, en el centro de Santiago, que antes fue nuestra paquetería y luego se transformó en una galería comercial administrada por mi padre y su hermana Perpetua, hasta que la abuela se hizo viejita y mi tía tuvo que cuidarla.

      –Seguirás siendo una persona exitosa, Mel, aunque en un rubro distinto –añadió mamá, quien apareció justo cuando tenía que hacerlo y utilizando mi apodo, como suavizando el asunto, brindándole un toque amigable a la responsabilidad.

      Regresé a mi departamento más conflictuada que a la ida. A la pena por lo de Lucas se sumaba la propuesta paterna, una oferta excelente que, sin embargo, implicaba dejar mi profesión. Aunque tampoco iba a ser fácil encontrar trabajo como editora de novelas románticas, donde había cosechado mis mayores logros y, básicamente, para lo único que me llamaban.

      No era tan malo, después de todo, probar con mi padre y ver qué ocurría. Con ese espíritu, tres días después, crucé el umbral del hogar que me vio nacer, una construcción espaciosa, tan sólida como noble, que pasaba desapercibida entre los recovecos de Guardia Vieja, a unas cuadras de Providencia y que en adelante sería mi nueva oficina. Llegué a las ocho en punto y no utilicé el juego de llaves que siempre llevaba conmigo, sino que toqué el timbre para darle a mi entrada el dejo formal que la ocasión requería. Aún faltaba media hora para que papá fuera a su despacho, pero ese margen, que ocuparía en desayunar con él y mamá, era uno de los primeros beneficios de trabajar en familia.

      Al principio estaba llena de ideas que quise compartir con mi padre, quien las rechazó todas por arriesgadas, poco prácticas o ilegales, después de lo cual me remití a organizar archivos, a resolver temas de cañerías y filtraciones con los locatarios y a tomar mensajes cuando él se encontraba en alguna reunión importante. Lo hacía sin quejarme, aunque siempre pensando en cómo podía impresionarlo. Hacer que se sintiera orgulloso de mí.

      Un día que salió temprano fui a su escritorio y redacté un cese de contrato bien holístico para una arrendadora que hacía meses pagaba con lo que había en su tienda: inciensos, budas y mandalas. Imprimí el texto y lo corregí con la pluma de mi padre. Todo iba perfecto hasta que cayó una gota de tinta sobre su segundo apellido. De inmediato lo interpreté como un mal augurio. ¿Se iría a enfermar la abuela? Quise borrar la mancha, aunque fuera la última letra. Una a de vida, pero también de así es la vida, como te dicen cuando cuentas una desgracia. A de gota, a de desesperada. Remarqué sobre la letra y quedó más desfigurada. No supe cómo darle dignidad así que opté por un sol, una luna llena circundada por rayos abundantes.

      –Es esperanzador –dijo mi padre algo confundido cuando terminó de leer el documento.

      Después de eso, no insistí en demostrarle mis capacidades, por lo que mi jornada continuó siendo una seguidilla de horas vacías, de rondar por la casa mientras todos parecían ocupados. Me inscribí en clases de flamenco. Tres veces a la semana. En la academia, las veinteañeras se exigían hasta alcanzar la postura perfecta. Yo no quería ser menos, así que me esforcé el doble, pero terminé con un esguince de tobillo; tres semanas con bota y reposo relativo que yo, precavida, extendí a seis. Entonces mi madre me dijo que no podía vivir sola en esas condiciones, que

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