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de la Universidad de Chile, según me informé más tarde.

      Al atardecer la locomotora, resignada, jadeó iniciando su travesía hacia Ollagüe, en la frontera con Bolivia. Yo, solo pensando en la guerrilla, imaginándome con algo de barba y un fusil, fotografía en los diarios donde mis amigos, y sobre todo mis amigas, me verían con estupefacción diciendo: “Pero, si es el Bruno, el de la calle Florencia” ... Ensimismado en mi fantasía, me despabilé cuando se sentó a mi lado, bien apretadita, una mujer morena, bellísima, con gruesos bototos y una mochila impresionante, que iba camino a La Paz. El vagón era un caos de bultos, gente, gallinas cacareando con sus patas atadas con pitilla, sacos de papas, fardos... todo amontonado en un desparramo incontrolable, mientras el tren ascendía hacia los 5.800 metros sobre el nivel del mar.

      Unas horas después de la última parada el tren enfiló hacia el salar de Ascotán. Casi congelados cruzamos por el Salar de Carcote, y por fin apareció la comunidad quechua de Ollagüe. Durante el ascenso el frío comenzó a hacer estragos entre los pasajeros, así es que nos arrimamos en los duros asientos. Carmen –así se llamaba ella– apoyó su cabeza en mi hombro y naturalmente nos fuimos abrazando. A altas horas de la noche cordillerana, en el vaivén entrecortado del tren que avanzaba lento y a tirones, semidormidos nos besamos en los labios y hasta el amanecer nos ronroneamos sin hablar, sólo acariciándonos.

      Después del mediodía, cruzando el salar de Uyuni, el tren empalmó hacia el norte, franqueamos el Río Márquez y los poblados de Challapata, Pasna, Poopo y otros que anoté en mi libreta de viaje, siguiendo el ejemplo del Che. Finalmente arribamos a Oruro, y desembarcamos en la ruinosa estación de ferrocarriles construida a fines del siglo diecinueve. El carnaval andino estaba en su apogeo y las sinuosas calles conmocionadas por danzantes con máscaras diabólicas de grandes cuernos, afilados dientes y minúsculos trozos de espejo incrustados en los ojos sobresalientes como globos que emitían brillos alucinantes. Vestían trajes engalanados con lentejuelas y plumas multicolores, y ropajes ancestrales de indescriptible colorido. Todo inmerso en un bullicio descomunal de cajas, tambores, trompetas, tarcadas y lluvia de challas y serpentinas a granel. En cada vereda de las empedradas calles y bajo toldos improvisados se comerciaba de todo: comidas, fritangas, baratijas, amuletos, fuegos artificiales, ekekos para la abundancia, hojas de coca...

      Los compañeros de Carmen, una pareja de franceses y yo encontramos una posada de última categoría aledaña a la plaza de armas, y arrendamos dos desencajados cuartos sin ventanas que contaban con ocho camastros cada una y dos camarotes tambaleantes. Luego se desmontaron las mochilas y cada uno partió entusiasmado a sumergirse en el carnaval. Una hora después regresé a cambiarme la camisa, porque la caminata y los agobiantes 39 grados de calor la habían transformado en estropajo. Carmen, silenciosa, estaba ahí rearmando su mochila. Se tendió de espalda en una de las camas y me miró sonriente. Comprendí el mensaje, me tendí con suavidad sobre ella y comenzamos a besarnos y tocarnos, pero, sin previo aviso, irrumpió la pareja de europeos a la pieza.

      –Pagdon –exclamó sin mucho convencimiento el francés, un flaco barbudo y se acostó con su pareja en el camastro de al lado.

      Carmen y yo nos quedamos quietos, aguardando no sé qué. A los dos minutos comenzaron los suspiros, los quejidos, el crujidero del catre de los franceses. Entrecerrando los ojos nos miramos con Carmen, que alzó las cejas y –con la timidez propia de los subdesarrollados– nos paralizamos invadidos por el pudor.

      –Para otra vez será –le susurré al oído.

      Ella, mujer realista, me contestó también al oído:

      –No habrá otra vez. –Y me hizo señas con su mano en mi espalda para que nos levantáramos. Transpiré de nuevo la camisa limpia, y mientras me cambiaba, Carmen comenzó a besarme el pecho, los brazos. Haciendo oídos sordos a los franceses que continuaban su quehacer ruidoso, nos tendimos en otra de las camas distanciada de la pareja ardiente, que al parecer habían entrado a la etapa resolutiva, solté su sostén, le besé los senos... La puerta se abrió violentamente e irrumpieron en tromba los compañeros de Carmen, quedando atónitos. Ella rompió a llorar y se tapó la cara con la colcha. Le cerré la blusa y nos levantamos sin mirar al grupo que permanecía estático.

      –Bueno... ¿qué pasa? –les dije, ya que me ojeaban con aire hostil.

      Antes de tener respuesta, los gemidos de la pareja francesa llegando al clímax hicieron que todos saliéramos arrancando de la pieza. Fue la última vez que vi a Carmen.

      –No puedo seguir contigo a La Paz. Voy hacia otro lado –le confesé. Y estuve a punto de contarle que me iba a la guerrilla del Che, pero mantuve cerrada la boca.

      Aún conmocionado por los amores incendiarios que surgen de los viajes, continué mi travesía a dedo para recorrer los 200 kilómetros y algo más hacia la siguiente ciudad.

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