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todas las experiencias posibles, sino porque me permiten estudiar la estética musical a partir de sus discontinuidades. Me parece que la arqueología es una herramienta acertada porque posibilita un acercamiento (sin querer imponer un orden inamovible) a ese espacio heterogéneo en el que los discursos se confunden y se distancian, se embrollan y desatan, se someten y liberan.

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      A continuación, comparto el camino que he trasegado hacia una arqueología de la música. Para ello empleo la lectura de tres campos discursivos y los relaciono con Les mots et les choses. Me detengo, especialmente, en los paralelismos —o isomorfismos— entre la arqueología del lenguaje y el pensamiento en torno a la música. Teniendo presente que no pretendo describir un dominio tan amplio de prácticas, de discursos e instituciones, he trabajado a partir de los textos escritos por tres de los filósofos más estudiados en las escuelas de filosofía: Agustín de Hipona, René Descartes y Friedrich Nietzsche. Los tres libros, De musica, Compendium musicae y Díe Geburt der tragödie, sin embargo, no son muy estudiados —entre otras cosas— porque son escritos de juventud15. Me parece que debido a ello no obedecen a sistemas filosóficos acabados. No quisiera negar que en el mejor de los casos fueron el preludio (problemático) de las filosofías que se desarrollaron tiempo después; pero en el momento de su formulación se relacionaban espontáneamente con una red de discursos supremamente compleja (previa a los futuros acabamientos teóricos y arquitecturas conceptuales referidas a un autor).

      Debo confesar que no dejo de preguntarme: ¿Por qué las primeras obras de estos filósofos fueron sobre música?, ¿por qué a una edad temprana encontraron a la música tan enigmática? Considero que la práctica musical no es un terreno estéril para la reflexión filosófica, por lo menos en estos tres filósofos fue una provocación para el pensamiento estético. Quisiera advertir que este texto no busca encerrase en los nombres de estos tres autores ni en sus obras: trata de relacionar sus enunciados con discursos y prácticas de su tiempo. Los tres documentos sufrieron fuertes influencias de pensadores externos, hacen parte de una trama compleja de textos (Agustín fue influenciado por el Maniqueísmo, Descartes por Issac Beeckman, y Nietzsche por Richard Wagner y Arthur Schopenhauer). Finalmente, debo decir que estos textos fueron controversiales, armas de choque, cada uno sostuvo sus propias luchas y son testimonio de grandes transformaciones del pensamiento estético.

       El mundo sobre sí mismo

      En Les mots et les choses, Michel Foucault sostiene que finalizando la Edad Media (período preclásico) era recurrente encontrar una forma del pensamiento que llamó la “semejanza”. Llegó a concluir que la manera en que se construían los saberes y en que se interpretaban dependía del desciframiento de indicios ocultos que atravesaban el mundo. Existía un consensus, un cúmulo de relaciones —reflejos, ecos y resonancias— que vinculaba las plantas, los animales, los humanos y lo divino:

      Hasta fines del siglo XVI, la Semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. (2007, p. 26)

      La semejanza tiene distintas maneras de presentarse, las cuales pueden rastrearse tanto en el pensamiento de la Edad Media, como en algunos sectores del contemporáneo16. Se trata de una forma de pensar la música en la que se privilegia la experiencia ritual, el campo simbólico y religioso (las analogías, metáforas y referencias al mundo sagrado son imprescindibles).

      Muchas veces me he preguntado si acaso los pitagóricos o las religiones órficas17, cuando formularon su armonía de las esferas18, no recurrían en sus teorías —en forma embrionaria— a esa práctica discursiva que Michel Foucault llamaba la semejanza. En el libro X de La República de Platón (428-347 a.C.) un hombre llamado Her, el armenio, sostenía que había podido regresar al mundo de los vivos después de doce días desde su fallecimiento19. En dicho diálogo relata las visiones que había tenido del mundo “suprasensible”: describe detalladamente cómo estaban conformados los cuerpos celestes y la manera en que se ordenaban según círculos concéntricos. Esta teoría cosmológica guarda una estrecha relación con la música: cuenta que en cada uno de estos círculos “era arrastrada una sirena que giraba con él, cantando una sola nota de su voz, siempre en el mismo tono: de suerte que de estas ocho notas diferentes resultaba un perfecto acorde” (Platón, 1988, p. 509).

      La armonía de las esferas no solo buscaba explicar la música por medio del mundo suprasensible; por el contrario, la música era un medio privilegiado para pensar ese otro mundo. A pesar de esto, la metafísica influía sobre la práctica musical: le imponía una serie de regulaciones y confinaba el entendimiento de la misma a un escenario acorde a las teorías que debían explicarla. En el libro III de La República, por ejemplo, Platón reclama la música para educar el alma de los soldados:

      Los dioses han hecho a los hombres el presente de la música y de la gimnasia, no con objeto de cultivar el alma y el cuerpo porque si este último saca alguna ventaja, es solo indirectamente, sino para cultivar el alma sola, y perfeccionar en ella la sabiduría y el valor, ya dándoles expansión, ya conteniéndolos dentro de justos límites. (1988, p. 153)

      Según el filósofo griego, para que la música llegara a cultivar el alma, debía ser depurada y regulada20. La práctica artística era imprescindible de una teorización dualista, según la cual todo se encontraba encadenado, desde el canto del coro en la tragedia de Sófocles, hasta el eco más sutil al interior de una caverna (desde los sonidos del monocordio que Pitágoras asediaba con la pulsación ininterrumpida de su única cuerda, hasta el canto de los astros). Así es que, en la antigüedad, aparecía ante los (oídos) griegos la semejanza. Por lo menos, los sonidos hacían parte de una “conveniencia” universal de las cosas. Foucault dice que la convenientia (conveniencia)21 es una modalidad de la semejanza que tomaba dos objetos y los enfilaba en una cadena teológica, la cual determinaba su vecindad: “en el agua hay tantos peces como en la tierra animales u objetos producidos por la naturaleza o por los hombres […]; en el agua y en la tierra hay tantos seres como en el cielo” (Foucault, 2007, p. 28).

      La semejanza también aparece en la llamada armonía de las esferas, gracias a la aemulatio (emulación)22. En todo caso, se caracteriza por el reflejo de dos estadios: los sonidos sensibles y suprasensibles. Se trata de una especie de reflejo: “los anillos de la aemulatio no forman una cadena como los elementos de la conveniencia: son más bien círculos concéntricos, reflejados y rivales” (Foucault, 2007, p. 26). Cabe recordar que, en estas teorías, la música de los humanos y la música de los astros se mueven en una disputa inconclusa, en un juego de espejos. Finalmente, otra modalidad de la semejanza, que se manifiesta en los diálogos platónicos es la “analogía”23; el mismo Foucault reconoce que este era un “viejo concepto familiar a la ciencia griega y al pensamiento medieval” (2007, p. 30). El canto de los astros, por ejemplo, les parecía análogo al de las sirenas. No simplemente por la referencia al encanto de su música, sino por el encadenamiento de los astros: la palabra sirena, que hace referencia a esas mujeres mitológicas cuya voz doblegaba hasta el más tenaz de los marineros homéricos, significa “encadenada”, haciendo referencia al mito griego, según el cual eran ninfas condenadas a la búsqueda de los corazones de los hombres24.

      Como mencioné

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