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el encuentro, el estímulo, la lección que el antiguo helenismo, al término de ese largo periplo por el Oriente y el África, comunica al Occidente.10

      Así pues, y aunque continuaron desarrollándose bajo la inquisidora mirada impuesta por la Iglesia y su sistema de valores, pero al mismo tiempo refulgentes por las significativas transformaciones sociointelectuales que habían estado produciéndose, tanto la sociedad como la cultura europeas de finales de la Edad Media fueron adquiriendo un fascinante brillo gracias a la caracterizada obra que desarrollaron esos intelectuales de los siglos XII y XIII, lo mismo que por efecto de la obra que sus sucesores comenzaron a desarrollar en los siglos siguientes, y especialmente de la que llevaron a cabo los escultores, pintores, poetas, filósofos y escritores del Renacimiento. Al igual que sus antecesores, y con el apoyo financiero que recibieron de parte de los acaudalados mecenas, estos últimos no solo desarrollaron una formidable y original obra intelectual, literaria, poética y arquitectónica, sino que continuaron apropiando la diversa producción cultural griega, romana y bizantina que reposaba en las grandes bibliotecas de la antigua Bizancio, esa milenaria ciudad que los turcos recientemente (1453) habían atacado y puesto bajo su dominio, todo lo cual, como dice Frankopan, serviría de base para la creación de ese elaborado relato a partir del cual los pensadores y artistas europeos evocaron un pasado glorioso que, aunque realmente no tenían, sirvió para construir la identidad histórica y cultural que desde entonces empezaron a darse.11

      De esa nueva mentalidad que tenuemente comenzó a forjarse desde el siglo XII y de ese nuevo universo de valores y visiones artísticas, literarias, científicas y filosóficas que se expresaron de manera más definida durante los siglos XV y XVI, dieron cuenta hombres como Nicolás Copérnico (1473-1543), Leonardo da Vinci (1452-1519), Michelangelo Buonarroti (1475-1564) y otros tantos personajes que con su saber y proceder ayudaron a desanudar los dogmas y las ataduras con que el viejo orden católico y estamental había encadenado a los hombres durante siglos; a forjar un nuevo orden de pensamiento y a facilitar la divulgación de las ideas y conocimientos mediante el uso de la imprenta, ese formidable invento que Johannes Gutenberg (¿1400?-1468) creó en 1450, gracias al cual se elaboraron y reprodujeron miles de ejemplares de la Biblia y de otros cuantos textos que, con censura o sin ella, lograron salir al público en una época en que la burguesía iba en sostenido ascenso, en que el comercio tendía a ampliarse dentro y fuera de las fronteras europeas, en que las universidades empezaban a surgir, crecer y expandirse en el viejo continente, en que la ciencia daba sus primeros atisbos y en que los europeos comenzaban a conquistar, a extraer ingentes cantidades de riqueza y a esclavizar a millones de hombres y mujeres que habitaban ese mundo con el que se toparon en ultramar, es decir, América.

      Pero, a más de los determinantes cambios económicos, sociales, religiosos, culturales, intelectuales e ideológicos que fueron produciéndose durante aquella época, la vindicación del valor de la razón como fundamento del conocimiento y la vindicación del hombre como centro del universo y como agente de la historia fue otra de las notables y trascendentales transformaciones que la sociedad europea experimentó durante aquel histórico momento.

      La vindicación del valor de la razón como fundamento del conocimiento y del hombre como centro del universo y como agente de la historia, nos dice Le Goff, empezó a producirse mucho antes de lo que comúnmente suele afirmarse. A su juicio, esa obra la iniciaron varios intelectuales desde el siglo XII, entre los cuales figuró Pedro Abelardo (1079-1142), ese destacado teólogo e intelectual parisiense que adujo que las respuestas a las preguntas que el hombre pudiera plantearse, incluyendo las de orden teológico, necesitaban de medios y razones humanas y filosóficas a fin de que las cosas pudieran ser comprendidas por el hombre en toda su dimensión e inteligibilidad. Dicho plan-teamiento, agrega Le Goff, fue asunto seguido y vindicado por otros dos teólogos de la época, Bernardo de Chartres (¿?-1130) y Honorio de Autun (1080-1151), quienes no solo enarbolaron la idea de que “la ignorancia constituía el exilio del hombre, mientras que la ciencia era su patria”, sino que disertaron sobre cuestiones propias de la naturaleza, los animales, los astros y otros temas que, aunque vedados y censurados por la Iglesia, dieron cuenta del espíritu racionalista que impregnó a algunos intelectuales de la época y que se fortaleció en otros hombres de letras como Adelardo de Bath (1080-1152) gracias al acceso que pudieron tener a los textos y tratados de diverso orden que fueron traídos de Bizancio y del mundo árabe.12

      Pero ese espíritu racionalista y humanista que expresaron esos hombres, añade Le Goff, no se afianzó únicamente por el hecho de que se nutrieran del legado cultural griego, bizantino y árabe, sino porque en el centro de sus pensamientos teológicos, filosóficos y científicos siempre situaron al hombre. El hecho de que esos intelectuales y humanistas definieran al hombre como naturaleza dotada de razón y capacitada para comprenderse a sí mismo y para comprender su entorno, y el hecho de que lo hicieran en un contexto en el que la Iglesia desvirtuaba y condenaba afirmaciones de ese carácter, fue asunto que, aunque no siempre se reconozca, sentó las bases para que los pensadores de los siglos siguientes vindicaran el antropocentrismo, destacando el carácter racional del hombre y resaltando su capacidad para inquirir sobre la naturaleza de las cosas y sobre los fenómenos humanos naturales.13

      Y es que esto, efectivamente, fue lo que terminó sucediendo. Junto con la vindicación del hombre como un ser racional y pensante, tanto los intelectuales del siglo XII como los que acogieron las ideas expuestas por estos en los siglos XV y XVI fueron forjando y levantando una imagen del hombre como un ser libre, sediento de aventura, ávido de saber y dispuesto a forjar un mundo a la medida de sus intereses y propósitos. Con la reconceptualización de la naturaleza, asumiéndola y vindicándola como fuente de riqueza y no como escenario de la degradación, como lo habían afirmado los ortodoxos sacerdotes medievales, unos y otros fueron acercando al hombre al mundo terrenal y, simultáneamente, comenzaron a vindicar que ese mundo era fuente y escenario para su goce y su satisfacción.

      Con la exaltación de la posibilidad y la facultad que le asistía al hombre para conocer y aprehender la realidad humana y natural por vía de la reflexión, de la experiencia, de la experimentación y de la deducción sin que de por medio obrara la fe, esos pensadores fueron forjando una nueva y reveladora imagen del hombre. Los dogmas y patrones de santidad, obediencia y pobreza que la Iglesia católica había impuesto como fundamento de la vida moral paulatinamente fueron invirtiéndose por los dogmas de la virtud humana, el amor terrenal, la pasión mundana, el goce de los sentidos, el despertar de las estéticas profanas y seculares, lo mismo que por la actividad productiva y el atesoramiento de riqueza como formas de sustentar la existencia y de proyectar y realizar la vida humana. Con este poderoso arsenal ideológico e imaginativo, manifiesta Romero, fue entonces que los pensadores de la época, lo mismo que los burgueses, empezaron a forjar una nueva mentalidad y, a la larga, un nuevo mundo signado por los horizontes de sentido que les eran propios a unas sociedades que, como la tardomedieval y la renacentista, comenzaron a encaminarse por las sendas de la permanente transformación.14

      A ese respecto, y enfatizando en lo que sucedió en la época renacentista, el filósofo Erich Kahler aduce que los humanistas y pensadores no solo forjaron unas nuevas maneras de concebir al hombre, sino que hicieron lo propio con respecto a la naturaleza, liberándola de la quietud en la que la había mantenido el pétreo imaginario clerical medieval, para, en su lugar, apropiarla y ponerla al servicio y provecho de los hombres. La idea de que la alegría de la vida se hallaba en el mundo terrenal empezó a abrirse camino y a tal efecto muchos pensadores orientaron sus reflexiones hacia el estudio de los medios de los que podrían valerse para alcanzar fines terrenales superiores a los que hasta el momento habían podido acceder.15

      Un nuevo estado de ánimo, un creciente deseo de saber y conocer, una nueva manera de estar y de sentirse en el mundo y una ferviente y cada vez más arraigada fe en lo que el hombre podía hacer para forjar su destino y para realizarse en sus más diversos aspectos y facetas fue, pues, lo que comenzó a gestarse a partir de aquellas históricas transformaciones. Así lo puso de manifiesto el floreciente ideario humanista que fue germinando durante aquella época y así lo expresaron tanto el teólogo

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