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compensación por este servicio brindado al clima global, que ascendería aproximadamente a la mitad del valor del petróleo. Por ejemplo, el presidente Correa habló en estos términos en las Naciones Unidas:

      Lamentablemente, este proyecto tuvo que ser abandonado en 2013, ante la falta de respuesta significativa de la comunidad internacional, y Ecuador finalmente abrió para su explotación los yacimientos de petróleo en el Yasuní. A pesar de su decepcionante final, este caso ilustra perfectamente la situación política y filosófica, y por lo tanto diplomática, en la que se encuentran hoy en día muchas naciones periféricas en relación con el desarrollo económico «clásico», industrial. El intento llevado a cabo por Ecuador, y Correa, estaba probablemente condenado al fracaso, pero señala algo que debería estar integrado como un dato central de la economía política del siglo xxi: lo que circula en el mercado con el nombre de mercancías es solo la parte más visible de un intercambio más amplio de servicios, de prestaciones, implicados en el metabolismo tanto geológico como climático del planeta —son materias que están cambiando el clima—, así como en un circuito de bienes y servicios ambientales que deben ser reconocidos como tales. Estos servicios son principalmente el mantenimiento de las funciones reguladoras de la biósfera y la garantía de su funcionamiento futuro, que ejercen una influencia directa sobre la habitabilidad del planeta y, por lo tanto, la seguridad global. Estas prestaciones, que aparecen curiosamente como cantidades negativas en relación con lo que el mercado tal como se le conoce mide habitualmente, constituyen la esfera de referencia que nos tenemos que dar de ahora en adelante para entender la economía política global. El concepto de mercado fue construido para captar solo el intercambio de bienes materiales e inmateriales a través de la noción de precio y mediante la exclusión de este sistema de intercambio que la economía llama a veces «externalidades». Sin embargo, estas externalidades reúnen la otra cara de la mercancía, esto es, en qué participa de los ciclos ecológicos y materiales globales: la contaminación y el riesgo inducido, la pérdida de biodiversidad, los espacios y hábitats perdidos, es decir, el conjunto de las dinámicas socioecológicas comprometidas por las estructuras mismas del mercado.

      A partir de esta concepción de un intercambio global de prestaciones ecológicas, del intercambio de mercancías, siendo solo un aspecto incompleto del mismo, tomamos conciencia otra vez de la desigualdad estructural entre las naciones que se benefician de estas prestaciones y las que, situadas en el otro extremo del mundo, las entregan por ahora gratuitamente. El mercado tiene que ser concebido como la institución central que garantiza la separación entre el ciclo mercantil y el ciclo ecológico y, por ende, la asimetría entre las diferentes partes del mundo. El libro de Martínez Alier no dilucida del todo este esquema poseconómico, pero ciertamente da un primer análisis del mismo, y sobre todo, ofrece una parte de los instrumentos conceptuales capaces de entenderlo correctamente. Muchos ambientalistas siguen reacios a traducir las prestaciones ambientales en valor monetario, y en cierto sentido tienen razón, ya que se podría establecer también como objetivo el hacer estallar el poder absoluto de la moneda como unidad de cuenta en el mercado. Pero lo que está en juego es más radicalmente la búsqueda de una disposición diplomática general, en la que las mercancías no aparezcan más como la mediación central en las negociaciones políticas entre estados, pueblos, recursos, entornos. Al ser la moneda la única métrica universal hasta la fecha, es necesario incorporarle el valor de las prestaciones no mercantiles o antimercantiles haciendo, así, perceptible su carácter fundamentalmente reacio a la lógica establecida por el mercado. Hay que extraer de todo ello que la esfera de las prestaciones ecológicas globales constituye una extensión de las prestaciones sociales fundamentales, poco a poco reconocidas en los siglos xix y por el derecho llamado «social»: de la misma manera que la sustancia humana fue protegida por este derecho, el tejido de las relaciones ecológicas y económicas debe ser protegido por un nuevo derecho que se involucre en la circulación de los bienes para captar lo que el mercado excluyó. Mientras que, hasta los años setenta, la sociedad, y mejor aún la sociedad nacional, todavía se presentaba legítimamente como el concepto y la realidad colectiva capaz de trascender el mercado, la fase actual de las tensiones entre el mercado y lo que lo enfrenta probablemente revela una negatividad que solo se deja reducir de manera imperfecta al concepto de sociedad. El reconocimiento político y económico supranacional de estas prestaciones no mercantiles y de carácter protector juega un papel funcionalmente similar al que jugaba antaño el reconocimiento del valor de lo social como espacio de cohabitación de las personas libres. Pero ontológicamente, por así decirlo, la composición de esta «cosa» a proteger tuerce profundamente el concepto de sociedad, especialmente si se le atribuye una dimensión de autonomía radical respecto de las cosas y su fuerza. Por lo tanto, queda claro que los mecanismos de protección ecológica se tienen que entender desde la historia de la cuestión social, tal como la sociología moderna la planteó, precisamente, para hacer valer esta analogía funcional entre protección de la sociedad y protección de este nuevo objeto. Pero es de manera recíproca y absolutamente necesaria identificar correctamente el objeto que nos ocupa, y que otorga a la cuestión social una dimensión material y global que probablemente no tuvo en el pasado. La identificación y la clarificación de estas transformaciones de la cuestión social por la ecología política global le dan a la filosofía política una de sus tareas principales para el futuro.

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