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El rostro es una máscara, te miran desde detrás de ella. Incluso los hombres mayores, si son atractivos y van bien afeitados. Cualquier hombre con el pelo bien peinado. Si le llega un tufillo de gomina, le dan ligeras náuseas. Si siente el olor acre del humo de tabaco, más náuseas aún. Con el olor dulzón del whisky en el aliento de alguien empieza a respirar entrecortadamente, al igual que un ataque de asma puede provocar un desvanecimiento y hacerte caer redonda como una marioneta a la que hayan cortado las cuerdas.

      En el cabello muy corto de Willem Zengler no hay rastro de gomina. Ni su aliento huele a whisky, ¡jamás!

      ¿A qué huele Willem? A jabón, a pasta de dientes. A cereales para el desayuno. Cuando vuelve de hacer ejercicio y está excitado, directamente a sudor.

      Cómo había sudado en su noche de bodas. La piel lisa y musculosamente ondeada de su espalda estaba resbaladiza. Ella descubrió por casualidad unos racimos de granitos en aquella espalda ancha y tersa, constelaciones en miniatura bajo las yemas de sus dedos de las que dudaba que el propio Willem supiera nada.

      El cuerpo desnudo de un hombre. No lo ha visto (todavía). Tampoco Willem ha visto (todavía) el cuerpo desnudo de su mujer, pese a que ya han pasado una noche entera juntos en la misma cama.

      En la Iglesia Metodista Reformada a la que pertenece la familia de Willem no se permite ni tomar gaseosas. Ni tabaco, ni alcohol (ni siquiera cerveza liviana), chicles, comida basura o edulcorantes artificiales. Son cosas prohibidas que a nadie se le habría pasado por la cabeza que pudieran tener algún significado para alguien.

      Es como creer que Dios te está vigilando. Dios vigila qué comes o te oye murmurar «demonios», «maldición» o «maldita sea».

      Dios te observa, te juzga. Dios decidirá que no te ocurra nada más terrible que lo que puedas soportar.

      Eso es lo que creen los cristianos. Eso parece ser lo que creen Willem y su familia.

      Por supuesto, Abby Hayman es una buena chica. Abby nunca pronuncia «malas palabras» en voz alta.

      Esque-leto. Esque-letos.

      He ahí su equivocación: haberse dejado llevar por la felicidad. Ahora va a recibir su castigo.

       ¿Creías que podías olvidarnos?

      Como aquella sensación repentina, trémula, entre las piernas, donde su cuerpo se bifurcaba, cuando Willem (suavemente, con insistencia) la había tocado ahí, en su noche de bodas, y ella había empezado a estremecerse, a quedarse muy quieta, como un arco que se dobla, más y más, hasta casi romperse…

      Pero dejarse llevar es una equivocación. No puedes ni imaginarte lo que sucederá si te dejas llevar.

      Nunca en su vida había experimentado un placer tan intenso, crudo y latente. Parecía brotar de la mano suavemente ahuecada de su joven marido, y de la boca húmeda que succionaba en la suya.

      No mereces un placer semejante. Ni una felicidad semejante. Tan desgarradora, como una luz radiante que ciega sus ojos deslumbrados.

      Nadie se lo dijo, no hay nadie que pueda decírselo. Pero ella lo sabe: no merece la felicidad del matrimonio, ni del amor. Ella tiene algo especial, algo maldito y execrable. En la hierba crecida, las calaveras la habían observado con cierta calma burlona.

       ¿Creías que nosotros íbamos a olvidarte?

      En el sueño de la mañana anterior, antes de convertirse en la señora de Willem Zengler, creyendo que así su vida, maldita en todos los demás sentidos, quizá podría salvarse, el hecho lamentable es que no había sido consciente de la presencia del amor en su vida. No tenía recuerdo alguno de un joven, ni de su nombre.

      El sueño que la aguarda, cuando se atreve a cerrar los ojos, pertenece a otra época, a una época anterior al amor. A los tiempos de su verdadero ser, cuando Willem no existía.

      ¡No! Eso es mentira. Está casada. Su marido sí existe…

       ¿Señorita? ¿Se encuentra bien?

      Se le llenan los ojos de lágrimas. Lágrimas de alegría, de asombro. Por sentirse casada y a salvo. Por sentirse amada, segura. Protegida. Mira fijamente la fina alianza de plata en su dedo, con un diseño celta. No es un anillo caro, y (quizá) no es del todo de plata, pero es muy bonito (eso piensa).

      Su marido lleva una alianza como esa. De una joyería en el centro comercial en la que se anunciaba una rebaja del cincuenta por ciento. En este momento, su marido está a unos diez kilómetros de distancia, en el amplio campus norte de la universidad estatal.

       ¡Por qué mientes! Tú no tienes marido.

       Lo has soñado todo. Eres malévola. Estás enferma, y loca.

      Ningún hombre decente se casaría contigo.

      ¡Casada! Desde hace solo un día.

      Se enjuga los ojos con las yemas de los dedos. A escondidas. ¡Qué vergüenza! Largarse a llorar así en un lugar público, sin tener dónde esconderse. Se frota la muñeca; se rodea con dos dedos la muñeca derecha.

       Sí, la vimos. Llevábamos un rato fijándonos en ella. Tampoco es que actuara de forma tan rara, solo hablaba para sí, o alguien le hablaba a ella en su fuero interno. Así que en realidad uno no notaba gran cosa. Pero era imposible no fijarse en una chica tan linda.

       Tenía un aspecto en cierto modo anticuado, no como las chicas de hoy en día, esas chicas de escuela secundaria que visten como putas, sino como si fuera de otra época: llevaba un abrigo con cinturón, un gorrito de lana en la cabeza, y el cabello no le caía recto sobre los hombros como a la mayoría de las chicas, sino que lo llevaba más corto y ondulado y se veía como más arreglado. Y llevaba falda, unas medias de verdad y unas chatitas: un atuendo parecido al de las oficinistas de otra época. Iba sin maquillar, parecía… quizá solo lápiz labial.

       Tenía algo raro, por esa forma en que se frotaba todo el tiempo la muñeca. Como si tuviera algo ahí, en la muñeca, pero yo no conseguí ver nada, ni siquiera un reloj de pulsera.

       Daba la impresión de estar sonámbula, dormida con los ojos abiertos. Con una sonrisita en los labios, hasta que se largó a llorar.

       Le pregunté si estaba bien, pero no me oyó…

      De repente, tiene la imperiosa necesidad de bajarse del autobús. No puede respirar. Tira del cordón para pedir la parada. ¡Corre!

      Está de pie ante la puerta trasera. Le grita al conductor con voz de niña asustada:

      —Déjeme bajar, por favor… ¡aquí!

      El conductor la mira ceñudo a través del espejo retrovisor.

      —Un poco de calma, señorita. La siguiente parada está a una cuadra.

      No es su parada (todavía) pero tiene que bajarse del autobús ahora mismo. Sea lo que sea lo que vaya a ocurrirle, se está aproximando. ¡Está muy cerca!

      Ni siquiera sabe muy bien dónde se encuentra. Otros dos pasajeros bajan cuando ella lo hace, observándola.

       La pobre chica respiraba agitadamente, como si jadeara. Parecía haber corrido mucho, resollaba como un perro o un caballo. Tenía la cara blanca como el papel. Parecía dispuesta a gritar si alguien la tocaba.

      Es vagamente consciente de que esa no es su parada. No sabe muy bien dónde está. No consigue leer los carteles (a sus ojos les pasa algo, como pasa cuando tratas de «leer» en un sueño), pero supone que no se trata, todavía, de Raritan Avenue. Siente un pánico repentino de llegar tarde. Willem la reta, llega tarde a menudo. Va a buscarla y la encuentra mirando fijamente un reloj; solo mirándolo. Viendo cómo se mueve la segunda manecilla, la roja. Hipnotizada por el movimiento circular. Tiene que escapar, debe correr para ponerse a salvo, pero… no consigue mover las piernas. Los ruidos del tráfico resuenan en sus oídos. Ve, o cree ver, un semáforo en verde. Y entonces

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