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      —S-señor, a privilege —Matías estaba visiblemente nervioso.

      —Debe quedar muy claro — dijo Cornejo, endureciendo su tono—: el señor secretario nunca estuvo en esta junta, ¿de acuerdo?

      Confundidos, los Bungalow asintieron.

      El secretario se sentó. Cornejo lo imitó, secundado por los publicistas y los asistentes.

      —Pues bien, veamos qué armas portan — dijo el hombre del cabello blanco.

      André tomó la palabra.

      —Señores, revisamos con atención el brief Entendemos la importancia de promover nuestro jitomate en el extranjero y hemos decidido lanzar una campaña muy agresiva.

      Proyectaron con un cañón los animátics, mostraron sus gráficos y explicaron la estrategia de campaña con la sincronía de un ballet. André notó la expresión de aburrimiento, casi fastidio, en el rostro del secretario. Le comenzó a brincar el párpado de los nervios.

      Cuando terminaron, el secretario y Cornejo se vieron con una expresión que los publicistas no lograron descifrar. Dijo Cornejo:

      —Sí, sí, pero lo que realmente nos interesa es otro proyecto, digamos, paralelo a éste, para el cual no les dimos ningún brief

      Ahora fueron Matías, Cobo y el Ruso los que cruzaron miradas.

      —¿Se refiere a…?

      El secretario habló, ligeramente irritado:

      —Queremos saber si pueden levantar la imagen del señor presidente. Necesitamos de todo el arsenal creativo que sean capaces de desplegar.

      —¿Arsenal…? —Cobo no entendía nada.

      —Twitter, Facebook, granjas de bots, videos en YouTube, manejo de crisis —abundó Cornejo.

      Matías, el más veterano, tomó la pelota al vuelo:

      —Señores, ¡desde luego! Somos expertos en ese tipo de campañas. Nosotros llevamos la estrategia digital de la gobernadora de Sonora —mintió. Volteó hacia el Ruso, entregándole la batuta. Con complicidad telépata, Gavlik retomó el discurso de ventas.

      —Somos expertos en guerrilla digital —declaró.

      —Entendemos que la imagen del señor presidente está muy mermada —abundó Matías. El secretario frunció el ceño, incómodo—; lo que necesita la Presidencia de la República es una estrategia global en redes sociales.

      Cobo, tan talentoso como ingenuo, preguntó confundido:

      —¡Coño! Pero ¿me estáis diciendo que la campaña para el Fideicomiso Mexicano del Jitomate… es una tapadera, una engañifa?

      Todos callaron. Matías sintió que sus intestinos se anudaban. Gavlik deseó verter ácido sulfúrico en el escroto de su socio.

      —Desde luego — contestó Cornejo con desparpajo.

      —Lo verdaderamente importante de la campaña digital es promover la imagen del señor presidente de la República y, hum, mermar la popularidad de la oposición —indicó el secretario.

      Silencio de nuevo.

      —Sabremos retribuir generosamente su creatividad. Honorarios libres de impuestos, totalmente off the record —agregó el funcionario en un inglés perfecto.

      —¿Generosamente? —repitió Matías en un susurro.

      —Recursos ilimitados —dijo Cornejo.

      —¿Ilimitados? —ahora fue Cobo.

      —Ilimitados —remató el secretario.

      Funcionarios y publicistas se miraron desde los extremos opuestos de la mesa.

      —Creo —rompió Gavlik el silencio— que nos vamos a entender muy bien.

      Biografía precoz (1)

      No era un barrio bravo.

      Todo lo opuesto, la mejor colonia de la delegación Iztacalco: la Militar Marte. Una zona arribista y pretenciosa rodeada de barrios populares. Sus habitantes, sin embargo, se sentían de la jai.

      Casa heredada del abuelo. El papá, exburócrata de medio pelo, manejaba un taxi del suegro.

      Los tres hermanos resentían la notoria diferencia económica con sus vecinos. En su cuadra, todos iban al cum, la ula o La Salle. Escuelas clasemedieras donde la gente vive el delirio colectivo de ser ricos.

      Ismael y sus dos carnales, no. Ellos iban al Colegio de Bachilleres, sobre el Eje 3.

      Todos sus vecinos los veían hacia abajo. “Jodidos”, “muertos de hambre”, murmuraba un grupito de fresas que se juntaba en su cuadra. Todos tenían coche. Güerillos. Los Robles eran los perdedores de la cuadra. Nietos de un teniente suicida. Hijos de un taxista mediocre por el que ellos mismos no sentían ningún respeto.

      Cada mañana, el señor Robles salía por la puerta arrastrando los pies, lavaba su vochito mientras los hijos desayunaban y luego los llevaba al Bachilleres para irse a ruletear diez, doce horas seguidas; volvía hecho polvo por la noche a tumbarse en el sillón para ver el noticiero de Jacobo Zabludovsky, murmurando maldiciones.

      La mamá, una mujer dedicada al hogar, se quedaba en casa viendo la barra matutina del televisor, fumando y bebiendo taza tras taza de un café tan negro y amargo como su destino.

      Tres hermanos: Samuel, Ismael y Daniel. Apodados en la cuadra Hugo, Paco y Luis. Algún vecino nerd, más lector de cómic francés que de Walt Disney, intentó llamarlos los Hermanos Dalton, sin que su ocurrencia prendiera.

      Al estudiar en el bacho, un hermano por grado, Samuel perdió su apodo, Ismael se convirtió en el Járcor y Daniel en el Gordo.

      Samuel era un tipo callado. En el cuarto que compartían los tres, con una litera con cama deslizable debajo, ocupaba el nivel de en medio. Daniel, farol y mitotero, apeló a su derecho de hijo menor para usar la de arriba. A Ismael le correspondía la que se deslizaba debajo de la de Samuel, razón por la que prefirió dormir durante años en la sala.

      Apenas descendían del taxi del papá, su núcleo familiar se fisionaba. Samuel se lanzaba al laboratorio de química, donde su profesora de ciencias, que estudiaba biología en la uam Iztapalapa, le prestaba libros de Baudelaire y Leopoldo Lugones. Los leía fascinado al lado de matraces y torres de destilación. Daniel se dedicaba a jugar básquet pese a su corta estatura e Ismael a fumar mota con los punketas.

      Volvían caminando a casa para ahorrarse el dinero del camión. Samuel tenía la fastidiosa encomienda de cuidar al par de cabrones hermanos menores que le tocaron en la lotería genética. Ellos aparentemente tenían la de incomodar al primogénito hasta la desesperación.

      Los tres hermanos no podían ser más incompatibles:

      Samuel era callado, tímido hasta lo patológico. Estudioso, dotado con mente numérica, taciturno y melancólico. Su único amigo era uno de los fresas que se juntaban en la cuadra, que vivía a unas cuantas calles. Se conocieron de niños, jugando en el parque. Mickey Güemes era un tipo tan simpático como fanfarrón. Hijo del dueño español de una panadería, compartía con Samuel la afición por el rock progresivo. Se juntaban en casa del gachupín a escuchar en su cuarto (¡tenía un cuarto para él solo!, ¡con todo y estéreo!) elepés de Pink Floyd y Rush que costaban cada uno lo que Samuel y sus tres hermanos recibían para sus gastos en un mes entero.

      Ismael supo desde pequeño las desventajas de ser el hijo sándwich. Acaso por ello compensó con una simpatía sazonada con un carisma natural. Proclive a hacer amigos y atraído siempre por la sordidez, en el Bachilleres se hizo cuate de los punketas locales. Ellos lo invitaron al Tianguis Cultural del Chopo. La primera vez que circuló por ahí se deslumbró con las ropas y peinados estrafalarios de punks y darketos, descubrió las tocadas underground, el slam y la música hardcore: Black

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