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¿no?

      ¿Para qué esperar a estar en una situación límite, si hoy podemos actuar?

      También hay que irse poco a poco, paso a paso, para que el reinicio de vida sea perdurable y no solo, como decimos en México, una «llamarada de petate».

      Recuerda que ningún cambio importante es inmediato. Como en cualquier proceso de detox físico, en donde para lograr el éxito se requiere de disciplina y dedicación antes, durante y después de empezar, en el caso del detox emocional sucede de forma muy similar.

      Por tal razón, y para que además fuera más práctico para ti, decidí separar este libro en tres etapas:

      Preparar: antes de empezar a colocar los cimientos, hay que desmontar el terreno. Aunque yo sé que muchos preferirían ir directo a la segunda parte, es importante primero hacer una radiografía de vida para conocer honestamente lo que hay por dentro, por ejemplo: el grado de toxicidad en el que estás.

      Desintoxicar: aquí te doy el banderazo de salida para iniciar el proceso en el que irás poco a poco deshaciéndote de las cajas y archivos tóxicos que no necesitas.

      Mantener: el verdadero éxito del detox no está en hacerlo sino en su seguimiento y mantenimiento. Aquí se da una etapa de reorganización de vida sumamente interesante y productiva.

      Aunque desde que empiezas este método comienzas a sentirte de maravilla, no te desesperes ni te angusties si no logras ver cambios impactantes a los primeros días de haber iniciado.

      Robin Sharma, el afamado autor de El monje que vendió su Ferrari, lo dice de forma clara y contundente: «Si vas demasiado aprisa, en realidad haces más lento el proceso».

      Ve a tu ritmo, tómate tu tiempo, pero no dejes de avanzar y de ir vaciando de tu carreta todo aquello que no necesitas.

       CAPÍTULO 2

       Los personajes tóxicos

      Reinventarse es transformar tu forma de ser, no quien eres, no es convertirse en una persona diferente porque ya eres un ser completo.

       Mario Alonso Puig, médico cirujano y autor español

      Siempre me interesé por la medicina. Pero no como aquel que dice: «Quiero ser bombero, futbolista, policía o astronauta», y quien después de un tiempo olvida la idea. Lo mío era muy en serio.

      No sé de dónde saqué la idea o en qué momento surgió, pero desde que era muy niño pasaba horas jugando con artilugios médicos.

      Con decir que, en uno de mis cumpleaños, mi mamá y yo nos confabulamos y decidimos hacer una fiesta de disfraces (en pleno mes de marzo) que sirviera de pretexto para usar mi recién adquirida bata de doctor.

      Toda la fiesta era alusiva al mundo médico: la piñata y el pastel tenían forma de ambulancia, los dulces estaban dentro de unos botecitos con etiqueta que figuraban ser medicinas, hasta tenía mi propio estand para atender con mi estetoscopio, mi termómetro y mis jeringas de plástico a todo aquel invitado que se dejara.

      En esos años devoraba libros de medicina para niños. Todavía guardo algunos de ellos. Me asombraba el diseño tan preciso del cuerpo humano, la cantidad de huesos, de órganos y cómo todo funcionaba como una máquina perfecta. Ir al médico para mí no era un asunto de miedo o angustia, sino de aprendizaje y asombro. Al día de hoy sigo admirando a quien entrega su vida para ayudar a sanar a otros.

      Nunca se me va a olvidar que un día, lamentablemente, murió uno de los conejos que tenía como mascota en casa. Además de ponerme algo triste por la pérdida, me surgió mucha curiosidad. Incluso tenía la intención de usar un cuchillo, según yo para operar y revivir al animalito; quería conocer lo que traía dentro. No estaba seguro de que fuera a tener lo mismo que nosotros (según dictaba mi inocencia infantil), y me emocionaba la idea de investigar.

      Y aunque me decidí por dejar al conejo en paz y darle santa sepultura, mi inquietud por la medicina siguió por muchos años más.

      Por diferentes circunstancias (que ahora agradezco), faltando seis meses para entrar a la universidad, y aparentemente dispuesto a estudiar la carrera de Medicina, decidí cambiar el rumbo e ingresé a la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Para mis padres fue una sorpresa porque ya se hacían a la idea de que iban a tener al primer médico de la familia, pero para mí se trataba de seguir la intuición, esa voz interior que siempre habla pero a la que pocas veces le hacemos caso.

      Aunque aparentemente me fui por otro camino, nunca dejé de lado el tema de la salud. Al contrario, en la actualidad estoy más cerca de él, sobre todo después de convivir con médicos y enfermeras a lo largo de ocho años debido a la larga enfermedad de mi padre. Y desde luego por mi profesión como coach emocional, en donde en esencia puedo contribuir, aunque sea un poco, al bienestar de los demás.

      Hoy me sigue llamando poderosamente la atención la posibilidad de conocer el universo extraordinario que alberga nuestro interior. Sigue la misma cosquilla de curiosidad que me hacía querer abrir al pobre conejo, pero ahora enfocándome en ayudar a las personas a descubrir ese espacio, a que lo abran ellos mismos y así puedan obtener las herramientas que necesitan.

      Hace algunos meses, una amiga me pidió que la acompañara a visitar a una joven con leucemia que se encontraba en el hospital de Nutrición de la Ciudad de México, uno de los institutos nacionales de salud más reconocidos y de mayor trayectoria en el país.

      La muchacha acababa de salir de terapia intensiva, el diagnóstico no era muy favorable y su padre, quien estaba en la búsqueda de todo tipo de alternativas para apoyar a su hija, contactó a mi amiga para pedirle ayuda.

      Siempre he creído que cuando algo tiene que pasar, todo conspira para que así suceda. Como dicen: «Cuando te toca, ni aunque te quites; y cuando no, ni aunque te pongas». Así, se dio la «causalidad» de que justo el único día que mi amiga tenía disponible para hacer el viaje y en el que la paciente podía recibir visitas, yo iba a dar una conferencia en la Ciudad de México por la mañana, e iba a tener la tarde libre. Por tal motivo, no dudé en ningún momento en decir que sí.

      La experiencia fue conmovedora desde la llegada. Conocimos a la familia de esta joven, nos platicaron un poco la historia y realizamos los trámites correspondientes para que nos dejaran entrar a visitarla.

      Cuando entré, me sorprendió su estado. Ella tenía poco cabello, estaba muy delgada pero con una sonrisa cautivadora. Seguimos el protocolo correspondiente de colocarnos la vestimenta necesaria, usar el desinfectante de manos y sentarnos en el pequeño sillón, a unos pasos de donde estaba la paciente. Aunque teníamos ganas de abrazarla, nos pidieron desde antes de entrar que, por su delicada situación, no podíamos tener contacto físico.

      Platicamos más de una hora con ella. A mí se me hicieron minutos. Traté de darle algunas palabras de alivio y esperanza. En la conversación, ella se cuestionaba dónde había quedado Dios en su vida, quería conocer la razón de su enfermedad, y como es habitual en estos casos, surgía en su interior la típica pregunta: ¿Por qué a mí?, que sinceramente solo se logra contestar con otra pregunta: ¿Y por qué no a mí?

      En ese encuentro hubo algo que me dejó muy reflexivo: antes de despedirnos, ella se nos quedó viendo fijamente a los ojos e hizo una pregunta que hasta al día de hoy tengo presente:

      «¿Verdad que voy a seguir viviendo?».

      ¿Qué le podíamos contestar?

      ¿Le decíamos la verdad, según lo que nos habían platicado sus familiares, que el caso era muy difícil? ¿O le decíamos la «mentira piadosa» para hacerla sentir bien en medio de esa enfermedad devastadora?

      En realidad la respuesta no la sabía ella, pero tampoco nosotros, ni sus familiares, ni siquiera los doctores; ellos podían dar un diagnóstico,

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