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una tiza cuando se raspa sobre un pizarrón reseco. Luego me tomó por la cintura, su mano reptó por mi cadera, me subió la falda, apartó el elástico del bikini, se acercó a mi clítoris, que no tenía ninguna intención de responder, trató de acariciarlo pero la humedad había huido, era una región desértica, con la sequedad del rechazo. Antonio traspasado con una colonia que mareaba, tal vez muy elegante, podría ser Dior, pero tan fuerte que no se soporta. No es de mi agrado tanto perfume. Los olores siempre me han inquietado. Los percibo en exceso y me agreden. Antonio y su perfume lo hacen.

      El segundo visitante partió. La habitación impregnada cada vez más de un tufo a trasnoche revuelto con el de polvos, la humedad más los perfumes y la comida pasada. Las cortinas convulsas de nuevo y otro hombre. Joven, jeans ajustados, camisa blanca abierta hasta el cuarto botón; y sí, joven, demasiado para pensarlo amante de la mujer lunar pero la familiaridad, los gestos íntimos, hola, queridísima, mira que te he extrañado, mientras acomodaba las almohadas detrás de la cabeza, acariciaba el contorno suave del hombro y llegaba hasta el seno, se acostaba a su lado, no, no podría ser la madre, lo acarició con fruición, acercó su boca al enorme pecho de la mujer, sacó un pezón rosado y pasó dulcemente su lengua, pero tampoco. Y su ofrenda. Esta vez un pequeño plato verde en donde nadaban los sobrantes de una sopa, por el vaho, de mariscos. Esta vez la mujer atendió con más dedicación la mano, la boca y sus caricias que la sopa. Colocó también el plato a un lado sobre la cama y después sus manos blancas acariciaron detenidamente la cara del joven: frente, párpados, nariz, boca, mentón, mejillas, fueron dibujados por los dedos finos. Entre caricia y caricia eventuales cucharadas de sopa.

      Antonio continuaba su beso. Falsa intensidad. Frotaba su pierna en mi entrepierna, levantando de previo mi falda de pálidas florecillas lilas, pero no una caricia, no una forma de abrir la puerta al deseo. Más bien una molestia, algo hasta doloroso, y el beso… como si de alguna manera no expresada quisiera con su acción llamar la atención de la mujer. Dejar en claro su dominio. ¿O ponerla celosa?

      El acceso a la habitación por la ventana. Recién me pregunté cómo subían los visitantes sin escalera puesto que estábamos –por la distancia hasta la calle vista desde la abertura de la ventana– en lo que parecía un cuarto piso. Pero las visitas se sucedían, una, después otra; hombres pequeños, grandes, tímidos, desenvueltos, todos recibidos por la sonrisa abierta de la mujer y todos con su ofrenda de restos pasados que ella aceptaba regocijada y todos apareciendo desde sitios inusitados.

      El beso de Antonio impropio, fuera de lugar. Su mano hurgaba en la redonda presencia de mis senos. Abrí los ojos, me di cuenta que miraba hacia otro lado. Mirada indagatoria. Como si solicitara aprobación de la mujer. Yo incómoda, más que incómoda quise irme del sitio aún cuando ella, la mujer lunar, me atraía. Era parte mía, me sentía identificada y pena me daba dejarla sola de nuevo.

      Sola, ¿qué digo? Sola no, o tal vez sí, porque a pesar de tanta gente, a pesar de tantos hombres, algo de su presencia me abrumaba con la sensación de que no lograba contacto real con ninguno. Tal vez de allí venía la extraña fascinación que ejercía sobre mí. Tal vez en eso coincidíamos.

      La cama ya soportaba una inundación de platos con sobras de banquetes ajenos. Casi sofocaba a la mujer. Ella, la mujer lunar continuó recostada de medio lado, sonriendo. Sus enormes dimensiones le impedían moverse con facilidad. Me pareció ver el reflejo de una gota en su mejilla. ¿Una lágrima? Preferí no investigar. Desaté el abrazo de cerrojo de Antonio. Me despedí sobresaltada y corrí. Le di vuelta a la habitación un par de veces buscando la puerta mientras la angustia crecía. ¡Nunca saldría de ese cuarto y su trampa de olores pasados! ¡Nunca debí aceptar la invitación de Antonio! ¡Nunca podría respirar de nuevo el aire de las praderas abiertas, el aire del mar! Tropecé con butacas que alguna vez tuvieron el color de los rubíes, la mujer me seguía con una mirada curiosa, armarios de cedro amargo, choqué con espejos empañados, hasta que al fin: una escalera se abrió desde un rincón escondido cubierto por pesados cortinajes de un terciopelo raído y azul. Volé hacia abajo. Llegué agitada hasta el primer piso.

      Primer piso. Traté de reponerme. Intenté encontrar alguna puerta para salir del lugar. Las puertas esquivas. Sin previo aviso la topé: manos enrojecidas por el trabajo, uñas carcomidas por los desinfectantes. Otra mujer, rubicunda ella, me detuvo. Escasos cabellos rubios pegoteados por el sudor, una escoba, un balde con un agua turbia, un delantal repleto de lamparones, también azul para más señas, ojos azules. Yo solo estoy aquí porque es feriado, me dijo. El resto de la servidumbre no viene. Y no quiero dejarla. ¡Pobre mujer! ¡Siempre tan sola! Hoy por primera vez recibe a alguien. Les agradezco mucho que hayan venido. ¡Siempre tan sola! Sí, realmente les agradezco mucho.

      No entendí muy bien por qué el plural: Antonio ya no estaba. Y no estaría más. Seguramente la afanosa mujer quiso ser cortés. Una mera fórmula de cortesía. Porque yo también estaba sola. Estaba y estaría por siempre sola. A pesar de Antonio y a pesar mío. Tan sola como la mujer lunar y su séquito. Tan sola como la mujer lunar y todos sus hombres y todos sus banquetes de sobras. Sola.

      Indefinición

      El niño se adelantó. Corrió hacia el lago por el declive de la colina suave que lo bordea. Feliz. Extendió sus brazos como una libélula que a duras penas aprende a volar, desaforado, cerrando los ojos, aspirando profundamente el olor a campo que lo inunda todo. Las hierbas altas movidas por el viento, el sol filtrándose por sus intersticios, manchada su luz por el verde tierno de las hojas. Un palpitar de mañana nueva pone su resplandor en el paisaje.

      Pero la armonía súbitamente se corta. El paisaje gentil se transforma de golpe. Ahora ominoso. En el centro del lago, con su geografía de misterio, el ojo de un volcán y las aguas oscurecidas de un azul casi púrpura y alrededor el naranja oxidado de quién sabe qué sustancias tóxicas.

      A gritos pedí al niño que no se acercara demasiado. Traté de sobreponer mi voz al sonido del viento. Inútil. Mis intentos vanos. El niño no me oía o tal vez me ignoraba. Los niños suelen hacerlo. Disfrutan ignorando. Y más disfrutan exasperando. Es mejor no mezclarse mucho con ellos. Los niños propician angustias, temores insospechados en los adultos. Se acerca cada vez más al lago, hasta que llega a la orilla. Se detuvo. Otea la inmensidad del agua. Luego se arrodilló en un sitio en donde las ondas llegan mansas y se transforman en un barro espeso. Hunde sus manos pequeñas en el barro apretándolo hasta hacerlo saltar como si de una fumarola se tratase. Después acercó su carita al borde y la fue metiendo en el barro verdoso y luego –todo él– manos, brazos, su nuca, el cabello su cabecita redonda, los pies, los fue cubriendo con la viscosidad. Cumplida la ceremonia se levanta y sigue corriendo por la orilla.

      Lo observé a la distancia. Por un momento me di por vencida. Los niños son difíciles, complican las cosas más simples. Este se suponía un tranquilo día de campo. Ahora una preocupación. No alcanzaba a ver con claridad, desde donde estaba imposible vigilarlo. Y los niños necesitan atención, atención constante. No tuve más remedio la angustia me excedía. Montamos las bicicletas para acercarnos, pedaleamos con fuerza, hasta alcanzarlo casi cuando había sobrepasado la geografía del lago. Atrás iban quedando su agua azulosa, las manchas de óxido, el ojo del volcán, la tierra fangosa de su orilla.

      Pese al esfuerzo las bicicletas casi no avanzan entrabadas por el peso del agua y del barro. El niño, veleidoso como suelen serlo, había decidido regresar con nosotros. Y allí estábamos, yo más tranquila, vos como siempre ausente. Un viaje trabajoso, desplazándonos a duras penas en la extensa dimensión de un horizonte que no termina de alcanzarse. Una vasta quietud yerma. Hasta que finalmente el pueblo. Yo lo divisé primero. Lejano, muy pequeño. Vos, yo, el niño –quien en otro gesto de rebeldía se había adelantado y ahora nos esperaba– todos cubiertos de barro. Me preocupa el niño. Los niños suelen enfermarse con facilidad. ¡Y tanto barro!

      A duras penas nos fuimos acercando. El pueblo una tiniebla multiplicada a lo largo de una calle. Nada más. En una de las pocas casas alcancé a divisar un parpadeo, un remedo de claridad. El barro pesaba, se iba endureciendo hasta formar una capa hostil que nos cubría dificultando los movimientos. Entre los tablones viejos de sus paredes un carámbano de luz. Me acerqué y vislumbré del otro lado una puerta abierta y

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