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      Capitalismo cansado

      Tensiones (eco)políticas del desorden global

      Luis Arenas

      COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

      Serie Filosofía

      © Editorial Trotta, S.A., 2021

      www.trotta.es

      © Luis Arenas Llopis, 2021

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      ISBN (epub): 978-84-1364-015-0

      Depósito Legal: M-4411-2021

      CONTENIDO

       Prólogo (a modo de epílogo) a una pandemia

       Introducción. Paisaje después de la tormenta (y antes de la tempestad)

       1. De éxito en éxito hasta el fracaso final: el triple fracaso del juego económico capitalista

       2. Capitalismo de plataforma y trabajo digital

       3. ¿Vivimos por debajo de nuestras posibilidades? Keynes, Ortega y el fin del trabajo asalariado

       4. Thorstein Veblen: para una crítica de las instituciones imbéciles.

       5. Crisis y sabotaje capitalista: la actualidad del pensamiento económico de Thorstein Veblen

       6. El veneno está en la dosis (o de cómo su cantidad convierte en insoportable la injusticia)

       7. Construir, habitar, pensar (de otra manera). La arquitectura entre la ecología política y el fondo gastado de la Modernidad

       8. Un ahora sin aquí. La experiencia del mundo y del arte en la era de la pantalla global

       Bibliografía

       Nota sobre el origen de los textos

      PRÓLOGO (A MODO DE EPÍLOGO)

      A UNA PANDEMIA

      «Yo describo aquí simplemente el trabajo de la naturaleza, las raras circunstancias naturales que han acompañado el terrible suceso, y su causa».

      (I. Kant, Historia y descripción natural de los fenómenos más notables del terremoto que ha sacudido a finales de 1755 gran parte de la Tierra)

      Quizá en mi caso sea bailar con una persona extraña, esa electrizante sensación de estrechar entre los brazos un cuerpo desconocido al ritmo de unos cueros. Durante tres minutos y medio dos personas que ignoran de sí hasta lo más notorio y público (el nombre) han decidido romper por un momento todos los códigos de la reserva y la distancia social que el decoro impone, y se lanzan a abrazarse y dar vueltas al compás de la música. Es posible que no hayan intercambiado previamente una sola palabra, pero con su gesto los bailadores levantan acta de su renuncia tácita a defender durante un breve fragmento de sus vidas ese muro, tan invisible como rocoso, que los separa de los demás. Se trata del muro que circunscribe lo que los científicos sociales denominan el «espacio peripersonal», esa distancia que nos protege de las amenazas de los extraños, y cuya geometría difusa los neurólogos han logrado determinar con sorprendente precisión: entre 20 y 40 centímetros del propio rostro (Iannetti y Sambo, 2013). Los bailadores consienten en derribar momentáneamente esa muralla íntima y al bailar se entregan a un juego de movimientos, de idas y vueltas que literalmente no van a ningún lado, y donde la intimidad de los aromas y los humores que exudamos quedan expuestos ante otro individuo sin trampa ni cartón. Hoy ese espacio peripersonal —que la fenomenología, de Husserl a Merleau Ponty, ha tematizado como «espacio vivido» y ha hallado cargado de tonalidades afectivas—, en su dimensión securitaria se ha hecho inmenso. Lo que Binswanger llamó el «espacio tímico» (gestimmter Raum) —esa coloración emocional que singulariza la espacialidad que rodea al cuerpo del Dasein— está hoy saturado de un estado de ánimo sombrío, confirmando la conexión que Binswanger apuntara entre irrupción de la psicopatología y metamorfosis de ese espacio cargado afectivamente. Nuestro espacio peripersonal se ha transformado y no distingue ya entre íntimos y extraños. Nos huimos los unos de los otros: abuelos y nietos, hermanos y amigos, colegas y vecinos, en el mejor de los casos con una discreción que no permita al otro sospechar que proyectamos en él la amenaza del contagio. Pero todos sabemos que se trata de eso: de mantener la distancia de seguridad que me convierte a mí y convierte al otro, incluso a aquel o aquella que hasta ayer era fuente de seguridad afectiva y vital, en una amenaza no deliberada. Quizá sea eso lo que más vaya a echar de menos tras la pandemia: se me hace tan impensable bailar con mascarilla como disfrutar de un jacuzzi con traje de neopreno.

      Todo ello desafía los compromisos atávicos que los humanos mantenemos con nuestros muertos desde que nos sabemos como tales (los ritos de enterramiento constituyen los primeros indicios de nuestra compartida humanidad) y convierte la situación que el virus ha creado antes que nada en un desafío antropológico de proporciones inimaginables, pues prohíbe hasta ese resto de fetichismo que nos consentimos al despedir a un ser querido con una última mirada o una caricia final.

      Pero si por un instante pudiéramos dejar a un lado el carácter atroz de la pandemia, deberíamos aceptar que hay algo fascinante en lo que estamos experimentando. Lo primero, quizá, su carácter de universal concreto, por utilizar prestada la fórmula hegeliana. A lo largo de su historia sobre este planeta, la humanidad ha pasado por todo tipo de sacudidas que han alterado momentáneamente el orden de las cosas: guerras, persecuciones, invasiones, revoluciones, pogromos, catástrofes naturales... Pero tales convulsiones fueron experimentadas

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