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Paulie —propuso LeClair—. Necesito preguntarles ciertas cosas.

      La sonrisa de Hec permaneció en su cara, pero cerró con fuerza la mano que agarraba la lata de cerveza.

      —¿No quieres una cerveza, sheriff? Paulie, corre al cobertizo y tráele a Ira una bien fría.

      —No quiero cerveza, Héctor, y a Paulie no le pagan para que haga tus mandados. Quiero saber…

      —Pero, ¿ése quién es? —preguntó Hec señalándome con un movimiento de cabeza—. Tal vez no queramos contestar preguntas con él aquí.

      —Es el sargento García, que viene de Detroit. Estamos trabajando juntos.

      —¿Qué clase de trabajo? —preguntó Hec en tono de burla—. Ya terminó la cosecha de frijoles.

      LeClair puso dos dedos sobre el pecho del otro, más pesado que él, y lo empujó. Michaud perdió pie en la tierra suelta y cayó sentado dentro de la tumba a medio cavar, pero sin derramar una gota de cerveza. Miró a LeClair con ex­presión de sorpresa más que de enojo, y en sus ojos se asomó un destello de satisfacción.

      —No tenías ningún motivo para hacerme eso, Ira —protestó hablando con lentitud—. Ningún motivo.

      —Tal vez no, Hec —admitió LeClair mientras se arrodillaba a la orilla del sepulcro—, pero hay varias cosas que desde hace tiempo quiero constatar contigo y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. En tu lugar, yo me quedaría un poco más en el hoyo mientras conversamos. Paulie, lleva al sargento García al cobertizo y dale una cerveza. Él también tiene algunas preguntas que podrás contestar. ¿Entendido?

      —Haz lo que te dice el sheriff, Paulie —dijo Hec desde adentro del hoyo—. A lo mejor quiere hablar también con Billy mientras están allá arriba.

      Llegué sin aliento al cobertizo, pero el esfuerzo de trepar no le afectó nada a Paulie. Sacó dos cervezas de una hielera barata y me pasó una.

      —¿Estuvo usted en Vietnam? —me preguntó. Asentí—. Eso pensé cuando vi su brazalete. Ira también tiene uno. Yo he pensado pedir el mío, pero, ¿sabe?, un amigo mío mexicano estuvo allá. Creo que tenía muchos nombres. ¿Usted tiene también muchos nombres?

      —Claro que sí —repuse—: Lupe José Andrew Mardo Flores García.

      Los nombres de mis santos me brotaron con sorprendente facilidad de la lengua, después de años de no enumerarlos.

      —¡Flores! —exclamó, ansioso—. Ey, así se llamaba también mi amigo. Es lo mismo que “flower”, ¿verdad?

      Asentí, sin poder disimular una sonrisa. Se le contagiaba a cualquiera su buen humor.

      —Pues mire, Flower —prosiguió—, ¿qué le parece si escogemos un montón de tierra cómodo y nos sentamos con las cervezas? Ira dice que quiere preguntarme algo.

      —Tal vez conviene llamar también a Bill —dije, mirando alrededor con incertidumbre—. Así no tendré que repetirle las mismas preguntas.

      —Si habla en voz bastante alta, podrá preguntarle desde aquí —repuso—. Está enterrado allá junto a la barda, al lado del alcalde Gault.

      Le di un trago largo a mi cerveza antes de volverme a mirarlo. Él vigilaba de reojo mi reacción sin expresar nada.

      —Lo sorprendí —dijo con suavidad, sonriendo finalmente—. No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo también. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad en Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale, mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.

      —¿Cuánto hace que trabajas aquí?

      —No estoy tan seguro —dijo, arrugando el entrecejo—. El alcalde Gault ha estado aquí desde 1864 o 1862, y en la lápida de Bill dice 1973, pero no manejo muy bien el tema de los números, así que no puedo decirle exactamente cuánto tiempo llevo aquí. Es chistoso lo que pasa en los cementerios. El tiempo ya no importa tanto. Por ejemplo, Billy y el alcalde se llevan como cien años de diferencia, pero ahora están aquí juntos, contándose anécdotas de sus guerras y todo eso. Por lo menos es lo que espero.

      Se quedó en silencio, sorbiendo su cerveza.

      —Hace unas tres semanas hubo un funeral aquí, de Charles Costa. ¿Te acuerdas de eso?

      —Claro que me acuerdo. Sólo los números me dan dificultades.

      —Perdón, no quise… Bueno, en cualquier caso, ¿trabajaron tú y Héctor aquel día?

      —No, solamente yo. Fue un sábado por la tarde, y a Hec no le gusta trabajar los sábados. Pero aquello tuvo gracia, en realidad.

      —¿Gracia? ¿Qué pasó?

      —Fue el funeral más grande que he visto en mi vida. ¿Puede ver ese feo pedazo de mármol con cedros plantados en derredor, como si quisieran apartarlo de la plebe del resto del cementerio? Es de los Costa. Ya ve que es todo un monumento, ¿no cree? ¡Si hubiera visto la caja! Debió de ser del tamaño estándar, pero parecía mucho más grande. De cobre bruñido con incrustaciones de nogal. Pesaba como una tonelada. Tal vez ese fue el problema.

      —¿Qué problema?

      —Al terminar los ritos funerarios, el director no lograba activar el mecanismo para bajar el ataúd, pero no me refería a eso al decir que tuvo gracia. El director del funeral no era alguien de aquí, sino de Detroit, Claudio algo, y ha de haber traído una docena de asistentes con él, todos vestidos igual que capitanes de meseros, que se dedicaron a recorrer el cementerio como si fuera una noche de graduación poniendo flores y más cosas. Y entonces, tras tanto aparato, no vino nadie. Nada más Rol Costa júnior y su padre. Sólo ellos dos.

      —Ellos sí vinieron, entonces. ¿Tú los viste?

      —Sí, estuvimos juntos en la escuela, Rol y yo, y he visto a su padre por ahí. Llegaron en un Lincoln gigantesco, metieron al viejo Charlie a la tierra, y eso fue todo.

      —Aparte de ellos, ¿no hubo nadie más que los empleados de la funeraria, Hec y tú?

      —Ya le dije que Hec no estuvo aquí —dijo, ligeramente irritado—. No le gusta trabajar en sábado.

      —Parece que cuando está aquí eres tú quien hace casi todo el trabajo.

      —Puede ser —dijo, alzando los hombros—. Mire, tal vez Hec se aproveche un poco de mí, pero no me importa. Me siento feliz de estar fuera de aquel hospital haciendo algo, aunque sea solamente cavar fosas. Además, a veces Hec me defiende, como con la vieja señora Stansfield, que vive en su casa cerca de la barda del oeste, y yo no le sim­patizo, ¿sabe? Cuando llegó una queja porque me vieron trabajar sin camisa, supe enseguida que era ella y le pedí a Hec que hablara con la señora, y él dijo que sí. No recibe muchas quejas por mi trabajo. El cementerio luce bastante bien, ¿no cree usted, Flower? No digo para vivir aquí. Ya sabe a qué me refiero.

      —Se ve muy bien, Paulie —concurrí—. Está a la vista de cualquiera que trabajas mucho. ¿Cuándo se fueron los Costa?

      —Supongo que justo después del funeral. No estoy muy seguro porque me quedé dormido atrás del cobertizo.

      —Gracias, aprecio mucho tu colaboración.

      Sin pensarlo, me quité el delgado brazalete de oro del brazo y se lo entregué.

      —Ey, Flower —dijo, abriendo bien los ojos—, no tiene que darme nada. Me gusta poder hablar con alguien, ¿sabe?

      —Por favor, acepta, Paulie, yo… yo tengo otro igual en casa. Todo está bien.

      —Bueno,

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