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T. JOSHI

      LA EXCENTRICIDAD DE SIMON PARNACUTE

      I

      ERA UNA DE ESAS MAÑANAS de principios de primavera cuando hasta las calles de Londres irradian belleza. El día, que pasaba por el cielo con nubes como cabellos al aire, tocaba a todos con la magia de su propio regocijo irresponsable, mientras alternaba entre la risa y las lágrimas de chubascos repentinos.

      En el parque los árboles, con tenues vestimentas de gasa, se ocupaban tímidamente de pensar en las hojas venideras. En el aire había algo cortante, pero el sol nadaba por los deslumbrantes espacios azules con estallidos de calor casi de verano, y un viento, directo del sur hechizado, extendía su suave persuasión sobre todas las cosas, trayendo visiones demasiado bellas para durar: largos pensamientos de juventud, de praderas de prímulas, naves de velas blancas, olas sobre la arena amarilla, y otras imágenes innumerables y encantadoras.

      Tan potente, de hecho, era este hechizo del despertar de la primavera que Simon Parnacute, profesor de Economía Política retirado —hombre mayor, de rostro delgado, rumiando en su enorme cráneo las grandes cuestiones relacionadas con los sistemas de gobierno de las naciones— no fue, ni siquiera él, la excepción a la regla. Pues, cuando recorría lentamente la calle que iba de su departamento a los jardines de Little Park, era plenamente consciente de que esta ma­gia de la primavera corría también por su propia sangre, y de que el polvo que se había acumulado con los años en la superficie de su alma se estaba levantando por una de las brisas más suaves que hubiera sentido en todo el transcurso de su ardua carrera docente.

      Y —por casualidad— cuando llegó al final de la calle donde las casas desaparecían bajando hacia el parque abierto, el sol asomó de golpe a uno de los repentinos espacios de cielo azul y lo empapó en una ola de calor delicioso que para todo el mundo era como el calor de julio.

      El profesor Parnacute, antes catedrático, ahora sólo pensador, era un hombre de reflexiones exactas, que manejaba cuidadosamente los hechos de la vida como él los veía. Era buena persona y era íntegro. Se ocupaba de las grandes emociones, como corresponde a alguien que estudia naciones más que individuos, y de todas las diplomacias del corazón era groseramente ignorante. Siempre vivía en el centro del círculo —su propio círculo— y la excentricidad era para él una cosa absolutamente aborrecible. La convención lo regía en cuerpo, mente y alma. Conocer un pensamiento desordenado o una emoción inusitada lo perturbaba tanto como ver un cuadro chueco en la pared o el cuello de la camisa de un hombre saliendo del abrigo. La excentricidad era síntoma de una enfermedad.

      Así, cuando llegó al final de la calle y sintió el sol y el viento sobre sus mejillas curtidas, este inesperado llamado de la Naturaleza le llegó marcadamente como algo por completo fuera de lugar e ilegítimo: síntoma de una condición irregular de la mente que debía reprimirse al instante. Y fue justo aquí, mientras la multitud lo empujaba y lo retenía, que batió en su oído el canto encarnado de la primavera misma, cuyo hechizo estaba en proceso de relegar a su debido sitio en su economía personal: ¡oyó el cautivador canto de un pájaro!

      Paralizado de asombro y deleite, se quedó ahí de pie un minuto entero, escuchando. Luego, al voltear lentamente, se topó de frente con los ojitos suplicantes de un… mirlo; un mirlo en una jaula que colgaba en la pared afuera de una tienda para aficionados a los pájaros que estaba a sus espaldas.

      Quizá no se hubiera detenido más que estos pocos segundos, sin embargo, de no haber sido porque la multitud lo tuvo por un momento prisionero en un punto exactamente enfrente de la tienda, donde su cabeza, además, quedaba exactamente a la misma altura que la jaula colgada. Así, se vio necesa­riamente obligado a esperar y observar y escuchar; y, mientras lo hacía, el canto arrobado y suplicante del pájaro afectó los sentimientos que ya había despertado la primavera, urgiéndolos a elevarse y salir hasta un punto que se volvía peligrosamente conmovedor.

      Tanto el sonido como la imagen lo atraparon y lo retuvieron, fascinado.

      Percibió que el pájaro, quizá favorecido en otro tiempo, ahora estaba flaco y desaliñado, con sus plumas desarregladas por revolotear continuamente en su percha y por el aleteo interminable de alas y cuerpo contra los barrotes de su estrecha jaula. No tenía espacio para abrir bien las dos alas; a menudo se estrellaba con los costados de su prisión de madera, y toda la fuerza de su apasionado y vano deseo de libertad brillaba en los dos pequeños ojos resplandecientes que contemplaban implorantes a los transeúntes por entre los barrotes. Se veía quebrantado y exhausto de renovar incesantemente su inútil lucha. Saltando por la vara, inclinando de lado su delicada cabecita y mirando directo a los ojos del profesor, logró (por medio de alguna magia inarticulada que sólo conocen los ojos de las criaturas en prisión) explicar el mensaje de su dolor: el desgarrador anhelo de la libertad del cielo abierto, la elevación de los grandes vientos, la gloria del sol sobre sus plumas

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