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pesada de su mano sobre cada lecho de flores. “No se puede hacer esto, no se puede hacer aquello”, vi escrito en el aire. “Prohibido salir de los senderos angostos”, dijeron los barandales de rígido hierro negro. “No se puede andar aquí”, manifestaban todos los prados. “Usa los escalones”, “No cortes las flores, no hagas ruido de risas, cantos o bai­les”, prohibían letreros sobre la rosaleda. Y la declaración corriente de “Los infractores serán procesados” se modificaba en mensajes que aparecían sobre las araucarias y los acebos: “Los infractores serán destruidos”. Al final de cada terraza se erguían implacables agentes policiacos, carceleros, verdugos, quienes cantaban: “Ven con nosotros o quedarás eternamente entre los malditos”.

      Me congratulé por haber descubierto esa obvia explicación del ambiente carcelario que exudaban las Torres. No se me ocurrió que la pesada influencia póstuma del viejo Samuel Franklyn fuese insuficiente como solución. La viuda, con su esfuerzo por “tratar de ordenar”, intentaba olvidar el miedo y el credo deprimente que adoptó por obligación. Frances, con su mente delicada, no hablaba del asunto, pues se refería a la influencia de un hombre a quien su amiga había amado. Me sentí más ligero, se me quitó una carga de encima. Recordé una máxima que leí no sé dónde: “Asociar lo desconocido a lo conocido significa entender”. Experimenté un gran alivio; al fin podría hablarle a Frances, y aun a mi anfitriona, sobre el tema sin riesgo de dar pasos en falso. Pues tenía la llave en la mano, y podría incluso ayudar a disipar la Sombra, a “tratar de ordenar”. ¡Quizás así se justificaba haber sido invitados por tanto tiempo!

      Riéndome, quizá de mí mismo, entré en la casa. “¡Tal vez la perspectiva del artista, sin dogmas duros y sencillos, sea igual de estrecha que las demás! ¡La humanidad es algo tan pequeño! ¿Por qué no será posible que exista una combinación verdadera de todos los puntos de vista?”

      A pesar de mi gran descubrimiento sobre poner las cosas en su sitio, me dominó con mucha fuerza el sentimiento de “inestabilidad”. Y de pronto me encontré con Frances, que bajaba por las escaleras con un portafolios de bocetos bajo el brazo.

      Desde su llegada estuvo trabajando mucho, pero me di cuenta abruptamente de que no me había mostrado nada de lo que llevaba hecho. Me pareció raro, poco natural. La manera en que quiso pasar junto a mí confirmó mi sospecha inicial: sus trabajos no estaban a la altura que debían.

      —¡Un momento! —le dije entre risas—. Es la hora de exponer tus cosas. No he visto nada de lo que has hecho desde que llegaste; tú, que siempre me enseñas todo. Eso me parece una atrocidad degradante.

      Mi risa quedó congelada. Hizo un gesto de astucia tratando de pasar a mi lado, y casi decidí dejarla pasar, pues me afectó ver la expresión en su cara: incómoda, avergonzada, sonrojándose y empalideciendo, y me hizo pensar en un niño que es sorprendido en alguna travesura secreta. Casi expresaba miedo.

      —¿Es porque todavía no están terminados? —pregunté con mayor seriedad—. ¿O son demasiado buenos para que yo los entienda?

      Mi crítica pictórica, según solía decirme, resultaba a veces burda e ignorante. Añadí:

      —Me los dejarás ver más adelante, ¿verdad?

      Sin embargo, Frances no quiso tomar esa salida que le ofrecía yo. Cambió de opinión y sacó el portafolios que llevaba bajo el brazo.

      —Si de verdad lo deseas, Bill, puedes verlos —dijo en voz queda, en un tono que evocaba a una nana que habla con un niño recién salido de la infancia primera—. Tienes edad suficiente para contemplar el horror y la fealdad… aunque no te lo aconsejo.

      —Quiero verlos —repuse, y me di vuelta para bajar junto a ella, pero me dijo:

      —Mejor sube conmigo a mi cuarto, ahí nadie nos molestará.

      Creí que iba de camino a mostrar sus obras a la anfitriona, y no deseaba que las viéramos al mismo tiempo. Mi mente comenzó a trabajar con furia.

      —Mabel me pidió que los hiciera —explicó en un tono de voz que expresaba un horror sumiso, después de cerrar la puerta—. De hecho, me lo suplicó. Ya sabes que es muy per­sistente a pesar de ser tan callada. Tuve… no tuve más remedio que hacerlos.

      Se sonrojó y abrió el portafolios sobre la mesa al lado de la ventana, y se puso tras de mí mientras yo iba pasando los bocetos, cuyos temas comprendían el terreno, los árboles y el jardín. Al comenzar mi inspección no hallé ningún motivo por el cual pudiera ofenderse el sentido de modestia de mi hermana. Mi atención se desvió por un instante, pues otra pieza del rompecabezas caía en su sitio, definiendo con mayor exactitud aquello que yo nombré “la Sombra”. Me acordé de que la señora Franklyn, en la biblioteca, me sugirió que quizá podría escribir algo sobre el lugar; yo supuse entonces que no se trataba más que de otro de sus comentarios banales y no le puse más atención. Sin embargo, entendí de pronto que hablaba en serio. Deseaba las interpretaciones expresa­das por nuestros “talentos” respectivos en pinturas y escritos. Eso revelaba los motivos de su invitación. Nos dejaba solos a propósito.

      —Me gustaría romper todo —susurró Frances detrás de mí, temblando—. Sólo que prometí…

      Se interrumpió un momento.

      —¿Le prometiste que no los romperías? —pregunté, con los ojos adheridos a los bocetos y sintiendo una rara angustia.

      —Le prometí que antes se los enseñaría a ella —terminó, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.

      Carezco de comprensión intuitiva e inmediata del valor de las obras pictóricas. Todos creen que sus juicios son acertados, pero yo no me considero mejor espectador que cualquier persona común y corriente. Con frecuencia Frances me encontraba culpable de errores y de una gran ignorancia. Sólo puedo decir que examiné los bocetos con asombro y repulsión. Me parecieron atroces. Sentí vergüenza por mi hermana, quien con algún pretexto se movió al otro lado de la habitación y no los examinó junto a mí. Su talento era mediocre, pero conocía momentos de inspiración. Es decir, momentos en que una visión de la belleza no habitual en ella pasaba divinamente por sus labores. Las interpretacio­nes de aquellos últimos dibujos me parecieron indudables frutos de inspiración, mas no la suya. La ejecución era excelente; al mismo tiempo, resultaban atroces. Sus significados apenas quedaban sugeridos, sin nunca ir más lejos. Implicaban habilidad y poder pecaminosos, hacían sugerencias abominables, dejando casi todo a la imaginación. Encontrar esa especie de significados en un jardín burgués e inter­pretarlos con tanta delicadeza y certidumbre presentaba ciertos simbolismos siniestros, incluso diabólicos. La delicadeza la aportaba la pintora, pero el punto de vista correspondía a otra persona. La palabra que se me ocurrió no fue la burda descripción de lo “impuro”, sino una obra que se manifestaba contra la pureza, algo mucho más fundamental: la antipureza.

      Fui pasando los bocetos uno por uno, como pasa un niño las páginas de un libro prohibido, temeroso de ser sorprendido.

      —¿Qué hace Mabel con ellos? —le pregunté en voz baja al acercarme al final—. ¿Los guarda?

      —Toma notas en un cuaderno y después los destruye —fue la respuesta desde el otro lado del cuarto, con un suspiro de alivio—. Me alegro de que los hayas visto, Bill. Quería enseñártelos, pero me daba miedo. ¿Me entiendes?

      —Entiendo —repliqué, aunque la pregunta no necesitaba respuesta. Lo único que logré entender fue que la mentalidad de Mabel era igual de dulce y pura que la de mi hermana, y que tendría buenas razones para actuar de tal manera. ¡Destruía los bocetos, pero antes tomaba notas! Constituían una interpretación del lugar que ella buscaba. Como hermano sentí un poco de resentimiento, pues Frances desperdiciaba tiempo y talento cuando podría estar haciendo obras que podría vender. Naturalmente, también sentí otras cosas…

      —Mabel insiste absolutamente en pagarme cinco guineas por cada uno.

      Me quedé estúpidamente sin palabras durante un mo­mento.

      —Debo aceptar o irme —prosiguió tranquilamente, aunque se puso un poco pálida—.

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