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oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante presente en sus ojos color café dejaba en claro que había liderado ejércitos en el campo de batalla. A su lado, sobre la escalera, había una pistola amartillada, lista para disparar. Él estaba inclinado sobre una espada corta envainada, y observaba un hilo de sangre que iba cayendo lentamente escalón por escalón, una línea oscura sobre el mármol amarillo y blanco.

      —Mariscal de campo Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.

      El hombre levantó la mirada.

      —Creo que no nos conocemos.

      —Sí nos conocemos —explicó Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.

      —Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Le pido disculpas.

      Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.

      —Señor, me han mandado llamar. No me han informado quién fue ni por qué motivo.

      —Sí —dijo Tamas—. Fui yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me dijo que ustedes trabajaron juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.

      Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.

      —No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.

      —Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.

      Adamat se lo quedó mirando, perplejo.

      —Usted… ¿quiere mi ayuda?

      El mariscal de campo levantó una ceja.

      —¿Es un pedido tan inusual? Usted fue un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, tiene una memoria perfecta.

      —Aun así, señor.

      —¿Qué?

      —Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, aunque sí sigo aceptando trabajos.

      —Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar sus servicios, ¿verdad?

      —Bueno, no… pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?

      Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.

      —Se encerró en la capilla.

      —Usted llevó a cabo un golpe de estado —dijo Adamat.

      Por el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Usaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.

      —Hay muchos cuerpos para mover —dijo el deliví.

      Tamas miró de soslayo a su subordinado.

      —Ya lo sé.

      —¿Quién es este? —preguntó Sabon.

      —El inspector que solicitó Cenka.

      —No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.

      —Cenka confiaba en él.

      —Usted llevó a cabo un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.

      —Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo el mariscal—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.

      El deliví asintió con la cabeza y desapareció.

      —¡Señor! —exclamó Adamat—. ¿Qué hizo? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.

      Tamas apretó los labios.

      —Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, los masacré a todos. ¿Cree que un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque me darían problemas?

      Adamat aflojó la mano. Sintió que se descomponía.

      —Supongo que no.

      —Cenka me dio a entender que usted es un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar sus servicios. Si no lo es, lo mataré ahora mismo y buscaré la solución en otro lado.

      —Usted llevó a cabo un golpe de estado —volvió a decir Adamat.

      Tamas suspiró.

      —¿Debemos volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Dígame algo, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿le parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?

      —No creía que ninguna de ellas tuviera la habilidad —respondió Adamat—. O el coraje. —Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de la escalera, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal de campo. Tenía el cabello desaliñado; había gotas de sangre en su chaqueta; unas cuantas, ahora que le prestaba atención. Era como si lo hubiesen rociado. Tenía ojeras marcadas y un cansancio que hablaba de algo más que solo la edad—. No aceptaré un trabajo a ciegas. Dígame qué quiere.

      —Los asesinamos mientras dormían —dijo sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como al mariscal le habría gustado—. Triunfamos. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.

      Adamat esperó.

      –“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para usted?

      Adamat se alisó el frente de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.

      —No. La Promesa de Kresimir… romper… rota… Un momento: La Promesa Rota de Kresimir. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una pandilla callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?

      —A él le sonaba familiar. Estaba seguro de que usted lo recordaría.

      —Yo no me olvido nada —dijo Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una pandilla que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.

      —¿Qué les sucedió?

      Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.

      —Un día desaparecieron, todos… incluidos nuestros informantes. Los encontramos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con poderosos hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.

      Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.

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