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canalla! —exclamó Holmes—. ¡Lestrade, por favor, su frasco de brandy! ¡Llévenla a esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho que pierda el conocimiento.

      La señora Stapleton abrió de nuevo los ojos.

      —¿Está a salvo? —preguntó—. ¿Ha escapado?

      —No se nos escapará, señora.

      —No, no; no me refiero a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?

      —Sí.

      —¿Y el sabueso?

      —Muerto.

      La señora Stapleton dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.

      —¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¡El muy canalla! ¡Vean cómo me ha tratado! —retiró las mangas del vestido para mostrarnos los brazos y vimos con horror que estaban llenos de cardenales—. Pero esto no es nada, ¡nada! Lo que ha torturado y profanado han sido mi mente y mi alma. Lo he soportado todo, malos tratos, soledad, una vida de engaño, todo, mientras aún podía agarrarme a la esperanza de que seguía queriéndome, pero ahora sé que también en eso he sido su víctima y su instrumento —unos sollozos apasionados interrumpieron sus palabras.

      —Puesto que no tiene usted motivo alguno para estarle agradecida —le dijo Holmes—, infórmenos de dónde podemos encontrarlo. Si alguna vez le ha ayudado en el mal, colabore ahora con nosotros y expíe el pasado de ese modo.

      —Sólo hay un sitio a donde puede haber escapado —respondió ella—. Existe una vieja mina de estaño en la isla que ocupa el corazón de la ciénaga. Allí encerraba a su sabueso y también allí hizo preparativos por si alguna vez necesitaba un refugio. Habrá ido en esa dirección.

      La niebla descansaba sobre la ventana como una capa de lana blanca. Holmes acercó la lámpara a los cristales.

      —Vea —dijo—. Esta noche nadie es capaz de adentrarse en la gran ciénaga de Grimpen.

      La señora Stapleton se echó a reír y empezó a dar palmadas. Sus ojos y sus dientes brillaron con una alegría feroz.

      —Tal vez haya conseguido entrar, pero no saldrá —exclamó—. No podrá ver las varitas que sirven de guía. Las colocamos juntos para señalar la senda a través de la ciénaga. ¡Ah, si hubiera podido arrancarlas hoy! Entonces seguro que lo tendrían ustedes a su merced.

      Evidentemente era inútil proseguir la búsqueda antes de que levantara la niebla. Dejamos a Lestrade para que custodiara la casa y Holmes y yo regresamos a la mansión con el baronet. Ya no podíamos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton, pero encajó con mucho valor las revelaciones sobre la mujer de la que se había enamorado. De todos modos, la impresión producida por las aventuras nocturnas le había destrozado los nervios y poco después deliraba ya con una fiebre muy alta, atendido por el doctor Mortimer. Los dos estaban destinados a dar la vuelta al mundo antes de que Sir Henry volviese a ser el hombre robusto y cordial que fuera antes de convertirse en el dueño de aquella mansión cargada con el peso de la leyenda.

      Y ya sólo me queda llegar rápidamente al desenlace de esta narración singular con la que he tratado de conseguir que el lector compartiera los miedos oscuros y las vagas conjeturas que ensombrecieron durante tantas semanas nuestras vidas y que concluyeron de manera tan trágica. A la mañana siguiente se levantó la niebla y la señora Stapleton nos llevó hasta el sitio donde ella y su esposo habían encontrado un camino practicable para penetrar en el pantano. El interés y la alegría con que aquella mujer nos puso sobre la pista de su marido nos ayudó a comprender mejor los horrores de su vida con Stapleton. La dejamos en la estrecha península de suelo firme de turba que acababa desapareciendo en la ciénaga. A partir de allí unas varitas clavadas en la tierra iban mostrando el sendero, que zigzagueaba de juncar en juncar entre las pozas llenas de verdín y los fétidos cenagales que cerraban el paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las exuberantes y viscosas plantas acuáticas despedían olor a putrefacción y nos lanzaban a la cara densos vapores miasmáticos, mientras que al menor paso en falso nos hundíamos hasta el muslo en el oscuro fango tembloroso que, a varios metros a la redonda, se estremecía en suaves ondulaciones bajo nuestros pies, tiraba con tenacidad de nuestros talones mientras avanzábamos y, cada vez que nos hundíamos en él, se transformaba en una mano malévola que quería llevarnos hacia aquellas horribles profundidades: tal era la intensidad y la decisión del abrazo con que nos sujetaba. Sólo una vez comprobamos que alguien había seguido senda tan peligrosa antes de nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo mantenía fuera del fango sobresalía un objeto oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos estado allí para ayudarlo nunca hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que alzó en el aire fue una bota vieja de color negro. «Meyers, Toronto» estaba impreso en el interior del cuero.

      —El baño de barro estaba justificado —dijo Holmes—. Es la bota perdida de nuestro amigo Sir Henry.

      —Arrojada aquí por Stapleton en su huida.

      —En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner al sabueso en la pista del baronet. Luego, todavía empuñando la bota, escapó al darse cuenta de que había perdido la partida. Y la arrojó lejos de sí en este sitio durante su huida. Ya sabemos al menos que logró llegar hasta aquí.

      Pero no estábamos destinados a saber nada más, aunque pudimos deducir muchas otras cosas. No existía la menor posibilidad de encontrar huellas en el pantano, porque el barro que se alzaba con cada pisada las cubría rápidamente y, aunque las buscamos ávidamente cuando por fin llegamos a tierra firme, nunca encontramos ni el menor rastro. Si la tierra nos contó una historia verdadera, hay que creer que Stapleton nunca llegó a la isla que aquella última noche trató de alcanzar entre la niebla y en la que esperaba refugiarse. Hundido en algún lugar del corazón de la gran ciénaga, en el fétido limo del enorme pantano que se lo había tragado, quedó enterrado para siempre aquel hombre frío de corazón despiadado.

      En la isla del centro del pantano donde escondía a su cruel aliado hallamos muchos rastros de su presencia. Una enorme rueda motriz y un pozo lleno a medias de escombros señalaban la posición de una mina abandonada. Junto a ella se encontraban los derruidos restos de unas chozas; los mineros, sin duda, habían terminado por marcharse, incapaces de resistir el hedor apestoso que los rodeaba. En una de ellas una armella y una cadena, junto a unos huesos roídos, mostraban el sitio donde el sabueso permanecía confinado. Entre los demás restos encontramos un esqueleto que tenía pegados unos mechones castaños.

      —¡Un perro! —dijo Holmes—. Sin duda un spaniel de pelo rizado. El pobre Mortimer nunca volverá a ver a su preferido. Bien; no creo que este lugar contenga ningún secreto que no hayamos descubierto ya. Stapleton escondía al sabueso, pero no podía impedir que se le oyera, y de ahí los aullidos que ni siquiera durante el día resultaban agradables. En los momentos críticos podía encerrarlo en una de las dependencias de Merripit, pero eso significaba correr un riesgo, y sólo el gran día, la jornada en que Stapleton iba a culminar todos sus esfuerzos, se atrevió a hacerlo. La pasta que hay en esa lata es sin duda la mezcla luminosa con que embadurnaba al animal. La idea se la sugirió, por supuesto, la leyenda del sabueso infernal y el deseo de dar un susto de muerte al anciano Sir Charles. No tiene nada de extraño que Selden, aquel pobre diablo, corriera y gritara, como lo ha hecho nuestro amigo, y como podíamos haberlo hecho nosotros, cuando vio a semejante criatura siguiendo su rastro a grandes saltos por el páramo a oscuras. Era una estratagema muy astuta, porque, además de la posibilidad de provocar la muerte de la víctima elegida, ¿qué campesino se atrevería a interesarse de cerca por semejante criatura en el caso de que, como les ha sucedido a muchos, la viera por el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y lo repito ahora: nunca hemos contribuido a acabar con un hombre tan peligroso como el que ahí yace —y extendió su largo brazo hacia la enorme extensión de la ciénaga, cubierta de manchas verdes, que se prolongaba hasta confundirse con el color rojizo del páramo.

      15. Examen retrospectivo

      En

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