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que Dantés ha dejado al pasar en Porto-Ferrajo.

      -Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto-Ferrajo… ?

      Danglars se sonrojó.

      -Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta.

      -Nada me dijo aún -contestó el naviero-, pero si trae esa carta, él me la dará.

      Danglars reflexionó un instante.

      -En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.

      En esto volvió el joven y Danglars se alejó.

      -Querido Dantés, ¿estáis ya libre? -le preguntó el naviero.

      -Sí, señor.

      -La operación no ha sido larga, vamos.

      -No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico.

      -¿Conque nada tenéis que hacer aquí?

      Dantés cruzó una ojeada en torno.

      -No, todo está en orden.

      -Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?

      -Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis.

      -Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo.

      -¿Sabéis cómo está mi padre? -preguntó Dantés con interés.

      -Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto.

      -Continuará encerrado en su mísero cuartucho.

      -Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia.

      Dantés se sonrió.

      -Mi padre es demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubiera carecido de lo más necesario, dudo que pidiera nada a nadie, excepto a Dios.

      -Bien, entonces después de esa primera visita cuento con vos.

      -Os repito mis excusas, señor Morrel; pero después de esa primera visita quiero hacer otra no menos interesante a mi corazón.

      -¡Ah!, es verdad, Dantés, me olvidaba de que en el barrio de los Catalanes hay una persona que debe esperaros con tanta impaciencia como vuestro padre, la hermosa Mercedes.

      Dantés se sonrojó intensamente.

      -Ya, ya -repuso el naviero-; por eso no me asombra que haya ido tres veces a pedir información acerca de la vuelta de El Faraón. ¡Cáspita! Edmundo, en verdad que sois hombre que entiende del asunto. Tenéis una querida muy guapa.

      -No es querida, señor Morrel -dijo con gravedad el marino-; es mi novia.

      -Es lo mismo -contestó el naviero, riéndose.

      -Para nosotros no, señor Morrel.

      -Vamos, vamos, mi querido Edmundo -replicó el señor Morrel-, no quiero deteneros por más tiempo. Habéis desempeñado harto bien mis negocios para que yo os impida que os ocupéis de los vuestros. ¿Necesitáis dinero?

      -No, señor; conservo todos mis sueldos de viaje.

      -Sois un muchacho muy ahorrativo, Edmundo.

      -Y añadid que tengo un padre pobre, señor Morrel.

      -Sí, ya sé que sois buen hijo. Id a ver a vuestro padre.

      El joven dijo, saludando:

      -Con vuestro permiso.

      -Pero ¿no tenéis nada que decirme?

      -No, señor.

      -El capitán Lederc, ¿no os dio al morir una carta para mí?

      -¡Oh!, no; le hubiera sido imposible escribirla; pero esto me recuerda que tendré que pediros licencia por unos días.

      -¿Para casaros?

      -Primeramente, para eso, y luego para ir a París.

      -Bueno, bueno, por el tiempo que queráis, Dantés. La operación de descargar el buque nos ocupará seis semanas lo menos, de manera que no podrá darse a la vela otra vez hasta dentro de tres meses. Para esa época sí necesito que estéis de vuelta, porque El Faraón -continuó el naviero tocando en el hombro al joven marino- no podría volver a partir sin su capitán.

      -¡Sin su capitán! -exclamó Dantés con los ojos radiantes de alegría-. Pensad lo que decís, señor Morrel, porque esas palabras hacen nacer las ilusiones más queridas de mi corazón. ¿Pensáis nombrarme capitán de El Faraón?

      -Si sólo dependiera de mí, os daría la mano, mi querido Dantés, diciéndoos… «es cosa hecha»; pero tengo un socio, y ya sabéis el refrán italiano: Chi a compagno a padrone. Sin embargo, mucho es que de dos votos tengáis ya uno; en cuanto al otro confiad en mí, que yo haré lo posible por que lo obtengáis también.

      -¡Oh, señor Morrel! -exclamó el joven con los ojos inundados en lágrimas y estrechando la mano del naviero-; señor Morrel, os doy gracias en nombre de mi padre y de Mercedes.

      -Basta, basta -dijo Morrel-. Siempre hay Dios en el cielo para la gente honrada; id a verlos y volved después a mi encuentro.

      -¿No queréis que os conduzca a tierra?

      -No, gracias: tengo aún que arreglar mis cuentas con Danglars. ¿Os llevasteis bien con él durante el viaje?

      -Según el sentido que deis a esa pregunta. Como camarada, no, porque creo que no me desea bien, desde el día en que a consecuencia de cierta disputa le propuse que nos detuviésemos los dos solos diez minutos en la isla de Montecristo, proposición que no aceptó. Como agente de vuestros negocios, nada tengo que decir y quedaréis satisfecho.

      -Si llegáis a ser capitán de El Faraón, ¿os llevaréis bien con Danglars?

      -Capitán o segundo, señor Morrel -respondió Dantés-, guardaré siempre las mayores consideraciones a aquellos que posean la confianza de mis principales.

      -Vamos, vamos, Dantés, veo que sois cabalmente un excelente muchacho. No quiero deteneros más, porque noto que estáis ardiendo de impaciencia.

      -¿Me permitís… , entonces?

      -Sí, ya podéis iros.

      -¿Podré usar la lancha que os trajo?

      -¡No faltaba más!

      -Hasta la vista, señor Morrel, y gracias por todo.

      -Que Dios os guíe.

      -Hasta la vista, señor Morrel.

      -Hasta la vista, mi querido Edmundo.

      El joven saltó a la lancha, y sentándose en la popa dio orden de abordar a la Cannebière. Dos marineros iban al remo, y la lancha se deslizó con toda la rapidez que es posible en medio de los mil buques que obstruyen la especie de callejón formado por dos filas de barcos desde la entrada del puerto al muelle de Orleáns.

      El naviero le siguió con la mirada, sonriéndose hasta que le vio saltar a los escalones del muelle y confundirse entre la multitud, que desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche llena la famosa calle de la Cannebière, de la que tan orgullosos se sienten los modernos focenses, que dicen con la mayor seriedad: «Si París tuviese la Cannebière, sería una Marsella en pequeño.»

      Al volverse el naviero, vio detrás de sí a Danglars, que aparentemente esperaba sus órdenes; pero que en realidad vigilaba al joven marino. Sin embargo, esas dos miradas dirigidas al mismo hombre eran muy diferentes.

      Capítulo 2 El padre y el hijo

      Y

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