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convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia… La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.

      Renata profirió una exclamación.

      -Eso es saber hablar -dijo uno de los invitados.

      -Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos -añadió otro.

      -Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort -indicó un tercero- fue cuando… esa última causa… , ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo.

      -¡Oh… !, para los parricidas no debe haber perdón -dijo Renata-; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos…

      -¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata -exclamó la marquesa-, porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!

      -También admito eso, señor Villefort -repuso Renata-, si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo.

      -Descuidad -dijo Villefort con una sonrisa muy tierna-, sentenciaremos juntos.

      -Hija mía -dijo la marquesa-, atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina…

      -Cedant arma togae -añadió Villefort inclinándose.

      -No me atrevía a hablar en latín -prosiguió la marquesa.

      -Me parece que estaría más contenta si fueseis médico -replicó Renata-. El ángel exterminador, aunque ángel, me asusta mucho.

      -¡Qué buena sois! -murmuró Villefort con una mirada amorosa.

      -Hija mía -añadió el marqués-, el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El cargo no puede ser más honroso.

      -Y así hará olvidar el que ejerció su padre -añadió la incorregible marquesa.

      -Señora -repuso Villefort con triste sonrisa-, ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión.

      Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados, como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo.

      -Exactamente, querido Villefort -repuso el conde de Salvieux-, eso mismo decía yo anteayer en las Tullerías al ministro que se admiraba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Villefort (reparad que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de pertenecer en cuerpo y alma a mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la marquesa de Saint-Meran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo ellos consultado y pedido mi autorización.»

      -¿Eso dijo el rey? -exclamó Villefort lleno de gozo.

      -Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M. cuando le habló de esta boda hace seis meses.

      -Es verdad -añadió el marqués.

      -¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio?

      -Así me gusta -añadió la marquesa-. Vengan ahora conspiradores y ya verán…

      -Yo, madre mía -dijo al punto Renata-, ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila.

      -Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada -repuso Villefort sonriendo-. Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario esos males agudos cuya curación honra.

      En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto, excusándose, y regresó poco después lleno de alegría.

      Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Villefort, con sus ojos azules, su pálida tez y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios, como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición.

      -A propósito, señorita -dijo al fin Villefort-, ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas.

      -¿Y para qué? -le preguntó la joven un tanto inquieta.

      -¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está in extremis. La enfermedad es tan grave que quizá termine en el cadalso.

      -¡Dios mío! -exclamó Renata palideciendo.

      -¿De veras? -dijeron a coro todos los presentes.

      -Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista.

      -¿Será posible? -exclamó la marquesa.

      -He aquí lo que dice la delación -y leyó Villefort en voz alta-: «Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

      »Fácilmente se tendrá la prueba de su delito, prendiéndole, porque la carta se hallará en su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.»

      -Pero esta carta -dijo Renata-, además de ser un anónimo, no se dirige a vos, sino al procurador del rey.

      -Sí, pero con la ausencia del procurador, el secretario que abre sus cartas abrió ésta, mandóme buscar, y como no me encontrasen, dispuso inmediatamente el arresto del culpable.

      -¿De modo que está preso el culpable? -preguntó la marquesa.

      -Decid mejor el acusado -repuso Renata.

      -Sí, señora, y conforme a lo que hace unos instantes tuve el honor de deciros, si damos con la carta consabida, el enfermo no tiene cura.

      -¿Y dónde está ese desdichado? -le preguntó Renata.

      -En mi casa.

      -Pues corred, amigo mío -dijo el marqués-. No descuidéis por nuestra causa el servicio de S. M.

      -¡Oh, Villefort! -balbució Renata juntando las manos-. ¡Indulgencia! Hoy es el día de nuestra boda.

      Villefort dio una vuelta a la mesa, y apoyándose en el respaldo de la silla de la joven, le dijo:

      -Por no disgustaros, haré cuanto me sea posible, querida Renata; pero si no mienten las señas, si es cierta la acusación, me veré obligado a cortar esa mala hierba bonapartista.

      Estremecióse Renata al oír la palabra cortar, porque la hierba en cuestión tenía una cabeza sobre los hombros.

      -¡Bah! -dijo la marquesa-, no os preocupéis por esa niña, Villefort; ya se irá acostumbrando.

      Diciendo esto, presentó al sustituto una mano descarnada, que él besó, aunque con los ojos clavados en Renata, como si le dijese: “Vuestra mano es la que beso… , o la que quisiera besar ahora”.

      -¡Mal agüero! -murmuró Renata.

      -¿Qué

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