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lo alto, a un costado del valle. Tenía la sensación de que ahora no habría vuelta atrás. Pero casi de inmediato Sam se detuvo.

      —Maldición. El rastro se dirige a aquel acantilado.

      —Tendremos que encontrar otra forma —Marcio miró a su alrededor y recordó algo. El silencio y la quietud: era como si estuvieran siendo observados. No, no era solamente que estuvieran siendo observados. Era la misma sensación que cuando los hombres del alguacil los habían estado siguiendo a él, a Edyon y a Holywell. Justo como cuando mataron a Holy­well con una lanza. Nada pasaba. Ni una hoja se movía, ni una sola ave cantaba.

      Nada.

      Tal vez, Marcio sólo estaba imaginando todo.

      Pero entonces escuchó un ave.

      No, no era un ave: era un sonido de aleteo.

      Sam gritó y sujetó a Marcio, lo jaló hacia un costado mientras una lanza perforaba el suelo a un paso de distancia. En la punta de la lanza había un trozo de tela. Aleteando mientras la lanza volaba por el aire había producido aquel peculiar sonido. En la tela estaba la figura con la cabeza de un toro.

      Desde la izquierda de Marcio llegaron más sonidos de aleteo.

      Marcio jaló a Sam hacia atrás en el instante en que otra lanza con una bandera se clavaba en el suelo donde éste había estado.

      Luego llegó desde atrás otro sonido de aleteo. Ahora fue Sam quien empujó a Marcio a un costado mientras una lanza aterrizaba a los pies del primero.

      Avanzaron hacia el acantilado. Más lanzas siguieron cayendo durante todo su trayecto. Los estaban obligando a trepar la pared rocosa.

      —Necesitamos llegar arriba. Eso es lo que quieren que hagamos —Marcio encontró un asidero en el acantilado y comenzó a subir. Sam lo siguió.

      Los asideros se hacían cada más difíciles de alcanzar a medida que Marcio trepaba. Y entonces se sintió totalmente expuesto. En cualquier momento, los chicos podrían arrojarle una lanza a la espalda. Su vida estaba en manos de ellos.

      Marcio maldijo, aunque siguió subiendo hasta que sus dedos alcanzaron la cima del acantilado. Las piernas le temblaron por el esfuerzo al extender la mano. Palpó a su alrededor, encontró un pequeño asidero y con un esfuerzo desesperado se impulsó hacia arriba.

      Parado frente a él, en la cima del acantilado, había un jovencito, no mayor que él mismo e igual de delgado, aunque sus brazos desnudos eran musculosos y nervudos. Llevaba un chaleco de cuero con una insignia roja y negra, representando la cabeza de un toro, cosida a la altura del corazón. Y pegado a su cinturón encurtido, había una botella envuelta en piel, con una hendidura que revelaba una astilla de un brillo púrpura. Lo más importante era que el chico sostenía una lanza, que ahora bajó para que su afilada punta quedara a un palmo del ojo derecho de Marcio.

      —Ojos plateados. ¡Lindos! Pensé que ustedes, los abascos, estaban todos muertos o eran esclavos.

      —Pensaste mal.

      —No es la primera vez —y el chico bajó su lanza y extendió la mano—. Déjame ayudarte.

      Marcio ignoró el gesto, no confiaba en el chico, y tomó impulso para trepar por su cuenta.

      —Hermoso día para escalar un poco. Por cierto, mi nombre es Rashford.

      —Yo soy Marcio —dio media vuelta, miró por encima del acantilado, y agregó—: él es Sam.

      Rashford también miró por encima del borde.

      —Parece que Sam está tiene algunas dificultades.

      Marcio no estaba seguro de cómo proceder.

      —Podrías ayudarlo.

      —¿Te refieres a atraparlo si cae? —Rashford sonrió y dio un paso atrás, levantando nuevamente su lanza en dirección al pecho de Marcio—. No soy de los que personas que ayudan. ¿Qué tipo de persona eres tú, Marcio?

      —Por lo general, de las que se indignan cuando les apuntan con una lanza.

      —Puedo verlo —Rashford empujó su lanza hacia Marcio, quien tuvo que retroceder hasta el borde del acantilado—. Pero yo también me indigno. No soporto a quienes nos siguen —golpeó con la lanza a Marcio, quien se tambaleó en el borde del acantilado—. A quienes nos espían —lo pinchó de nuevo con la lanza y Marcio tuvo que sujetarla para no caer.

      —No los espiamos, Sam y yo queremos unirnos a su ejército.

      —¿Ejército? ¿Sólo de chicos? ¿Sin nobles al mando? ¿Sin caballeros?

      —Son fuertes, rápidos, buenos para arrojar lanzas —miró al suelo y vio que las lanzas habían sido recogidas por varios de los chicos que estaban en pie debajo de él—. Muy buenos para acechar. Y para ocultar su rastro, cuando lo desean.

      —Creo que empiezo a entender lo que dices —Rashford retrocedió un poco, concediendo a Marcio un poco más de espacio—. Pero ¿en qué eres bueno, Marcio? ¿Qué puedes ofrecer a este ejército? ¿Eres fuerte? ¿Rápido? ¿Hábil con una lanza?

      Marcio se encogió de hombros.

      —Soy hábil sirviendo vino.

      Rashford se echó a reír.

      —No es que tengamos mucho por aquí y creo que si tuviera algo yo mismo podría servírmelo.

      —Serví vino para el príncipe Thelonius. He viajado a Calidor y a Pitoria. Conozco el humo de demonio púrpura. Sé que te hace más fuerte y rápido. Y también sé que sana. Yo mismo me he curado con el humo. Apuesto a que eso es lo que hay dentro de esa botella que tienes allí.

      Rashford levantó su lanza hasta que la punta estuvo de nuevo justo frente al ojo derecho de Marcio.

      —Ciertamente, sabes mucho, Marcio. Tal vez demasiado. Yo no iría alardeando por allí mis lazos con el príncipe Thelonius. Estás en Brigant. Thelonius es el enemigo, eso debes saberlo muy bien.

      —Y yo soy un abasco. La víctima de todos, el esclavo de todos. Pero en el fondo, los abascos no somos víctimas ni esclavos: somos luchadores. Nunca más volverán a convertirme en esclavo, para ello combatiré.

      Rashford sonrió.

      —Bien, eso es lo que yo llamaría actitud. Pero claro, si quieren unirse a nosotros, van a tener que demostrar de qué están hechos. Tendremos que ver un verdadero espíritu combativo —Rashford retrocedió y agregó—: ¿Por qué no le das una mano a tu amigo? No deberías dejarlo allí colgado.

      En ese momento, los dedos de Sam alcanzaron la cima del acantilado y Marcio lo tomó por las muñecas y lo asistió en la última parte del ascenso. Cuando Marcio giró hacia Rashford, vio que los otros chicos ya se habían reunido junto a él. Llevaban jubones de cuero con insignias rojas y negras de cabezas de toros; todos sostenían lanzas con banderines, algunos portaban espadas cortas y cuchillos en el cinto. Algunos parecían tener pintura de guerra roja y negra en sus rostros, algunos sonreían, otros fruncían el ceño, todos estaban muy delgados, ninguno parecía lo suficientemente mayor para necesitar afeitarse.

      —Adelante, Marcio. No seas tímido —gritó Rashford.

      —No se asusten. No les haremos daño… bueno, no mucho —gritó otro chico.

      Hubo risas, burlas y algunos chiflidos a medida que los chicos comenzaban a rodearlo: no había escapatoria, aunque en realidad, con la velocidad de estos chicos nunca habría posibilidad de escape. Marcio y Sam ahora estaban rodeados por un círculo de jovencitos, quizás un centenar de ellos.

      Rashford dio un paso adelante.

      —Como líder de los Toros, la mejor y la más honorable de las brigadas juveniles, los invito a demostrar sus habilidades en combate, así sabremos si son dignos de unirse a nosotros.

      Sam asintió y sonrió.

      —Sí, seguro. ¿Cómo lo hacemos?

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