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había predicado a estos y había dejado la obra de Mateo en caracteres hebreos».

      (Eusebio de Cesarea, muerto posiblemente en el año 339 o 340: Historia Ecclesiae, V, 9,1; 10,1)

      Me he propuesto anotar los dichos y hechos del rabí Jesús. Se lo he dicho al Maestro, que no se ha opuesto:

      —Sé que conoces la Torá, los Nevi'im y los Ketuvim,1 que tienes conocimientos de historia y escribes poesías y cuentos por placer —me ha dicho con una sonrisa después de aprobarlo con la cabeza.

      Hace muy poco tiempo que me han llamado. Era hasta hace unos pocos días, o soy, un publicano, que recaudaba impuestos por cuenta de la Roma ocupante y parte se quedaban en mi bolsa, no solo el porcentaje establecido, sino un poco de más, falsificando la contabilidad: es lo normal. Por tanto, no me faltaba el dinero y tampoco me importaba en absoluto el desprecio de mis compatriotas; además, estas mismas personas no desdeñaban acudir en secreto a mí para que les prestara unos denarios cuando los necesitaban para la siembra o para un matrimonio y yo correspondía a su desprecio subiendo los intereses.

      Soy Leví Mateo Bar2 Alfeo, pecador.

      Esa mañana, mientras estaba en mi banco en la plaza de Cafarnaúm,3 tratando como siempre de controlar y registrar los movimientos de las mercancías y recaudar los impuestos, oí un gran tumulto que venía del Jordán. A su cabeza estaba Jesús de Nazaret. Lo conocía desde niño, al ser yo también nazareno. Siempre me había parecido una persona vulgar, así que lo había olvidado hasta que hace unos meses llegó aquí. No me acerqué a él. A juzgar por lo que oía a la gente de la plaza, pensaba que era un vago que no había querido continuar con la actividad de constructor del padre y se había dedicado, como tantos otros falsos profetas, a pedir limosna y corresponder con máximas de pequeña sabiduría y trucos de mago de baja estofa. También es cierto que la gente pensaba que realizaba verdaderos milagros, pero ya se sabe que los ignorantes son crédulos. Justamente, los muchos que lo acompañaban en ese momento estaban diciendo, a grandes voces, que acababa de curar a un paralítico, pero no uno de ellos, un docto escriba, que callaba y agitaba la cabeza con una expresión en absoluto amigable.

      Los escribas son gente de la que es mejor guardarse, muy influyentes, que si toman antipatía a alguien pueden hacerle bastante mal. Viven junto a los sacerdotes como intérpretes prestigiosos de la Ley. Normalmente pertenecen a la secta de los fariseos, que tienen en común un celo meticuloso por las formas. Hace muchos siglos, en tiempos del exilio babilonio, los escribas custodiaron el patrimonio literario religioso israelita, pasándolo a sus discípulos de generación en generación, hasta que, en su entorno, ahora hace ya cinco o seis siglos, se puso por escrito la Ley. Por tanto, se convirtieron en los depositarios oficiales de las antiguas tradiciones de los padres, entrando parte de ellos en la asamblea jurídica y religiosa de Israel, el sanedrín. Al menos en teoría, pueden ser de cualquier estatus social, ascendiendo gracias al estudio, como suele pasar entre los fariseos, la clase de los teólogos dividida en siete escuelas, de las que hay dos principales, la de Hilel, que predica la misericordia, y la de Shamai, que desprecia a quien no es fariseo. Otro grupo de poderosos, tal vez el más poderoso, es el de los saduceos. Se proclaman los descendientes del antiguo gran sacerdote Sadoq. Son los aristócratas de Israel y, por derecho de nacimiento, pertenecen a la casta sacerdotal, pero les interesa más la política que la religión: de hecho, a diferencia de los fariseos, no creen en la vida después de la muerte. Como he sabido por condiscípulos, en poco tiempo el Maestro se puso en contra de los tres grupos.

      He aquí que, junto a mí, ese escriba ha exclamado en voz alta, dirigiéndose a Jesús y los suyos:

      —¡Blasfemia! Ese pecador ha dicho al paralítico: Tus pecados te son perdonados. ¡Blasfemia! Él, un simple hombre, quiere asemejarse al Altísimo.

      Yo, completamente de acuerdo, he sonreído complacido. El Maestro entonces ha dejado su grupo y se ha acercado a nosotros. Pensaba que quería discutir con el escriba, pero lo ha ignorado y, ya cerca, me ha mirado a los ojos. «¿Cómo?», he pensado preocupado, «¿no se mete con él, que lo ha atacado públicamente, sino conmigo por una simple sonrisa?» Pero no me ha hecho ningún reproche: me ha ordenado, con voz dulce:

      —Mateo, sígueme.

      Y entonces, sin poder entenderlo, yo, un hombre de negocios habituado a mandar, no he podido sino obedecer: mi corazón ha razonado lo que ha podido y mis riñones ha sido presa de un enorme entusiasmo.4 Como era casi la hora de la comida, emocionado y feliz he encargado a mi ayudante que se ocupe del banco de los impuestos y he enviado a Jesús y a los suyos a mi casa, allí cerca.

      Cuando estábamos ya en la mesa bajo el porche de mi casa, se nos han unido algunos invitados, mercaderes de la plaza que aprovisionaban a la centuria romana local, por lo que también se los consideraba, como a nosotros, los recaudadores, como traidores y pecadores imperdonables. Desde hacía tiempo, solía invitarlos por sus mercedes: mi casa da a la plaza y desde el porche podían echar un ojo a sus puestos durante la hora de la comida. Tengo desde siempre la costumbre de las comidas grasas, como todos los hombres acomodados, y contrariamente a las personas no pudientes, que solo para la cena toman un alimento algo más sustancioso. Las grandes comilonas son unas de las cosas de la vida más placenteras y las echo verdaderamente de menos. También ese día había en la mesa, entre otras cosas, carnes selectas de buey y cordero y unos cueros excelentes de vino: no como en las mesas comunes que no ven casi nunca la costosa carne, sino solo pan, pescado, hierbas, sopas, leche y queso y donde el vino se bebe con parsimonia. Jesús y sus discípulos llegaban de un viaje largo y agotador, estaban cansados y tenían hambre, así que, en cuanto se sentaron en las esteras, han hecho honor a la mesa. Sin embargo, no mucho después, nos ha interrumpido el escriba de antes, que ha pasado con algunos de los suyos delante de la casa, según el Maestro, con toda la intención:

      —Ya. Aquí está otra vez —nos ha dicho esbozando una sonrisa en cuanto lo ha visto llegar. El escriba, una vez junto a nosotros, ha exclamado, pero sin mirarnos y pasando de largo:

      —¿Cómo se atreve a comer y beber en compañía de publicanos y otros pecadores?

      Pero Jesús se dirigió a él, abandonando su sonrisa:

      —¡No son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos! ¡No son los justos, sino los pecadores los que necesitan misericordia! Aprende qué significa lo que dice el libro: Quiero misericordia y no sacrificios5 y no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Medicina es el Espíritu del Altísimo, que induce al perdón y dirige al bien, poda las ramas enfermas de la planta, endereza el árbol torcido, saja y libera los malos humores.

      Sus feos rostros se mostraron abiertamente escandalizados y, mientras se alejaban, llegó de ellos:

      —¡Se dice enviado del Altísimo! ¡Blasfemia! —Y, siguiendo, se murmuraban cosas en los oídos y, cada cierto tiempo, alguno de ellos se daba la vuelta por un momento, mirándonos con expresión ceñuda: no he podido entender los malos deseos que seguramente estaban expresando.

      Era voluntad del Altísimo que esa comida no fuera tranquila. Después de no mucho, se han reunido delante de mi porche algunos discípulos especialmente fanáticos del profeta Juan, llamado el Bautista, estrictos observantes de la Ley, los cuales, según se comenta, han formado un grupo cerrado. Los he reconocido de inmediato, ya que sus personas son conocidas en la ciudad, siempre dando vueltas para molestar a todos por naderías. Alguien debía haberlos informado de mi invitación. También ellos la han tomado con nuestra comida:

      —¡Cómo! —han reprochado a Jesús por boca de uno de ellos, todos mirándonos con dureza—: ¿En estos días sagrados nosotros ayunamos santamente y tus discípulos no lo hacen?

      Si

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