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obligada a estar pendiente de ella. Sería agotador. Y, además, aquel sería el mayor reto de todos. Navidad sin su hermana gemela. Era como cortar el cordón umbilical. Si podía sobrevivir a eso, sobreviviría a cualquier cosa. Sería un buen modo de ganar en autoestima.

      Siempre que sobreviviera.

      —Quiero quedarme en la ciudad. Adoro Manhattan en Navidad —dijo. Esa parte era cierta. Le gustaba ver los escaparates y observar a la gente caminar por la Quinta Avenida cargada de bolsas y regalos—. Han anunciado más nieve. Será mágico. Me encanta la nieve, aunque, con la suerte que tengo, seguro que resbalo y me tuerzo el otro tobillo.

      —Así volverás a ver al doctor sexy.

      —Y, si ocurriera eso, seguramente pensaría que tengo que aprender a andar —repuso Harriet.

      Había pensado mucho en él desde la noche anterior. Tenía unos ojos de un azul muy intenso. Unos ojos azules cansados. Ella no podía ni imaginar la energía que necesitaba para hacer su trabajo, lidiar con montones de personas en la sala de espera y con las urgencias de vida o muerte que llegaban en medio de una fanfarria de sirenas y luces parpadeantes.

      Mientras esperaba en la sala de espera, había tenido tiempo de sobra para verlo en acción.

      Había notado que se acercaban otros médicos a pedirle opinión, pero también que él había pasado tiempo hablando con una anciana que parecía perdida y confusa.

      En aquel momento, ella no había podido evitar pensar que él lo era todo para todos.

      Lo último que necesitaba era una segunda visita suya.

      Cuando terminó la llamada a su hermana, había oscurecido fuera.

      El apartamento le parecía más vacío y silencioso que nunca.

      —De niña, la Navidad no fue nunca la mejor época del año para mí —dijo para sí.

      Echó comida en el cuenco de Teddy, el perro salchicha del albergue de animales del barrio que tenía en acogida. Le encantaban los perros salchicha. Eran animosos, juguetones y muy, muy entregados. Adoraba la naturaleza afectiva de Teddy, sus bobadas y el modo en que se hacía un hueco en su cama. Hasta le gustaba el modo en que se negaba tercamente a salir cuando llovía.

      —¿Sabes cuánto les gusta a otras personas? Son sus fiestas favoritas y se mueren de ganas de que lleguen. Empiezan a decorar justo después de Acción de Gracias y les encanta todo lo relacionado con esas fiestas. Yo no soy así. De pequeña siempre odiaba las navidades. ¿Tienes idea de lo que es el colegio para la gente que no puede cantar ni hablar con fluidez? Una pesadilla. En vez de las humillaciones diarias con las pocas personas con las que me relacionaba, tenía que soportar una humillación pública gigantesca. La peor de todas fue el año que tuve que cantar Noche de paz sola. Tendrían que haberla rebautizado como La noche tartamuda.

      Teddy, comprensivo, adelantó las orejas y ladeó la cabeza.

      Harriet pensó que lo bueno de los perros era que siempre simpatizaban con lo que oían. No importaba cuál fuera el problema. Teddy podía no entender las palabras, pero ella sabía que entendía el sentimiento. A menudo se preguntaba por qué los perros podían ser mucho más sensibles que los humanos.

      —No era todo el mundo —continuó—. Sobre todo era Johnny Hill. Era el capitán del equipo de fútbol americano y me hacía sentir fatal.

      Teddy colocó el hocico en la mano de ella y le dio un lametón reconfortante.

      —Fliss se peleó con él a puñetazos. Tuvieron que darle ocho puntos en la cabeza y la expulsaron una temporada. Siempre me protegía. Lo cual era genial, pero supongo que me impidió aprender a defenderme sola.

      Teddy gimió.

      —Mañana te irás a tu hogar definitivo —Harriet acarició su piel sedosa y se dijo que era lo mejor. Al menos para Teddy—. Y eso está bien. A mí me parece bien, de verdad. Solo quiero lo mejor para ti y estoy segura de que eso es lo mejor.

      Teddy puso la cabeza en su regazo con aire abatido. Harriet casi pudo convencerse de que entendía todo lo que le decía.

      —Vas a ser el regalo de Navidad perfecto para ellos. La familia tiene una casa de fin de semana en el campo, con diecisiete hectáreas. Imagínate lo que puedes hacer con eso después de haber vivido aquí conmigo. No tendrás que hacer pis dos veces en el mismo árbol. Podrás escarbar y los dos sabemos cuánto te gusta eso. Y yo estaré bien. Después de un par de días, ni siquiera notaré que no estás aquí.

      «Ahora ya le miento hasta al perro», pensó Harriet.

      ¿Qué le ocurría?

      Teddy la miró y ella se dejó caer de rodillas e hizo una mueca cuando sintió el dolor en el tobillo.

      —Dame un abrazo, precioso.

      Teddy se lanzó a su pecho y ella lo abrazó, reconfortada por el calor de su cuerpo. La gente que lo adoptaba era una familia afortunada.

      —El doctor dijo que tengo que ponerme hielo en el tobillo. ¿Te apetece ver la tele en el sofá? ¿Qué te parece Las chicas Gilmore?

      Teddy movió la cola.

      Harriet se tumbó con él en el sofá y pensó que un día se acurrucaría allí con alguien que no tuviera cuatro patas y agitara la cola. Alguien tan cariñoso y comprensivo como un perro, pero con más atractivo físico.

      Quizá incluso un apuesto doctor de ojos azules.

      Se riñó interiormente. ¿Por qué seguía pensando en él? Tenía atractivo físico, eso era innegable. Pero también había en él algo remoto e inaccesible, como si levantara una barrera entre sus pacientes y él.

      Era sexy, sí, pero no era su tipo en absoluto.

      Unos días después, a Ethan lo despertó su teléfono.

      Extendió el brazo para agarrarlo y se cayó al suelo.

      Lanzó unos juramentos aprendidos en Urgencias, lo recuperó debajo de la cama y contestó.

      —Black al habla.

      —¿Ethan?

      —¿Debra? —al reconocer la voz de su hermana, se esforzó por despertarse—. ¿Va todo bien?

      —No —la voz de ella sonaba espesa—. Ha habido un accidente.

      —¿Quién? ¿Dónde? —Ethan se sentó en la cama, todavía en el estado de desorientación que se produce al ser despertado de un sueño profundo.

      —Es Karen. La ha atropellado un coche.

      —¿Qué?

      Ethan se levantó, ya totalmente despierto. Estaba habituado a dar malas noticias, y menos acostumbrado a recibirlas. Su sobrina Karen estaba en el primer curso de universidad en California y disfrutaba de cada momento. Él la adoraba, probablemente porque hacía tiempo que había aceptado que era improbable que tuviera hijos propios. Su hermana era diez años mayor que él y el nacimiento de Karen, cuando Ethan tenía dieciséis, había sido todo un acontecimiento en su vida. En cierto sentido, era más su hermano mayor que su tío.

      —¿Cómo se encuentra? ¿Quieres que llame al hospital y hable con el equipo médico?

      —Ya lo he hecho yo. Le darán el alta pronto, pero no podrá apoyar la pierna en un par de semanas. Mark sigue en el lejano Oriente. Tomará un vuelo directo a San Francisco, pero tardará en llegar. Yo tengo que irme hoy. He conseguido billete en un vuelo de esta tarde.

      Ethan miró la hora.

      —Iré contigo.

      —No puedes. Tienes que trabajar.

      Aquello era cierto.

      —La familia es más importante —contestó él—. Iré. Organizaré algo.

      Intentó no pensar en los colegas a los que dejaría plantados ni en el trabajo de investigación

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