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mas aquello son seres animados, todo un mundo asentado allí, que queda en seco durante el reflujo, se cierra y esconde, volviendo á abrir sus ventanillas cuando el bueno del mar, su alimentador, le trae de nuevo el sustento. Allí trabaja también en masa ese apreciable pueblo de pequeños picapedreros, los esquinos, observados y tan exactamente descritos por M. Caillaud. Toda esa muchedumbre juzga exactamente al revés de nosotros. La bella Normandía les espanta; detesta y tiemblan á la vista de los rudos guijarros de las costas bravas, que los triturarían con la mayor facilidad. No menos temor les causan los ruinosos calizos de la Saintonge, disgustándoles fijarse sobre lo que está destinado á desmoronarse el día de mañana. Al contrario, les gusta sentir bajo sus plantas el inmutable suelo de las rocas bretonas.

      Tomemos ejemplo de ellos para no creer en las apariencias, sino sólo en lo verdadero. Las más encantadoras riberas de la Flora seductora son aquellas en que se aleja la vida marítima. Su riqueza consiste en fósiles: curiosos para el geólogo, instrúyenle por medio de los huesos de los muertos. El áspero granito, muy al contrario, ve bajo sus pies el mar con sus innumerables peces; encima otra vida, la población interesante, modesta, de los industriosos moluscos, pequeños obreros cuya laboriosa existencia constituye el serio encanto, la moralidad del mar.

      «Reina silencio profundo. Ese pueblo infinito es mudo, nada me dice. Su vida es del uno para el otro, sin relación con la mía, y para mí vale la muerte. ¡Soledad! (exclama un corazón femenino). ¡Grande y triste soledad!... No estoy tranquila...»

      Mal hecho. Aquí todos son amigos. Esos pequeños seres no se comunican con el hombre, pero trabajan para él. Pónense de acuerdo con su sublime padre, el Océano, que habla por ellos. Hácense oir por medio de su órgano atronador.

      Entre la tierra silenciosa y las mudas tribus del mar, entáblase aquí el diálogo grandilocuente, rudo y grave, simpático, la armónica concordancia del grande Yo consigo mismo, ese precioso debate que es todo Amor.

       Índice

      Círculo de las aguas, círculo de fuego. Ríos del mar.

      Apenas echó la tierra una mirada sobre sí misma, cuando se comparó y prefirió al cielo. La joven geología luchando contra su hermana mayor la astronomía, reina orgullosa de las ciencias, lanzó un grito titánico. «Nuestras montañas, dijo, no han sido lanzadas á la ventura, como las estrellas en el firmamento, sino que forman sistemas do se encuentran los elementos de una ordenación general, no ofreciendo de ello ningún vestigio las constelaciones celestes.» Frase tan atrevida y apasionada escapóse de los labios de un hombre cuya modestia iguala á su saber, M. Elías de Beaumont.

      Es indudable que aún no se ha desembrollado el orden (probablemente muy grande) que reina en la confusión aparente de la Vía Láctea; empero la ordenación más visible de la superficie del Globo, resultado de las insondables revoluciones de su interior, conserva, y conservará para la ciencia más ingeniosa, sombras y misterios.

      Las formas de la gran montaña emergida de las aguas que con propiedad llamamos tierra, ofrecen varias disposiciones asaz simétricas, sin poder ser conducidas aún á lo que parecería un sistema leal. Esas porciones secas y elevadas aparecen más ó menos visibles, según las descubre el agua. El mar, como límite, traza en realidad la forma de los continentes. Toda geografía conviene comenzarla por el mar.

      Añadid un hecho culminante, revelado de pocos años acá. Mientras la tierra nos ofrece tales ó cuales rasgos que parecen discordantes (ejemplo, el Nuevo Mundo extendiéndose de Norte á Sur y el antiguo de Este á Oeste), el mar, por el contrario, presenta notable armonía, exacta correspondencia entre ambos hemisferios. En la parte flúida que se ha tenido siempre por tan caprichosa, es donde existe la regularidad. Lo que nuestro globo tiene de más ordenado, de más simétrico, es al parecer lo más libre, el juego de la circulación. La osamenta y las vértebras del grande animal presentan las singularidades de que aún no podemos darnos exacta cuenta. Mas, su movimiento vital que produce las corrientes del mar, que convierte de salada en dulce el agua, no tardando en trocarse en vapor para volver al agua salada, ese admirable mecanismo es tan perfecto como el de la circulación sanguínea en los animales más nobles. Nada hay que se asemeje tanto á la transformación continuada de nuestra sangre, venosa y arterial.

      El aspecto del globo es al parecer, mucho más comprensible, si se clasifican las regiones, no por cordilleras, sino por cuencas marítimas.

      El sur de España parécese más á Marruecos que á Navarra; la Provenza á la Argelia más que al Delfinado; la Senegambia á las regiones del Amazonas más que al mar Rojo; y el Amazonas tiene más analogía con las húmedas regiones del Africa que con sus vecinas del dorso, Chile, el Perú, etc.

      La simetría del Atlántico es aún más notable en las corrientes submarinas, en los vientos y brisas de la superficie. Su acción ayuda poderosamente á crear esas analogías y á formar lo que puede apellidarse la fraternidad de las playas.

      El principio de unidad geográfica, el elemento clasificador, será buscado más cada día en la cuenca marítima, donde las aguas, los vientos, mensajeros fieles, crean la relación, la asimilación de las opuestas orillas. Pediráse más raramente esa idea de unidad geográfica á las montañas, cuyas dos vertientes, á menudo en contradicción, nos ofrecen bajo una misma latitud floras y pueblos completamente distintos; aquí el invariable estío, á dos pasos el eterno invierno, según las situaciones. Raras veces da la montaña la unidad de la comarca, pero sí suele dar su dualidad, su divorcio y sus discordancias.

      Esta opinión no es mía, sino de Bory de Saint-Vincent. Los recientes descubrimientos de Maury y las leyes que ha establecido la confirman de mil maneras.

      En el inmenso valle del mar, bajo la doble montaña de ambos continentes, propiamente hablando no existen más que dos cuencas.

      «1.º La cuenca del Atlántico.

      2.º La gran cuenca del mar Indico y Pacífico.»

      No puede darse el nombre de cuenca al círculo indeterminado del enorme Océano Austral, que ni tiene límite ni playa, que sólo hacia el Norte rodea el mar de la India, el mar de Coral y el Pacífico.

      El Océano Austral por sí solo, es mayor que todos los mares juntos, pues cubre casi la mitad de la superficie del globo. Según toda apariencia, su profundidad corre parejas con su extensión. Mientras los recientes sondeos del Atlántico indican 10 ó 12.000 pies, Ross y Denham hallaron en el Océano Austral 14.000, 27.000 y hasta 46.000 pies. Añadid á todo esto la masa de hielos antárticos, infinitamente más dilatados que nuestros hielos boreales. No se apartará uno mucho de la verdad, si, simplificando, dice: El hemisferio Austral es el mundo de las aguas, y el Boreal el de la tierra.

      Todo el que parte de Europa para atravesar el Atlántico, habiendo salido sin contratiempo de nuestros puertos, cerrados con harta frecuencia por el viento Oeste, después de haber franqueado la zona variable de nuestros mares inconstantes, no tarda en penetrar en la del buen tiempo, á la eterna serenidad que los vientos de Noroeste, los suaves vientos alisios, dan al mar y la tierra. Todo sonríe: no hay motivo para inquietarse. Mas, al avanzar hacia la Línea, cesa la brisa vivificadora y el aire se vuelve sofocante. Se penetra en la zona de las calmas que dominan bajo el Ecuador y separan inmutablemente los alisios de nuestro hemisferio Boreal de los alisios del hemisferio Sur. El cielo está cubierto de pesadas nubes; á cada momento llueve á mares. El corazón se entristece, nos quejamos; mas, sin ese sombrío cortinaje, ¿podrían resistir nuestras cabezas los ardores solares del Atlántico? Sin el diluvio de agua que asalta la otra cara del globo, el mar Indico y el mar de Coral, ¿sería posible resistir la fermentación producida por los cráteres de sus encanecidos volcanes? Esa negra masa de nubes, antes terror, barrera de los navegantes, esa noche súbita que se extiende sobre las aguas, es precisamente la salvación, la facilidad protectora que suaviza nuestro viaje, y nos conduce como por la mano á disfrutar del espléndido sol, del claro cielo del Sur, de la dulzura de los vientos regulares.

      Naturalmente

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