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devolvieron, después de días de discusión en la reunión de ancianos y ministros. Y llorando cuando en medio de la noche, como si fueran ladrones de lámparas, de luces ajenas, subieron las cosas más importantes al buggy: el cofrecito oxidado con los ahorros, los bolsos con ropa, el edredón de cuidadosos tulipanes bordados en puntos rellenos tan gorditos que provocaba tocarlos y tocarlos, los álbumes y los casetes con las imágenes y las voces de sus muertos. No eran ellos los que debían marcharse. Pero eran ellos los que se marchaban. “No miren atrás”, les ordenó Walter Lowen, y entonces ella apoyó su cabeza cubierta únicamente con la pañoleta sobre el hombro blando de su madre y se concentró en el traqueteo del buggy que registraba, bajo sus ruedas de hierro, cada bache, cada uno de los tajos que el turbión había hendido en los caminos. Su cabeza contra el pecho oloroso a suero, a cebolla y vainilla de su madre, el deseo más fuerte que su joven espíritu de dejar todo atrás, de no mirar, como exigía Walter Lowen, que repitió justamente eso, “no miren atrás”, hasta que la frase no tuvo sentido porque ya otro pueblo con sus tentaciones modernas comenzó a prefigurarse inevitable en lo que debía ser el horizonte.

      III

       –Mientras el diablo te poseía, Elise, ¿te decía algo? ¿Te susurraba cosas al oído? El diablo susurra. Su voz no ha de haberte parecido muy autoritaria, ¿verdad? El diablo seduce.

      —¿El diablo me ha seducido, Pastor Jacob? Es que yo pensé que era el hermano Joshua Klassen. Creo que tenía sus ojos y el lunar de arroz cerca de la boca… Yo pensé…

      —¡Cuántos detalles, Elise! Pero dices que “crees”. El diablo hace esas cosas en la imaginación cuando la imaginación se rebela, y somete también a la observancia, al temor de Dios. Tus padres, Elise, ¿en qué andaban? Hemos sabido que el hermano Walter Lowen intentaba firmar unos tratos con un supermercado en Santa Cruz. Si él hubiera repartido esas tareas con la comunidad, habría cubierto todos sus deberes. El hambre de posesión le ha corroído la templanza. Tus padres no han vigilado tu educación, Elise. Ellos han fallado en mantener la disciplina bajo su techo; ellos también son responsables de este episodio de maldad. Eres una víctima de las tentaciones del mundo y por eso los ministros hemos clamado al Señor por piedad. Piedad para ti, pequeña Elise, y piedad para tus padres y hermanos que están tan avergonzados.

      —¿Qué pasará con nosotros, Pastor Jacob?

       –Tienen que recogerse mucho, Elise. Hay que mirar adentro, a las cosas del hogar. Por un tiempo no trabajarás en la tierra ni en la quesería de tu padre. Puedes perfeccionar otras virtudes, Elise. La asamblea va a hacer algunos negocios con la gente de Urubichá. Ellos tejen hamacas coloridas, pero son malos con las flores, con las representaciones de la naturaleza, que es siempre el mejor adorno. Tú puedes tejer o bordar piezas así, modelos humildes y armoniosos que agraden al Señor. Todo desde la cabaña. Ahora tendrás que cuidar ese fruto, ¿verdad?

      —¿Este… fruto?

       –Es tuyo, Elise. Si el Señor permite sus latidos en tu seno joven, hay que dar gracias. Es fruto de tu cuerpo.

       –Pero… ¿acaso este fruto no es del diablo, Pastor Jacob? ¿No es el fruto de esa seducción que usted dice?

      IV

      El terreno al que se mudaron es vecino de esa villa. No tuvieron que llegar a levantar cabañas porque antes de ellos habían desertado los Welkel y fue ese clan el que los acogió mientras construían sus propios cuartos. La mano derecha que ayuda a la izquierda. Nadie ha prohibido que lo digan: “hemos desertado”, no es necesario mentir. Elise todavía extraña la luz brillante de Manitoba, pero este sol atónito tampoco les ha permitido esconder ningún secreto. No es un éxodo más, es una fuga. Comienzan otra historia. Un día dirán: Mateo Welkel respaldó a Walter Lowen con los trámites del crédito y la compra de un tractor. Ese fue el génesis. Antes del turbión, después del turbión. Y luego el tractor.

      Desde hace tres meses, a riesgo compartido, comenzaron a alquilar la maquinaria y su propio trabajo a las obras que proliferan en la zona. Es increíble cómo aquel tractor con fantásticas ruedas de goma puede alzar tales cantidades de material. Hay algo de conmovedor en la fuerza empecinada del tractor arrastrando los residuos de un lado para otro como lo haría una bestia. ¡Es un verdadero Goliat! Cuando los contratos concluyen y la bestia duerme su cansancio, los quince chicos Welkel, excepto Leah Welkel, se montan presurosos en ese trono alto de comandos y palancas. Leah los mira desde abajo y se despide de sus hermanos con exagerados gestos e infinitas bendiciones como si el tractor fuese a alzar vuelo en cualquier momento hacia un lugar del universo donde solo van los varones.

      —Ven, Leah —la llama Elise.

      Elise prefiere dejar que Leah le haga un dédalo precioso de trenzas en su pelo rojizo.

      —¿De dónde has sacado este pelo, Elise? —pregunta una y otra vez Leah, como si Elise no le hubiera explicado incontables veces que ella es el espejo en el tiempo nuevo de su abuela Anna, que en el clan de Canadá las mujeres nacen con esas hebras casi púrpuras. Pero a Leah Welkel hay que tenerle paciencia porque pertenece a ese tipo de seres humanos que nace con dificultad para guardar en la cabeza tantas cosas que ocurren en una jornada. También el mayor y el séptimo de los Welkel son incapaces de atesorar la realidad en su cabeza. Dios los ha querido pobres y pequeños en todo aspecto. Es el precio de haberse quedado en la misma colonia por tanto tiempo, generación tras generación. Finalmente te casas con tu primo, aceptas que parte de tu cosecha se dañará, renuncias a la perfección.

      A Leah también la han poseído, y Leah le ha contado que lo mismo ha sucedido con dos de sus hermanos. Su padre les ha ordenado no hablar de eso, purificar la herida con el silencio.

      —Pero yo no sé cómo ser obediente —le ha dicho Leah con los celestes ojos húmedos, llenos de culpabilidad.

      Elise no siente más pena por la estupidez santa de Leah que la que siente por sí misma. Sentir pena por uno mismo es un modo en que la soberbia, el más fino de los pecados, se escurre por los resquicios del alma, dijo en una prédica el Pastor Jacob, pero Elise no puede evitarlo. En algún lugar tiene que haber misericordia para ella. Al Pastor Jacob no lo han poseído. El Pastor Jacob no se quedará solo por el resto de su vida, larga vida, porque su mujer le ha dejado esa descendencia vasta. Elise, en cambio, tendrá que cuidar de sus padres hasta el final, especialmente porque el Señor ha segado el vientre de su madre y ella, Elise, es la última Lowen de Manitoba.

      —No tendrás esposo, es verdad —le dijo durante su primer testimonio el Pastor Jacob, apretándole los hombros—, pero tendrás un hijo, un fruto.

      A la pobre Elise se le estremecieron sus pezoncitos cuando el Pastor Jacob la sentenció de esa manera. Miró a los pájaros y solo vio orgullo y belleza en su vuelo alto. Miró a las vacas, sus ojos lánguidos y piadosos, y se sintió mejor. Si no fuera pecado, si todo no fuera pecado, se habría sentado a mugir allí mismo, en medio de la granja. Sí, porque aunque en ese momento no lo sabía, de entre todas las cosas, eran las vacas las criaturas que Elise iba a extrañar con el corazón hecho un escarabajo. No a esos ruiseñores sin alma ni a los árboles colosales y de panza inflamada como una hembra encinta.

      V

       –Elise, nos hemos equivocado. Tú no eres la única muchacha que ha sido tomada durante la noche.

      —¿No?

       –Hay muchas otras, Elise. Muchas. Esto es una terrible abominación.

      —¿Y qué van a hacer para procurar justicia?

       –Tenemos que reunir fuerzas, Elise. El consejo de ancianos ayunará. Las madres ayunarán.

      —¿Y después del ayuno, Pastor Jacob?

       –El ayuno nos dará luz, Elise. Que no te gobierne la desesperación. El diablo se aprovecha de

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