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era el problema más grave. Lo que ellos y muchos suecos hacían era partir el invierno. Solían pasar allí el verano, y, después, se iban «al sol», en noviembre o diciembre, y, de nuevo en marzo o abril.

      El frío no era en sí mismo un problema. La ciudad estaba muy bien preparada, con galerías comerciales y subterráneos que te llevaban a casi cualquier sitio. Además, las personas se equipaban, como es lógico, con ropas adecuadas.

      Por lo demás, todo sonaba a encantador: el país estaba lleno de lugares para practicar deportes de invierno, se podía hacer cualquier cosa, ¡hasta recibir clases de golf! Los museos tenían espacios de recreo, donde los niños jugaban; en los parques había casetas donde podías dejar a los niños entretenidos y, si querías, tomabas un café. De repente, todo lo que nos había parecido un obstáculo insalvable se convertía en algo divertido, donde los pequeños iban a disfrutar como en ningún otro sitio hasta entonces.

      El sábado nos reunimos con dos parejas, cuyos maridos trabajaban en mi misma compañía. La primera era francesa, y la segunda, alemana. Ambas revelaban haber tenido una experiencia fantástica y, en el caso de la pareja alemana, que estaba a punto de irse, mostraba una pena sincera ante el hecho de tener que dejar el país. Empezábamos a pensar de verdad que aquel lugar parecía reunir todas las condiciones necesarias para poder pasar una buena temporada de vida familiar. Estas dos parejas, además, nos confirmaron cómo el país estaba realmente diseñado para los niños, lo cual, como el lector supondrá, era una gran prioridad para nosotros. Confieso que, después de aquellas dos entrevistas, la decisión de que quizás haríamos bien aceptando empezó a rondar nuestras cabezas.

      Bego y yo nos pusimos entonces a hablar con detalle de todo lo que buscábamos y de lo que habíamos oído en las conversaciones. Sopesamos lo bueno y lo malo, los riesgos que suponía aceptar y las incertidumbres que se nos avecinaban. Todas las opiniones que habíamos recabado habían sido positivas, en general. Desde el punto de vista profesional, constituía una gran oportunidad. La situación del negocio era difícil y suponía un desafío interesante. Desde el punto de vista personal, parecía que aquel ámbito tenía algo que hacía que todos los extranjeros se sintiesen a gusto y felices; incluso a sabiendas de que nos enfrentábamos a una sociedad y un estilo de vida muy diferentes a los nuestros. El lugar era seguro para los niños, y las condiciones climáticas se ofrecían también manejables. Por último, todos los que conocimos nos hablaron muy bien de los suecos. De­cían que eran gente abierta y respetuosa con el extranjero, aunque lógicamente reconocían que eran distintos. Bego y yo consideramos que ciertamente, como experiencia vital, aquella era más exótica, si se puede usar la expresión, y potencialmente más enriquecedora que otras oportunidades que podían surgir más similares a Bélgica o a España.

      Después de horas y horas de estudiarlo y debatirlo, Bego y yo llegamos a la conclusión de que era una oportunidad que podría merecer la pena y que no perdíamos nada por llevarla adelante.

      Ese mismo lunes, fui al despacho de Toni y, oficialmente, acepté la oferta, siempre y cuando, si resultaba un desastre después de seis meses, estuviese dispuesto a cambiarme. Se mostró de acuerdo y me dijo: «Fede, te felicito. Creo que nunca os arrepentiréis de haber aceptado ir allí».

      Muchas sorpresas nos esperaban desde aquel momento. Y todos los aprendizajes, las meteduras de pata y las anécdotas que nos sucedieron desde entonces, hasta que abandonamos el país más de mil días después, son la fuente de lo que el lector tiene a su disposición a partir de ahora, para —espero— su disfrute.

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