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propias, una permanente importación que repare estas pérdidas y desgastes. Los comerciantes importadores, como cualquier otro comerciante, intentan ajustar en la medida de lo posible sus ocasionales importaciones a lo que ellos esperan que sea la demanda inmediata más probable. Pero por más cuidado que pongan, a veces exageran su negocio y otras veces se quedan cortos. Cuando importan más metal del que se demanda, más que incurrir en el riesgo y los inconvenientes de re-exportarlo nuevamente, están a veces dispuestos a vender una parte por algo menos que el precio corriente o medio. Por otro lado, cuando importan menos de lo que se demanda, obtienen algo más que ese precio. Pero cuando más allá de estas fluctuaciones ocasionales, el precio de mercado del oro o de la plata en pasta se mantiene durante muchos años firme y constantemente algo por arriba o algo por debajo del precio de acuñación, podemos estar seguros de que esta firme y constante superioridad o inferioridad en el precio es el efecto de algo en el estado de la moneda, algo que en ese momento hace que una determinada cantidad de moneda valga más o menos que la cantidad precisa de metal que debería contener. La firmeza y constancia del efecto supone una firmeza y constancia proporcional en la causa.

      El dinero de cualquier país es, en un momento y lugar concretos, una medida más o menos precisa del valor en tanto la moneda corriente se ajuste más o menos exactamente a su ley, o contenga más o menos exactamente la cantidad determinada de oro o plata puros que debería contener. Si en Inglaterra, por ejemplo, cuarenta y cuatro guineas y media contuviesen precisamente el peso de una libra de oro de ley, u once onzas de oro puro y una de aleación, la moneda de oro de Inglaterra sería una medida tan exacta del valor efectivo de los bienes en cualquier momento y lugar dados como puede admitirlo la naturaleza de las cosas. Pero si debido al roce y al uso cuarenta y cuatro guineas y media contienen generalmente menos que el peso de una libra de oro, siendo además la disminución más acusada en algunas piezas que en otras, la medida del valor resulta susceptible de la misma clase de incertidumbre a la que están expuestos comúnmente todos los demás pesos y medidas. Como rara vez ocurre que se ajusten exactamente a su patrón, el comerciante acomoda el precio de sus bienes, lo mejor que puede, no a lo que esos pesos y medidas deberían ser sino a lo que en promedio la experiencia le indica que son en la práctica. Como consecuencia de un desorden parecido en la moneda, el precio de los bienes resulta análogamente ajustado no a la cantidad de oro o plata puros que la moneda debería contener, sino a la que en promedio la experiencia demuestra que efectivamente contiene.

      Debe destacarse que por precio monetario de los bienes entiendo siempre la cantidad de oro o plata puros por la cual se venden, sin consideración alguna sobre la denominación de la moneda. Pienso que seis chelines y ocho peniques, por ejemplo, en la época de Eduardo I, era el mismo precio monetario que una libra esterlina en los tiempos presentes, puesto que contenían, hasta donde es posible juzgar, la misma cantidad de plata pura.

      6 DE LAS PARTES QUE COMPONEN EL PRECIO DE LAS MERCANCÍAS

      En aquel estado rudo y primitivo de la sociedad que precede tanto a la acumulación del capital como a la apropiación de la tierra, la proporción entre las cantidades de trabajo necesarias para adquirir los diversos objetos es la única circunstancia que proporciona una regla para intercambiarlos. Si en una nación de cazadores, por ejemplo, cuesta habitualmente el doble de trabajo cazar un castor que un ciervo, un castor debería naturalmente intercambiarse por, o valer, dos ciervos. Es natural que lo que es el producto habitual de dos días o dos horas de trabajo valga el doble de lo que normalmente es el producto de un día o una hora de trabajo.

      Si un tipo de trabajo es más duro que otro, habrá naturalmente alguna ventaja a cambio de esa dureza mayor; y el producto de una hora de ese tipo de trabajo se intercambiará habitualmente por el producto de dos horas del otro.

      Si una clase de trabajo requiere un extraordinario grado de destreza e ingenio, el aprecio que los hombres tengan por tales talentos naturalmente dará valor a su producción, un valor superior al que se derivaría sólo del tiempo empleado en la misma. Esos talentos casi nunca pueden ser adquiridos sin una larga dedicación, y el mayor valor de su producción con frecuencia no es más que una compensación razonable por el tiempo y trabajo invertidos en conseguirlos. En el estado avanzado de la sociedad estas compensaciones por esfuerzo y destreza se hallan comúnmente incorporadas en los salarios del trabajo, y algo similar tuvo probablemente lugar en su estado más primitivo y rudo.

      En ese estado de cosas todo el producto del trabajo pertenece al trabajador, y la cantidad de trabajo usualmente empleada en conseguir o producir cualquier mercancía es la única circunstancia que regula la cantidad de trabajo que con ella debería normalmente poderse comprar o dirigir o intercambiar.

      Tan pronto como el capital se haya acumulado en las manos de personas concretas, algunas de ellas naturalmente lo emplearán en poner a trabajar a gentes laboriosas, a quienes suministrarán con materiales y medios de subsistencia, para obtener un beneficio al vender su trabajo o lo que su trabajo incorpore al valor de los materiales. Al intercambiar la manufactura completa sea por dinero, trabajo, u otros bienes, en una cantidad superior a lo que costaron los materiales y los salarios de los trabajadores, algo debe quedar como beneficio del empresario que arriesga en esta aventura su capital. El valor que los trabajadores añaden a los materiales, entonces, se divide en este caso en dos partes, una que paga los salarios y la otra que paga el beneficio del empleador sobre todos los materiales y salarios que adelantó. No habría tenido interés en emplearlos si no esperase de la venta de su trabajo algo más de lo suficiente para reemplazar su capital; y no estará interesado en emplear un capital mayor, antes que uno menor, a no ser que sus beneficios guarden alguna proporción con la cuantía de su capital.

      Podría acaso pensarse que los beneficios del capital son sólo un nombre distinto para los salarios de un tipo de trabajo particular, el trabajo de inspección y dirección. Son, sin embargo, totalmente diferentes, los principios que los regulan son muy distintos, y no guardan proporción alguna con la cantidad, la dureza o el ingenio de esa supuesta labor de inspección y dirección. Están regulados completamente por el valor del capital invertido y son mayores o menores en proporción a la cuantía de este capital. Supongamos, por ejemplo, que en un lugar determinado, donde el beneficio anual corriente del capital industrial sea el diez por ciento, hay dos industrias diferentes, cada una de las cuales emplea a veinte trabajadores a una tasa anual de quince libras, o a un coste de trescientas libras por año en cada industria. Supongamos también que las materias primas consumidas anualmente en una cuestan sólo setecientas libras, mientras que en la otra son materias muy finas y cuestan siete mil. El capital anualmente invertido en una será en este caso sólo mil libras, mientras que el invertido en la otra será de siete mil trescientas libras. A una tasa del diez por ciento, entonces, el empresario de la una esperará un beneficio anual de apenas unas cien libras, mientras que el empresario de la otra esperará uno de setecientas treinta libras. Pero aunque sus beneficios son tan divergentes, su trabajo de inspección y dirección puede ser completa o casi completamente el mismo. En muchos talleres grandes, casi la totalidad de este tipo de labor es realizada por un empleado de alta categoría. Su remuneración refleja adecuadamente el valor de este trabajo de inspección y dirección. Aunque cuando se establece su salario se toma en consideración normalmente no sólo su trabajo y destreza sino la confianza que se deposita en él, nunca guarda ninguna proporción regular con el capital cuya administración supervisa; y el propietario de este capital, aunque resulta de esta forma liberado de casi todo trabajo, aún espera que sus beneficios mantengan una proporción regular con respecto a su capital. En el precio de las mercancías, por lo tanto, los beneficios del capital constituyen una parte componente totalmente distinta de los salarios del trabajo, y regulada por principios muy diferentes.

      En este estado de cosas, el producto del trabajo no siempre pertenece por completo al trabajador. En muchos casos deberá compartirlo con el propietario del capital que lo emplea. Y tampoco es la cantidad de trabajo normalmente empleada en adquirir o producir una mercancía la única circunstancia que determina la cantidad que con ella se puede comprar, dirigir o intercambiar. Es evidente que una cantidad adicional debe destinarse a los beneficios del capital que adelantó los salarios y proveyó de materiales a dicho trabajo.

      Tan pronto como la tierra de cualquier país se ha vuelto completamente propiedad privada, los terratenientes, como todos los demás hombres, gustan

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