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por todas las estaciones, donde, a través de una doble mirilla, uno veía su lontananza de tenue tintura. Siempre se encontraba algún asiento libre. Es más, hacia el final de mi infancia, cuando la moda ya había dado la espalda a los cosmoramas, uno se acostumbraba a viajar en una sala medio desierta.

      En el cosmorama imperial no había música, esa que hace los periplos cinematográficos algo enervantes. Había, eso sí, un efecto, minúsculo y en realidad perturbador, que, a mi entender, la superaba: un timbre que sonaba a escasos segundos de que la imagen de­sa­pareciera, de forma sincopada, para dar paso primero a un vacío y después a la siguiente imagen. Y cada vez que sonaba, las cosas se impregnaban del dolor de la despedida: las montañas desde su cumbre hasta el valle, las ciudades con sus cristales bruñidos, las estaciones ferroviarias con su azufrada humareda, las viñas hasta sus hojas más diminutas. Llegaba yo a convencerme de que era imposible apurar la majestuosidad de aquel paraje en una única sesión. Nacía entonces el propósito, nunca cumplido, de volver al día siguiente. Pero antes de decidirme, la estructura completa, de la que sólo me separaba un delgado tabique de madera, se sacudía y la imagen se tambaleaba en su pequeño marco para, al poco, escabullirse hacia la izquierda de mi mirada.

      Las artes que allí sobrevivían se extinguieron con el siglo xx. En sus albores, los niños fueron su último público. Y es que a ellos los mundos lejanos no siempre les resultaban ajenos. Sucedía a veces que la añoranza que aquellos panoramas de viajes despertaban no llamaba hacia lo ignoto, sino que invitaba a regresar a casa. Así, una tarde, ante el panorama de la villa de Aix, quise persuadirme de haber jugado antaño en aquel adoquinado que custodian los viejos plátanos del cours Mirabeau.

      Si llovía, no me detenía fuera, ante la lista de los cincuenta cuadros. Entraba y encontraba en los fiordos y los cocoteros la misma luz que por la noche, durante los deberes escolares, me iluminaba el pupitre, a no ser que una avería del alumbrado hiciera de repente que el paisaje perdiera su color. Yacía éste entonces taciturno bajo su cielo de cenizas; era como si apenas un rato antes, de haber estado yo más atento, hubiera podido oír el viento y las campanas.

      la columna de la victoria

      Figuraba en la vasta plaza como si fuera la fecha señalada en rojo en el calendario. Deberían haberla derribado con el último Día de Sedán. Cuando yo era pequeño, no cabía imaginar un año sin ese día. Tras la batalla de Sedán, sólo quedaban los desfiles. Por eso, cuando en 1902 Ohm Krüger, después de perder la guerra de los bóeres, recorrió la Tauentzien­strasse, yo aguardaba junto a mi institutriz para admirar a un caballero que, tocado de bombín y recostado en un mullido asiento, había «conducido una guerra». Así se decía. A mí eso me pareció grandilocuente y, además, no falto de mácula: como si el hombre hubiese «conducido» un dromedario o un rinoceronte y por ello hubiera adquirido su fama. En efecto, ¿qué podía venir después de Sedán? Con la derrota de los franceses, la historia universal parecía haber descendido a su gloriosa sepultura, cuya estela era aquella columna.

      Cuando era alumno de tercero de secundaria, subía yo por los anchos peldaños que conducían a los soberanos de la avenida de la Victoria. Me fijaba sólo en los dos vasallos que, a ambos lados, coronaban la pared de fondo del marmóreo conjunto. Eran de menor estatura que sus soberanos y podían contemplarse con mayor comodidad. El que más me gustaba de todos era el obispo con la catedral en su enguantada diestra. Con el juego de construcción Anker yo podía levantar ya una de mayor tamaño. Desde entonces no me he tropezado con ninguna santa Catalina ni santa Bárbara alguna sin buscar respectivamente su rueda o su torre.

      Me habían explicado de dónde procedía el adorno de la triunfal columna. Pero no comprendí exactamente qué tenían que ver los cañones que lo configuraban: si los franceses habían marchado a la guerra con unos de oro o si nosotros habíamos fundido en cañones el oro que les arrebatamos. Había un deambulatorio en la base de la columna. Nunca entré en aquel espacio, inundado de una luz amortecida que se reflejaba en el oro de los frescos; temía encontrar unas imágenes que me recordaran las estampas de un libro que alguna vez había encontrado en el salón de una tía anciana. Era una edición de lujo del «Infierno» de Dante. En mi fuero interno, los héroes cuyas proezas languidecían en la penumbra me parecían tan infames como las huestes que, azotadas por huracanes, empaladas por troncos sangrientos y ateridas en bloques de glaciar, hacían penitencia. Por eso mismo aquel deambulatorio era el infierno, el contrapunto al círcu­lo de la gracia que arriba orbitaba en torno a la ru­tilante Victoria. Algunos días había gente en lo alto. Aquellas personas se me antojaban perfiladas de negro en el cielo, como las figurillas de los recortables. ¿No cogía yo, una vez terminada mi construcción de Anker, las tijeras y el tarro de cola para repartir muñequitos similares en los pórticos, los nichos y las cornisas de las ventanas? Criaturas surgidas de tan dichosa arbitrariedad y sumidas en la luz de las alturas eran las que estaban allí arriba. Las envolvía un eterno día del Señor. ¿O era un eterno Día de Sedán?

      el teléfono

      Puede deberse a la estructura del aparato o de la memoria: lo cierto es que los sonidos de las primeras conversaciones telefónicas tienen en mis oídos resonancias bien distintas a los del presente. Eran ruidos nocturnos. Ninguna musa los anunciaba. La noche de la que venían era idéntica a la que precede a todo nacimiento verdadero. Y la que dormitaba en los aparatos era una voz incipiente. El teléfono fue, coincidiendo en día y hora, mi hermano gemelo. He sido testigo de cómo dejó atrás las humillaciones de sus años primerizos. Cuando la lámpara de araña, la pantalla de chimenea, la palmera de interior, el gueridón, la repisa y la balaustrada del mirador, marchitos y muertos desde hacía tiempo, desaparecieron por fin de los salones, el aparato, cual héroe de fábula confinado en un barranco, dejó tras de sí el oscuro pasillo para entrar en marcha triunfal en las estancias más claras y luminosas, habitadas ahora por una generación más joven, para cuya soledad se convirtió en consuelo. A los desesperanzados que anhelaban desertar de este mundo maligno les parpadeaba con la luz de la última esperanza. Compartía lecho con los abandonados. Ahora que todos esperaban su llamada, la voz estridente que había tenido en el exilio se escuchaba con sordina.

      No muchos de quienes hoy lo usan saben qué estragos causó antaño su aparición en las familias. El sonido con que irrumpía entre las dos y las cuatro para anunciar al compañero de escuela deseoso de hablarme era una señal de alarma que no sólo comprometía la siesta de mis padres, sino también la época en cuyo corazón se entregaban al sueño. Las discusiones con las oficinas públicas constituían la regla, eso por no hablar de las amenazas y los alaridos que mi padre profería contra la central de reclamaciones. Pero sus verdaderas orgías se cebaban con la manivela, a la que se entregaba durante minutos hasta olvidarse de sí mismo. Su mano era entonces un derviche subyugado por el vértigo. A mí me palpitaba el corazón: estaba convencido de que, a modo de castigo por su demora, sobre la funcionaria de turno se cernía en esos momentos un bastonazo.

      En aquellos tiempos, el teléfono pendía, desplazado y desterrado, entre el gasómetro y el baúl de la ropa sucia, en un rincón al fondo del pasillo, donde sus timbrazos multiplicaban los horrores de la vivienda berlinesa. Cuando, a duras penas dueño de mis sentidos y tras cruzar largamente a tientas el oscuro tubo, llegaba para poner fin al escándalo arrancando los dos auriculares, pesados como unas halteras, y los oprimía contra mis sienes, quedaba implacablemente a merced de la voz que allí resonaba. Nada había que mitigase la fuerza con que me acometía. Impotente, soportaba que anulara mi conciencia del tiempo, de mi propósito y mi deber, y, al igual que ese médium que sigue la voz que desde allende se apodera de él, me rendía a la primera propuesta que me llegaba a través del aparato.

      caza de mariposas

      A excepción de algún viaje estival, cada año, antes de que me tocara ir a la escuela, nos instalábamos en alguna de las casas de veraneo de los alrededores. Durante mucho tiempo, me trajo su recuerdo la espaciosa caja que pendía de la pared del dormitorio de mi niñez, pues ésta contenía los rudimentos de una colección de mariposas cuyos ejemplares más antiguos había yo cazado en el jardín del Brauhausberg. Las blanquitas de la col con bordes descascarillados o las limoneras con alas excesivamente desvaídas me recordaban ardorosas cacerías, aquellas que tantas

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