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      Arabella Salaverry

      El sitio de Ariadna

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logouruk

      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica

      Primera edición, 2020.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Arabella Salaverry

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-4824.

       Correo electrónico: [email protected]

       Internet: www.urukeditores.com.

       Fotografía de portada: Eloy Lesca.

       Edición de fotografía: Valeria Perucci.

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

      “o de cómo aquellos que pretenden que para ser feliz no hay que tener historia solo demuestran que la de ellos es alegría de victimarios a quienes no les importan los muertos”

       G. Pousada

       “Solo el peso de tu carta en el bolsillo me servía de prenda, de prueba. Vivía yo en ese rectángulo de papel. Era el lugar más cierto del mundo. Y antes de poder abrirla, así, cerrada y en el bolsillo, tu carta era el puente con la vida, el sí que me daba la vida a la pregunta atormentada: ¿Soy? ¿Es? ¿Somos? Sí, sí, sí. Todo, sí. Todo, sí, oye, todo sí. Y luego en mi cuarto la leí. La he leído. La leeré.”

       Carta de Pedro Salinas a Katherine Whitmore. Madrid, 1932.

       “Pero el período de aprendizaje es siempre un largo período de aislamiento, y así, por mucho tiempo, y hasta muy avanzada la vida, amar es, para el que ama, soledad, un estar solo más grande y más hondo.”

       Cartas a un joven poeta.

       Rainier María Rilke

      A mi hermano Alfonso Chase,

       por su aliento

       A mi familia,

       por su amo

      “¡Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho, si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto!” El texto de la obra que ensayo me calza como si Lorca hubiese pensado en mí cuando lo escribió. Las palabras resuenan, repiquetean, y la voz en mi cabeza –con un sonido de alas de pájaro quebrándose– repite una, otra vez: “si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto”, “por mi propio gusto”, “por mi propio gusto”. Porque lo que sucede, todo lo que sucede, lo que me espera es y será por mi propio gusto. O al menos eso creo.

      Allí en el escenario del Colegio lo imprevisto. Día tras día sin importar la hora. Bandadas de gorriones, peces por donde menos se esperan, huracanes que arrasan y tormentas que laten. Se inunda con lluvias, cataratas, tifones. Voces, cuerpos en movimiento, luces. Lo vive en la experiencia de cada minuto, de cada hora, de todo el tiempo. El escenario está vivo y es su casa. Y allí su tristeza se diluye, solapada no estorba.

      El Colegio, don Arturo, y Ariadna se salen del lugar común. El Colegio –idea de don Arturo– por ser único. Don Arturo, su director, por iluminado. La muchacha por su soledad que la sigue como un gato que intenta perder pero siempre regresa.

      Al Colegio llegan personas de todas partes con destinos o procedencias misteriosas en huida de las dictaduras que como virus imparable cubren la geografía convulsa de Latinoamérica. Personas que hacen su pausa de descanso o de impulso en ese país mínimo, Costa Rica, sumergidas en la magia, sustentadas en el misterio. Pensadores, guerrilleros, artífices de mundos nuevos. Desde allí definen rumbos, afinan compromisos, hilvanan vidas. Y dejan un reguero de luz a su paso. Don Arturo abre las puertas de su Colegio tan peculiar para recibir a esas personas únicas y en ese mundo efervescente los jóvenes crecen. Ariadna vive, cuando no muere, en ese sitio que también es su casa. Sí. Lo que sigue, todo lo que sigue ha sido por mi propio gusto. De eso estoy segura.

      Manuel en el Colegio. Pequeño, frágil, intenso. El nuevo profesor de Teatro. Habla francés, y un español cerrado con un trasfondo inubicable. ¿Catalán? Podría ser. Su ropa atemporal lo cubre con colores de niebla. Sus ojos de puma relampaguean detrás de los lentes miopes con montura oscura que terminan tragándose su cara. Un nuevo personaje, uno más en el paisaje siempre barroco de su Colegio, piensa Ariadna, sin prestarle excesiva atención. ¡Vamos, muchachos, muchachas, al escenario, rápido, rápido! Don Arturo reúne a los estudiantes: Aquí está Manuel, viene de Guatemala, y será su nuevo profesor de Teatro.

      ¿Te comenté, Manuel, que muchos de estos muchachos los recogí de la calle? Los estudiantes conocen a don Arturo y saben lo que sigue. Dice esas cosas y más. Con su tuteo importado de México. De sus épocas de estudiante. Se le perdona. Cualquier cosa. El tuteo, lo que dice y lo que no. Sí. Fíjate que nadie quería mandar a sus hijos aquí pues no creían en el experimento. Imagínate, fusionar la educación tradicional con la enseñanza de las artes desde la primaria. ¡Once años! Las mañanas dedicadas a impartir el programa oficial del Ministerio. En las tardes el espacio para el arte: violines, arpas, pianos, lo que se te ocurra; talleres de teatro, de literatura, de danza por donde podamos, y aquí nos tienes: voces creciendo en cubículos que hemos tenido que inventar, esculturas, óleos y acuarelas regados por los corredores. Me dijeron que estaba loco. Aunque, chicos, chicas, algunos de ustedes siguen creyendo que estoy loco, ¿verdad? Notaste, Manuel, no hay campanas, no hay timbres, ¡hay arte! No recibí ningún apoyo oficial. Ah, pero sí el de unos coterráneos tuyos. Luego construimos el Teatro y acá estamos. Quédense los de cuarto y quinto… los demás, ¡a sus aulas! Manuel, aunque ha permanecido ajeno, –escuchando el derroche de vitalidad que es don Arturo–, después del trámite atropellado y nada convencional de la presentación es ya parte de la familia tal vez a pesar suyo.

      Los de quinto. Los de quinto que somos trece, hermandad terrible, almorzamos en el Colegio con el nuevo profesor. Nos acomodamos en las mesas interminables de la cocina frente a los ventanales por donde entran el sol y las buganvilias. Yo, en apariencia una muchacha más, siempre educada, siempre deseando quedar bien, siempre deseando ser aceptada, tomo asiento a su lado. Miro a Alexia interrogándola sin palabras ¿qué te parece? Alexia solo sonríe. Ellas dos se entienden aunque no hablen, de alguna manera intangible se comparten. Él intenta una conversación que se traba pues se siente abiertamente examinado por las dos muchachas. Sigue una de esas conversaciones deshilachadas entre adolescentes y adultos ¿Qué desean? Se miran ¿Qué esperan del futuro? ¡Qué pereza! ¡Siempre preguntan lo mismo! ¿Por qué estudian teatro? ¡Idiay! ¡Porque sí! Se desgranan lugares comunes tan propios cuando no se sabe qué decir, pero de un momento a otro la plática resucita. ¡El programa para la clase de Teatro! Sí, Lorca, ¿Qué tal La Zapatera Prodigiosa? Ariadna, la muchacha, ahora atenta, embebida en las palabras que saltan presurosas de la boca de Manuel. Sí, ese será el nuevo proyecto. Una puesta en escena de La Zapatera. Quienes estén interesados permanecerán aquí conmigo. Ella sí, por supuesto, está interesada. “Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie” Conoce la obra de memoria, cada parlamento, cada acotación, cada suspiro. La ama desde hace varios años cuando ensayo tras ensayo, tarde tras tarde, con sus pocos años y sus muchas ganas observó a su madre, también profesora, trabajando con un grupo de teatro aficionado en

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