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a los policías. Desde que hizo el servicio militar, desprecia ese mundo de orden, autoridad y obediencia ciega.

      Cuando le hablé de mi proyecto, no lo entendió. ¿Cómo podía ponerme la gorra de policía? Ya había sido difícil explicarle mi atracción por el riesgo que entraña la infiltración, una extraña necesidad de ponerme en la piel de otros para contar su experiencia. Pero esto era peor. ¡Imaginar que su hijo iba a convertirse en un poli! Le estaba pidiendo demasiado.

      —¡Estás loco! —me dijo—. ¡Los militares y los policías no son más que una panda de alcohólicos y racistas!

      Dejé que se enfadara mientras le miraba la cabeza. A pesar de las sesiones de quimio y del maldito cáncer que lo perseguía desde hacía cinco años, en ese momento de irritación me dio la sensación de que había recuperado algo de vitalidad. Sin embargo, seguía pareciendo muy frágil ahí sentado, frente a mí, en la mesa de madera de cerezo de la cocina.

      —Y, en tu opinión, ¿cuál es la situación de los polis? ¿De qué condiciones laborales se quejan? Quiero saberlo.

      No trataba de convencerlo, solo quería provocarlo.

      Tiro la colilla por la ventanilla del coche. Me miro en el espejo retrovisor. ¿Doy el pego?

      Para esta infiltración, apenas he cambiado mi aspecto. Solo me he obligado a una cosa, por pura superstición: a cambiar de gafas. He sustituido mis lentes redondeadas por una montura rectangular y negra. Me otorgan un aspecto algo más serio, más intelectual. Pero, sobre todo, hacen las veces de antifaz. También me he cortado el pelo muy corto, ahora tendrá un centímetro de largo. Parezco idiota, tengo la frente demasiado grande para llevar el pelo rapado. Echo de menos mis rizos castaño claro.

      También he decidido no arreglarme un premolar que tenía roto. Me presentaré en la policía con un hueco visible en la dentadura, provocado por mis excesos con los dulces. Cualquiera a quien mi discurso le parezca sospechoso podrá comprobar que, obviamente, no puedo permitirme ir al dentista. Trato de preverlo todo, por exagerado que parezca. Solo son detalles, pero me inspiran seguridad y me ayudan a interpretar el personaje que he construido.

      Seguiría divagando frente al volante encantado, pero me temo que ya he llegado a Saint-Malo. Conozco la ciudad. Trabajé aquí, en un anticuario, antes de convertirme en periodista. Es la zona turística por excelencia, conocida por sus murallas, su casco histórico, sus casas con entramados de madera y su pasado como ciudad de corsarios.

      Dejo el coche en un parking gratuito que hay junto a la escuela. Llevo una maleta de ruedas con unas cuantas camisetas y vaqueros y, a la espalda, una chaqueta de cuero de tipo duro. Es la impresión que quiero causar. He dejado los cuadernos en casa. Durante los primeros días, escribiré en la aplicación de notas de mi móvil. Empiezo a ponerme nervioso y me enciendo el enésimo cigarrillo del día.

      El enorme edificio de piedra se encuentra tras una gran muralla y unas imponentes rejas. Al otro lado, la circulación de coches está prohibida, salvo para los vehículos oficiales. En este hostil escenario, nublado y lluvioso, aparece, a través de un pequeño acceso que hay junto al puesto de control, otro aspirante a policía. Tiene el pelo mojado y lleva una bolsa grande en la mano. Pronto serán las ocho en punto.

      —Casi llegas tarde —gruñe el policía de la recepción—. Por hoy lo dejaré pasar. ¿Tu apellido?

      —Gendrot.

      —Gendrot… —repite mientras recorre una lista con el dedo índice—. Aquí, ADS, promoción 115, sector 1.

      Capítulo 3

      Tengo la sensación de haber entrado en un cuartel. Detrás de la muralla, hay una plaza de armas con una bandera de Francia y, más allá, un helipuerto con una H enorme pintada de color blanco en el suelo. Un tipo de la Unidad de Seguridad Interior (USI) me entrega mi equipo (polo, botas, cinturón, etc.) y me adentro en un edificio de cuatro plantas donde debería encontrarse mi habitación.

      Segunda planta, habitación 205. En la puerta hay una lista con los nombres de los siete ocupantes. Esta planta está reservada a los hombres de la unidad. Las mujeres se alojan en el piso de abajo.

      Soy el último en llegar al cuarto. Me toca la cama peor situada de todas, junto a la puerta de entrada. La habitación cuenta con cuatro camas a la izquierda y tres a la derecha, separadas por un muro de armarios. También hay unos pequeños escritorios de metal o de madera. Nuestro dormitorio podría ser perfectamente el de unos campamentos de verano. El único lujo de nuestro rústico alojamiento son las vistas. Desde los baños, se ven las gaviotas y el canal de la Mancha.

      Un tipo alto y de nariz larga —Alexis— ya se ha instalado en la cama que hay junto a la mía; tiene la vista clavada en la pantalla del móvil. Se acaba de quitar los zapatos y huele mal. Otro, Clément, un rubio de dientes muy blancos, se pasea en calzoncillos de flores. Esto parece un vestuario. También está Mickaël, un tipo pequeño y musculoso. El más joven tiene veintiún años y el mayor —ese soy yo—, veintinueve.

      —¡Abuelo! —me bautiza enseguida uno de mis nuevos compañeros. Sonrío.

      Capítulo 4

      Un hombre de cara delgada y nariz puntiaguda entra en la sala. Nos ponemos firmes.

      —Sentaos —dice el tipo, con voz tranquila. Se presenta—: Soy el inspector Goupil, inspector jefe.

      Será nuestro profesor teórico durante las próximas doce semanas; otras dos personas se encargarán de las clases de educación física y de tiro. El inspector jefe Goupil nos informa del programa del primer día. Haremos unas clases introductorias con él y, después, el director de la escuela nos dedicará unas palabras.

      —¿Alguien sabría decirme cuáles son las cuatro situaciones profesionales que abordaremos durante vuestra formación? ¿Nadie?

      En la primera fila, una joven rechoncha levanta la mano.

      —¿Atender a los ciudadanos?

      —Sí, eso será lo primero que veamos. Continúa…

      —Patrullar, participar en las operaciones de seguridad vial y, por último, cómo detener a un individuo.

      —Gracias.

      Los aspirantes a agente de policía abordan diecisiete situaciones profesionales en un año de formación. Para nosotros, los ADS —adjuntos de seguridad, también llamados auxiliares de policía—, estas situaciones se reducen a cuatro. A esto hay que sumar las sesiones de entrenamiento (boxeo, lucha en el suelo, correr y sesiones de tiro) y las clases de Derecho —código deontológico—, todo acompañado de evaluaciones escritas. También recibimos un centenar de fotocopias.

      En menos de tres meses, saldremos de la escuela con un permiso para llevar un arma automática en la vía pública. Tres meses no es demasiado, según nuestro instructor. En su opinión, esta formación exprés tendrá como resultado «una policía low cost».

      Creado en 1997, el estatuto de los ADS permitía a las personas sin estudios desempeñar las funciones de un policía. Solo hay un requisito para convertirse en ADS: tener menos de treinta años.

      Al principio, estos auxiliares de policía se encargaban de atender a la gente en recepción y de las ingratas tareas administrativas. A día de hoy, pueden participar en las intervenciones, como cualquier otro agente. Una vez en la calle, un ADS puede esposar, cachear e incluso participar en un interrogatorio. Sin embargo, no puede redactar actas. Este puesto de «policía low cost», formado en tres meses y, a continuación, enviado al campo de batalla, no aparece reflejado en los organigramas oficiales de la policía nacional. El uniforme de los ADS es igual que el del resto de policías, excepto por la insignia azul cobalto, con un rectángulo celeste del tamaño de un billete de metro sobre el pecho. De los 146 000 policías con los que cuenta Francia, 12 000 reciben esta formación superficial.

      Un ADS gana una

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