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Eran dóciles. Eran amables y les olía la cara a hinojos y tomillo, caras de rosa rica. Y nos reíamos como niños. Mira qué buenas mozas habíamos ido a encontrar en aquel confín más allá del Arnoia, por detrás de A Chaira. Casi nos habíamos adormecido cuando relincharon fuera los caballos y ellas dijeron, de golpe muy serias, que en una legua en redondo de la casa no entraba lobo ni jabalí. Hay, entonces, otro silencio en medio del cual rechinó algo entre las tejas. Y tenía que ser el águila del techo. Busqué los ojos del criado de Xixín, y le noté miedo. Él descansaba la cara roja en el pecho de su moza. Pasó por la cocina una cosa dura, sin cuerpo ni olor, que nos sobrecogió a los dos valientes cortejadores.

      El fuego se muere —rumoreó una de las jóvenes presintiendo quizás un hielo entre nosotros. La otra fue a recoger un puñado de pinocha de un montón que allí había, junto al hogar. Se agachó. Llevaba saya corta. El criado de Xixín y yo abrimos mucho los ojos para verle los muslos. La moza usaba medias azules de lana, hasta cubrirle las rodillas. Aún arqueó más la espalda y las nalgas le levantaron mucho el borde de la falda. La carne, después de las medias, no era blanca, como esperábamos deseosos. Era renegrida. Tenía roña.

      Pazpuerca, carro de mierda —gritó el criado de Xixín. Sin ponernos de acuerdo, nos echamos a reír. Yo le lancé una patada a la muchacha, tal que la arrojé de cabeza en el montón de pinocha. Su hermana se volvió contra mí como una garduña y me arañó una mejilla. Yo le tomé el pulso y la arrojé al fuego. Se levanta la una entre pavesas y cenizas y la otra con la cabeza y el dengue erizados de picos, que parecía un puercoespín. Echaban chispas por los ojos, las hijas del Enemigo. Gritaban palabras que se enroscaban y se disparaban en espiral, como hacen las serpientes majá para atacar al individuo humano. Abrían los brazos e imitaban el volar en esquina del murciélago, o quizás el de esa otra culebra con alas que va por el aire a morir a tierras de Babilonia. Nosotros teníamos miedo pero nos reíamos de ellas a carcajadas. Les llamábamos merdosas, montón de estiércol. Ellas nos insultaban con maldiciones, y abrían las piernas y levantaban las faldas. A ambas podíamos verles idénticas medias azules, y los muslos costrañosos, y el bicho peludo. Incluso yo sentí que me llegaba a la nariz, desde aquellas parroquias de cintura abajo, un hedor húmedo y craso.

      Malditos seáis —dijo una de ellas susurrando y con los ojos casi cerrados de rabia—. Así os devore la noche —agoró la otra con un chillido que prolongó el gato negro desde lo alto de una viga en maullar sordo y sostenido.

      Corrimos a los caballos y nos fuimos de allí al trote señorito, liberando risotadas hasta dolernos el vientre y la cintura. Dejamos atrás el pinar y tomamos vereda hacia nuestra tierra, todos felices y contentos, alabándonos de la burla que allí dejáramos liada. Guasa como aquella jamás se había oído en mi aldea, ni en el lugar de Xixín, y aquella misma noche se la contaríamos bien contada a toda la gente del filandón, pues claro, y habríamos de hacer reír a casadas y solteras, desde luego, y si tal caso aún podía caerle a más de cuatro un pellizco o una lucha al relatar cómo habíamos abrazado a las brujas en su propia cocina.

      ¿Y lo serían? —preguntó de pronto el criado de Xixín—. ¿Qué? Brujas, brujas. Yo encogí los hombros y me encerré en un mutismo que llenaba de temores extraños, en aquel mismo instante, el ruido de los cascos de los caballos al chapotear en una parte embarrada del camino, camino que enseguida entró en los matorrales de Auguela para caer en dulces revueltas por los sitios, hondos de abedules y frescura, de Ardeúva y Santa María de Rebordechao.

      Ocurrió entonces que el mundo familiar y sabido por el que cabalgábamos estalló y se deshizo como una pompa de jabón. En el crucero de las Siete Espadas vimos salir volando (negral) el cárabo por encima de la mesa de los difuntos, donde estaba matando un lirón que, malherido, todavía saltó chillando sobre la ribera para ir a perderse entre los brezos. Vi en un instante el resplandor rojo de Marte. Grande como nunca va esa estrella de las desgracias la guerra —dije yo en voz alta. El criado de Xixín no me contestó y señaló a una niebla espesa y sucia que venía hacia nosotros como un manto, y que ya estaba ocupando todo el alrededor, y la cruz de piedra, en un suspiro, se dejó de ver. Enseguida se nos ocultó la luna, y también el planeta de sangre e ira—. Por allí —dijo el criado de Xixín—, y seguimos un trozo por el pavimento empedrado de la calzada hacia nuestras casas.

      Perdimos el camino. Nos extraviamos. Por frondas imprecisas, por aulagares que ora sí ora no reconocíamos o creíamos familiares, pasábamos a senderos en los que los caballos erizaban las crines y temblaban con las cuatro patas clavadas en tierra, como si barruntaran fieras del monte.

      Pensábamos nosotros, sin hablarnos, que las hermanas eran brujas y que nos habían desviado la ruta. A mí me sonaba en las orejas la maldición que nos había echado la que tenía la mancha marrón en el ojo. Malditos seáis y que la noche os engulla. Nos devoraba la noche.

      En cierto punto se fue la niebla y cayó sobre nosotros un cielo tachonado de estrellas, entre las que llamaba la atención una grande, roja. Nos hallábamos en una gándara alargada y plana. La luna me permitía consultar el reloj, que marcaba las horas últimas de la noche. Lejos, tras unos cabezos coronados de piedras erguidas hacia el cielo de leche, tal vez piedras sagradas de los antiguos, venía potente resplandor. No sabíamos cuál era aquel sitio y rompimos a llorar a un tiempo, el criado de Xixín y yo. Aquella luz rojiza era, sin duda, una ciudad, puede que de Portugal. Pero enseguida volvió de nuevo la niebla a tapar el mundo alrededor. Y nuestras caballerías, cansadas, desmayaban y no querían andar más. No querían, pero, llegados a no se sabe dónde, volvieron a trotar por una vieja vereda y, como reconociéndola, animaron el paso.

      Aquel camino estaba hecho de piedras grandes y antiguas, y se demoró en una revuelta en la que el suelo mostraba, a una nueva luz que penetraba la niebla, huellas de ruedas labradas por eternidades de carro y enseguida pisamos un puente altísimo sobre el que nuestros caballos hacían resonar ecos secos, toscos, estrechos, de mil años.

      Vino el día.

      Del todo se disipó la niebla con los rayos del amanecer. Pararon por su propio pie nuestros caballos y notamos el escalofrío en la espalda, el criado de Xixín y yo, porque estábamos ante una cabaña triste, con el sol naciente pegándole por la parte del frente. Puesta la casa en medio de los pinos, parecía un animal derribado. En la techumbre brillaba un águila de hojalata. Relucía el águila y, de lejos, venía el fragor de un río, inequívocamente ya el Arnoia, rompiendo por canales y cascadas indecisas. Ningún perro ladraba. El camino que nos había traído pasaba junto a la choza de la que había salido la maldición, el castigo de medias azules.

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