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un terraplén que llevaba a la carretera. Las luces traseras del camión se desvanecían a medida que se alejaba, con cada segundo.

      Se tambaleó hasta el centro de la carretera y, con piernas temblorosas, corrió tras las luces como si pudiera alcanzarlas. La lluvia le pegaba en el rostro, apelmazándole el cabello y empapándole la ropa andrajosa. Descalza, continuó impulsándose hacia adelante con pasos irregulares por el corte profundo que tenía en el pie derecho, producto de su desesperada huida por el bosque. Iba dejando una línea sinuosa de sangre detrás de ella, que enseguida la tormenta se encargaba de borrar. Presa de pánico de que él pudiera emerger del bosque, se obligó a avanzar con la sensación de que él se encontraba cerca, listo para alcanzarla, cubrirle la cabeza con el saco y llevarla de nuevo al sótano sin ventanas.

      Deshidratada, creyó estar sufriendo alucinaciones cuando la distinguió: una pequeña luz blanca a lo lejos. Se tambaleó hacia ella hasta que la vio dividirse en dos y agrandarse. Permaneció en el medio de la carretera, agitando las manos atadas por encima de la cabeza.

      El automóvil aminoró la velocidad al acercarse y encendió las luces largas para iluminarla: de pie sobre el asfalto, empapada, descalza, con rasguños en la cara y la sangre que le corría por el cuello y teñía de rojo la camiseta.

      El coche se detuvo; los limpiaparabrisas salpicaban agua hacia los lados. Se abrió la puerta del conductor.

      —¿Te encuentras bien? —gritó el hombre por encima del rugido de la tormenta.

      —¡Necesito ayuda! —respondió ella.

      Eran las primeras palabras que pronunciaba en varios días y la voz le salió áspera y seca. La lluvia, notó por fin, tenía un sabor maravilloso.

      El hombre la miró con más atención y la reconoció.

      —¡Dios mío! ¡Todo el estado te está buscando! —La rodeó con el brazo, la llevó hasta el coche y la ayudó con cuidado a sentarse en el asiento delantero.

      —¡Vámonos! —exclamó ella—. ¡Está a punto de venir, lo sé!

      El hombre corrió al otro lado del automóvil y lo puso en marcha antes de cerrar la puerta. Condujo a gran velocidad por la autopista 57 mientras llamaba al 911.

      —¿Dónde está tu amiga? —preguntó. La joven se quedó mirándolo:

      —¿Quién?

      —Nicole Cutty. La otra chica que ha sido secuestrada.

      Doce meses después

      Nueva York

      Septiembre de 2017

      08:32 horas

      SENTADA ERGUIDA EN LA SILLA, Megan McDonald observó a Dana Campbell leer las notas de la entrevista, mientras una maquilladora le empolvaba la nariz y a su alrededor se desplegaba un caos general de productores vociferando órdenes y cambios de luz durante el tiempo restante de la pausa comercial. Los movimientos de hombros y las inspiraciones profundas no habían servido de nada; de hecho, se le había formado un nudo en el trapecio que sentía tensarse. Megan se sobresaltó y dio un respingo cuando otra maquilladora le tocó la mejilla con un pincel.

      —Perdón, tesoro; tienes demasiados brillos. Cierra los ojos.

      Megan cerró los ojos mientras la mujer le pasaba el pincel por la cara. Una voz en la oscuridad, al otro lado de las cámaras de televisión, comenzó una cuenta atrás. Megan sintió la boca como si estuviera llena de algodón seco y las manos comenzaron a temblarle. Los maquilladores desaparecieron y de pronto quedó sola frente a Dana Campbell, bajo las intensas luces.

      —Cinco, cuatro, tres, dos… estamos en directo.

      Megan escondió las manos temblorosas debajo de los muslos. Dana Campbell miró a la cámara y habló con el tono y la cadencia ensayados y perfeccionados de los presentadores de programas de televisión matutinos, entre los cuales el suyo destacaba por su gran audiencia.

      —Todos conocemos la terrible historia de Megan McDonald. Una típica joven estadounidense, hija del alguacil de Emerson Bay, raptada en el verano de 2016. Un año después, Megan ha publicado su libro, Perdida, el relato verídico de su secuestro y valiente huida. —Dana Campbell apartó los ojos de la cámara y sonrió a su invitada—. Megan, bienvenida al programa.

      Megan inspiró una bocanada seca y vacía que casi le hizo atragantarse.

      —Gracias —respondió.

      —El país entero y, por supuesto, Emerson Bay, han querido conocer tu historia desde hace más de un año. ¿Qué te ha inspirado finalmente para compartirla?

      Desde que había concertado la entrevista, Megan se debatía con las respuestas que daría. No podía contarle la verdad a la gran Dana Campbell: que escribir el libro era la forma más sencilla de mitigar el dolor de su madre y conseguir algo de espacio para respirar. Era una forma de quitarse de encima por unos meses a su madre, neurótica por la preocupación y la angustia.

      —Fue tiempo, nada más —dijo Megan, eligiendo por fin las respuestas que la sacarían de los potentes focos de luz—. Necesitaba procesar todo antes de poder contárselo a la gente. He tenido la oportunidad de hacerlo y ahora ya estoy lista para relatar mi historia.

      —Tiempo para procesar y para sanar, seguramente —añadió Dana Campbell. Por supuesto, pensó Megan. Porque, al fin y al cabo, había pasado un año y ese lapso era sin duda suficiente para sanar. En un año había vuelto a ser una persona completa. Porque, si Megan no daba la impresión de estar sana, feliz y recuperada, Dana Campbell, la reina de los programas matutinos de televisión, quedaría como una malvada por bucear en busca de información. Por favor, pensó Megan, cuéntale a tu audiencia cuán recuperada y sana estoy.

      —Eso también, sí —respondió Megan.

      —Debe llevar mucho tiempo reponerse de algo así y, de alguna manera, documentar los acontecimientos te habrá resultado terapéutico.

      Megan se esforzó porque sus ojos no delataran su irritación. Tenía muchos adjetivos para describir el proceso que había dado nacimiento al libro. Terapéutico no era uno de ellos.

      —Lo ha sido. —Megan sonrió con los labios apretados. Era su nueva sonrisa, la mejor que podía ofrecer, tan distinta de aquella resplandeciente que había visto hacía unos días al hojear el anuario de su último año escolar. Allí se la veía con una sonrisa ancha y dientes alineados y brillantes que llenaban todo el espacio entre la curva de los labios. Lo había intentado al principio, pero le resultaba demasiado difícil fingirla, por lo que comenzó a utilizar esta versión: labios juntos, comisuras curvadas hacia arriba. Feliz. La gente se lo creía.

      —¿Qué puede esperar el público al leer tu libro?

      Megan no estaba del todo segura, pues había escrito muy poco de él; todo el mérito era de su psicoanalista, que apenas había conseguido que lo nombraran en la portada.

      —Bien… ejem, veamos… cuenta la noche en la que sucedió.

      —La noche en la que te raptaron —aclaró Dana.

      —Sí. Y las dos semanas que pasé encerrada. Una gran parte son pensamientos que tuve mientras estuve prisionera. Sobre dónde me tenían cautiva y mis intentos fallidos de huir. Y luego sobre la noche en que… en que me escapé corriendo del bosque.

      —La noche en la que huiste.

      Megan vaciló.

      —Sí. El libro detalla mi huida. —De nuevo la sonrisita apretada—.Y hay un capítulo entero sobre el señor Steinman.

      Dana Campbell también sonrió y habló con voz suave:

      —El hombre que te encontró en la autopista 57.

      —Sí. Es mi héroe. Y el de mi padre, también.

      —Seguro. Tuvimos al señor Steinman aquí en el programa, poco

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