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disparados, por detrás de su popa, a sólo unos pocos pies de distancia. Nos bastó un instante para virar y salir tras la Aurora, pero la otra lancha estaba ya muy cerca de la orilla. Era aquel un sitio salvaje y desolado; la luz de la luna brillaba sobre una ancha extensión de tierras pantanosas, en las que se veían charcas de agua estancada y macizos de vegetación podrida. La Aurora fue a chocar, con un ruido sordo, contra la ribera fangosa, quedando su proa en alto y su popa al nivel de las aguas. El fugitivo saltó a tierra, pero su pata de palo se hundió instantáneamente y por completo en el blando suelo. Fue inútil que forcejease y se retorciese. No podía dar un solo paso hacia adelante ni hacia atrás. Vociferó con rabia impotente y pateó frenético en el barro con el otro pie; pero con su forcejeos sólo consiguió que la pata de madera se hundiese aún más en la ribera pegajosa. Cuando emparejamos nuestra lancha a la Aurora se hallaba nuestro hombre anclado con tal seguridad, que tuvimos que echarle un cabo de cuerda por encima de los hombros, y sólo así logramos sacarlo e izarlo por encima de nuestra borda, igual que a un pez diabólico. Los dos Smith, padre e hijo, permanecían sentados y ceñudos en su lancha, pero subieron mansamente a bordo de la nuestra cuando se les ordenó. Desembarrancamos la Aurora y la sujetamos a nuestra popa. Sobre la cubierta encontramos un sólido cofre de hierro de artesanía india. No cabía duda de que era el que había contenido el infausto tesoro de los Sholto. No tenía llave alguna, pero pesaba mucho, y por eso la trasladamos con cuidado a nuestro pequeño camarote. Cuando remontamos el río, a poca velocidad, dirigimos nuestro proyector móvil en todas direcciones; pero no hallamos rastro alguno del isleño. En alguna parte del fangoso lecho del Támesis yacen los huesos de aquel extraordinario visitante de nuestras costas.

      —Vea usted aquí —dijo Holmes, señalando hacia la escotilla de madera—. No fuimos lo bastante rápidos con nuestras pistolas.

      En efecto: uno de aquellos dardos asesinos, que nosotros conocíamos bien, estaba clavado detrás del sitio en que habíamos estado sentados. Debió de pasar silbando entre nosotros en el instante que disparábamos. Holmes lo miró sonriente y se encogió de hombros con su habitual despreocupación; pero yo confieso que me sentí enfermo de sólo pensar en la horrible muerte que tan cerca de nosotros había pasado aquella noche.

      11. El gran tesoro de Agra

      Nuestro prisionero estaba sentado en el camarote, frente a la caja de hierro por la que tanto se había ingeniado y para hacerse con la cual tanto tuvo que esperar. Era un individuo atezado, de mirada atrevida, con sus facciones de caoba recubiertas de una red de pliegues y arrugas que pregonaban una dura vida a la intemperie. La punta barbuda de su mandíbula era de una prominencia extraordinaria, que delataba a un hombre al que no era fácil desviar de sus propósitos. Tendría alrededor de sus cincuenta años, porque sus cabellos negros y ensortijados estaban veteados de abundante gris. No era totalmente desagradable su rostro en reposo, aunque sus cejas espesas y su barbilla agresiva le daban una expresión terrible cuando las conmovía la ira, según yo acababa de ver. Ahora se hallaba con las manos esposadas sobre el regazo y la cabeza hundida en el pecho, mientras contemplaba con ojos vivos y centelleantes el cofre que había sido la causa de todas sus malas acciones. En la expresión rígida y reprimida de su rostro me pareció observar más pesar que furia. Incluso en un momento dado alzó su mirada hacia mí, y había en ella un algo que parecía un atisbo de humor.

      —Bueno, Jonathan Small; siento que hayamos llegado a esta situación —dijo Holmes encendiendo un cigarro.

      —Y yo también —contestó él con franqueza—. No creo que puedan colgarme por esto. Le juro por la Biblia que yo no levanté la mano contra Sholto. Fue ese pequeño sabueso infernal de Tonga quien le disparó y clavó uno de sus malditos dardos. Yo no tuve en ello parte alguna, señor. Me dolió, igual que si se hubiese tratado de un pariente mío. Golpeé por ello al pequeño demonio aquel con varios latigazos fuertes del extremo de la soga; pero el mal estaba hecho, y no me hallaba en condiciones de repararlo.

      —Fume un cigarro —dijo Holmes—. Y lo mejor que podría hacer usted es echar un trago de mi frasco, porque está usted empapado. ¿Cómo esperaba que ese negroide, pequeño y débil, dominase al señor Sholto mientras usted trepaba por la cuerda?

      —Parece que usted lo sabe todo como si hubiera estado viéndolo. La verdad es que esperaba encontrar desierta la habitación. Estaba bastante bien enterado de las costumbres de la casa, y Sholto solía bajar a esa hora a cenar. No guardaré secreto alguno en este asunto. La mejor defensa que puedo tener será decir toda la verdad. En cambio, si se hubiese tratado del viejo mayor me habría lanzado sobre él con corazón alegre. Me habría importado tan poca cosa acabar con él como fumarme este cigarro. Pero es condenadamente duro el tener que ir a presidio por la muerte de ese joven, Sholto, contra el que yo no tenía ninguna deuda pendiente.

      —Se encuentra usted en manos del señor Athelney Jones, de Scotland Yard. Lo va a conducir a mis habitaciones particulares, y usted me hará un relato completo de todo el asunto. Tendrá que hablarme con el corazón en la mano, y si así lo hace, pienso que podré serle útil. Creo que podré demostrar que el veneno obra con tal rapidez, que el hombre ya estaba muerto cuando usted llegó a la habitación.

      —Sí, señor; así fue. Jamás el corazón me dio un vuelco tan grande como cuando, al entrar por la ventana lo vi, sonriéndome de aquella manera, con la cabeza caída sobre el hombro. Le digo, señor, que me produjo una gran sacudida. Si Tonga no se hubiese escabullido, creo que le habría matado. Esa fue la causa de que se dejase allí su maza y también algunos de los dardos, según me dijo; creo que ellos le pondrían a usted en nuestra pista, aunque no me explico cómo fue usted capaz de atraparnos. No le guardo rencor por ello. —Luego agregó con amarga sonrisa—: Sí que resulta por demás extraño el que yo, que puedo reclamar en justicia mi parte de medio millón de libras esterlinas, me haya pasado la primera etapa de mi vida construyendo una presa de agua en Andamán y tenga, probablemente, que pasarme la otra mitad cavando zanjas en Dartmoor. Día desgraciado para mí aquel en que puse por vez primera mis ojos en el mercader Achmet y tuve relación con el tesoro de Agra, que hasta ahora sólo maldiciones ha acarreado a cuantos lo han poseído. Al mercader le acarreó el ser asesinado; al mayor Sholto, temor y remordimientos, y a mí, esclavitud para toda la vida.

      Athelney Jones asomó en ese instante la cabeza y los hombros en el minúsculo camarote, y dijo:

      —Parece que estamos en una reunión de familia. Me están entrando ganas de echarle un trago a esa botella, Holmes. Bien, creo que todos podemos felicitarnos mutuamente. Lástima ha sido que no le hayamos echado el guante con vida al otro, pero no hubo elección posible. Oiga, Holmes: creo que se salió con la suya por un pelo. Hicimos lo único posible para alcanzar a la otra lancha.

      —Bien está lo que bien acaba —dijo Holmes—. Pero la verdad es que ignoraba que la Aurora fuese un clíper tan veloz.

      —Smith asegura que es una de las lanchas más veloces que surcan el río, y que si hubiera contado con otro hombre que le ayudase en la máquina, no le habríamos alcanzado jamás. Jura que nada sabía de ese asunto de Norwood.

      —Y es cierto lo que dice. No sabía ni una palabra —exclamó nuestro prisionero—. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. Nada le dijimos, pero le pagamos bien, y habría recibido un premio espléndido si hubiésemos alcanzado a nuestro vapor, el Esmeralda, en Gravesand, barco que zarpaba para el Brasil.

      —Bueno; si él no ha hecho nada malo, ya cuidaremos de que nada malo le ocurra a él. Si somos bastante rápidos en echar el guante a la gente, no lo somos tanto en condenarla.

      Resultaba divertido el ver cómo aquel fatuo de Jones empezaba ya a darse importancia por aquella captura. La leve sonrisa que jugueteó en la cara de Sherlock Holmes me hizo comprender que no le habían pasado inadvertidas aquellas palabras.

      —Estaremos en el puente de Vauxhail en un instante —dijo Jones—, y allí lo desembarcaré a usted con el tesoro, doctor Watson. No necesito decirle que al dar este paso tomo sobre mí una grave responsabilidad. Es algo fuera de las normas, pero lo convenido obliga. Sin embargo, y teniendo en cuenta lo valioso de la carga que lleva, creo que es mi deber enviar en su compañía

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