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bien? ¿Es verdad? ¿Has encontrado a la anomalía que ha roto el cerco?

      —Sí —Viggo miró hacia las puertas de cristal que daban al exterior, al mar bravo, sin salir afuera—. Es una mujer. —No cualquier mujer. Era una llamativamente preciosa.

      —No me jodas. Las palabras de La Primera eran ciertas. —Su tono parecía ridículamente aprobatorio—. ¿Qué vas a hacer con ella? Hay que eliminarla, Viggo. Sabes lo que comportará su existencia. Nada bueno para nosotros.

      Viggo caminó hasta la amplia terraza principal y circular que hacía de techo de la entrada. Meditaba sobre las palabras de Daven.

      —La profecía es clara —recordó Daven—. Dice que seremos cazados y obligados a someternos. Que nos haría débiles. Y que sabríamos que la anomalía ha llegado porque se rompería un cerco divino. Que lo sentiríamos en nuestro interior porque la rotura de éter era inconfundible. No podemos permitir que alguien así siga viva. ¿Qué has hecho con ella? —le urgió a responder—. Espero que esté bien enterrada.

      —Está conmigo. En mi casa.

      —¿Bajo tierra?

      —No.

      —¿Muerta?

      —No.

      —¿Qué? —sonaba incrédulo e impaciente—. ¿Viva?

      —Sí.

      —¿Qué vas a hacer con ella? Espero que hagas lo más inteligente para todos.

      Viggo observó el vuelo de dos gaviotas en el horizonte marino.

      —A mí no me asustan las profecías. Y hace mucho que dejé de actuar como un asesino.

      —No me vengas con esas... ¿Dónde está?

      —Te lo he dicho. Conmigo. A salvo.

      —¿Dónde está tu casa?

      —No te lo voy a decir. No quiero que pierdas los nervios.

      —¿Te estás oyendo? Mantenerla con vida es exponernos a todos. Llevamos siglos torturándonos con la aparición de la anomalía, deseando ser nosotros quienes acabemos con ella para que los acólitos no la usen como arma contra nosotros.

      —Los acólitos la han sacrificado y la han apuñalado hasta casi matarla, Daven.

      —¿Qué quieres decir? —parecía desubicado.

      —Llegaron antes, pero no para llevársela y reclutarla. Ellos no la querían con vida. La querían matar. ¿Qué crees que quiere decir eso?

      Al otro lado de la línea, los pensamientos silenciosos ocuparon unos segundos hasta que Daven contestó:

      —Joder... ellos también la temen, entonces.

      —Exacto. ¿Por qué iba a querer matar yo a alguien que ellos no quieren mantener con vida? ¿No la convierte eso en una camarada? Los enemigos de mis enemigos son mis amigos —recitó—. Le tienen miedo. Y tenemos que descubrir por qué. Usaron un puñal ritual... no querían ni que se reencarnase su alma.

      —Pero no entiendo... La Primera lo dijo muy claro: los acólitos la usarían contra nosotros. Sería su arma principal para intentar doblegarnos y hacernos caer.

      —Pues algo debe haber mal en nuestra interpretación... porque la terrible vehemencia con la que la apuñalaron denotaba pavor y terror hacia ella. Y los acólitos reclutan a los que pueden controlar y a los que suman a su causa. Si esta era su principal arma, desde luego no la han tratado bien.

      Daven resopló y chasqueó con la lengua.

      —No entiendo nada. No me gusta esto... ¿y ahora cómo está? ¿Está bien o le queda poco de vida?

      Viggo se quería morder la lengua.

      —Se está recuperando de sus heridas.

      —¿De las heridas de un puñal ritual? Es imposible. Te retuerce los órganos. Ningún humano podría... —enmudeció de golpe—. A no ser que... dime que no lo has hecho.

      —Le he ofrecido mi sangre.

      —Mierda, Viggo. ¿En qué leches estás pensando?

      —Nada que te deba incumbir.

      —Claro que me incumbe, no digas memeces. Dime que no la has mordido. Sabes lo que ha pasado todas las veces que nos hemos dejado llevar en la antigüedad. Es una cagada.

      —No. No la he mordido.

      —Bueno, no todo está perdido entonces. Mira, luego hablaremos. A la noche reúnete con nosotros. Estamos ya en Croacia. ¿Dónde podemos encontrarnos?

      —Te llamaré una hora antes y te lo diré.

      Viggo no quería a nadie merodeando cerca de sus propiedades. Por eso se había ido de Edimburgo. Porque la cercanía con la Orden le agotaba y quería cambiar de estilo de vida y que lo dejaran tranquilo. Alejarse de ellos le había dado más claridad mental, y lo había convertido en un lobo solitario en todos los sentidos.

      —Está bien. Esperaremos tu llamada y nos presentaremos donde digas.

      —Nos veremos, pues, al atardecer. Pero Daven.

      —Qué.

      —Ella está bajo mi protección. ¿Entiendes?

      Se escuchó una risita.

      —¿Por qué meas tan pronto? Ahora me da curiosidad. Eso hace que tenga más ganas de conocerla.

      —Hablo en serio.

      —Sé que hablas en serio. Hace centenarios que no compartes tu sangre con nadie. Lo sabemos. Que lo hayas hecho con esa humana que supone un peligro para todos es incomprensible. Te aplaudiría si no fuera porque de todos los miles de millones de mujeres que pueblan este infierno, estás protegiendo a la única que está destinada a destruirnos. Lo has vuelto a clavar —se burló de él abiertamente.

      —Sí, ya —contestó alejándose de la vista del mar para servirse una copa de whisky de la mesita bar de cristal ubicada al lado del sofá esquinero. Caminó sobre la alfombra persa que hacía aguas y se sentó en la esquina del mobiliario. Estudió el fondo del vaso y añadió—: luego hablamos.

      Daven colgó sin despedirse.

      Viggo sabía que su decisión iba a contrariar a la Orden. Pero si había alguien que podía decidir algo así, era él. Por rango. Por experiencia. Y porque era la hora.

      Se bebió el whisky de un hidalgo. Ojalá el problema que se avecinaba con Erin y todo lo que comportaba su no muerte también se solucionase de un trago.

      Se miraba en el espejo.

      Erin no podía dejar de observar la mirada que devolvía el reflejo. Como si allí consiguiese evocar y recordar cada detalle desde que se internó en el baño de la estación de Kanfanar.

      La imagen desnuda frente a ella era su cuerpo, sin duda, marcado por esa líneas rosas y desiguales que con el paso de los minutos remitían.

      Erin tenía tantas preguntas que hacer a ese hombre... Viggo. Le gustaba su nombre. Su apariencia intimidante la desconcertaba pero no iba a negar que era muy atractivo y difícil de no mirar. Sin embargo, algo en todo aquello la trastornaba y le ponía los pelos de punta.

      El color de sus ojos, su estilo, su manera de hablar, su voz... Aquel lugar sobrio decía poco de él, excepto que tenía gustos caros.

      Observó el corte que le cruzaba la cadera y pasó una uña por encima. Su carne se había pegado. La habían cosido como a una muñeca de trapo, pero allí no había ni agujas ni hilos. Nada.

      —¿Cómo es posible? —se preguntó mirándose fijamente a su propio rostro.

      Ella había sido una ávida lectora y siempre que llevaba

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