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por creerme que durmió allí de verdad.

      —¿Qué pasa con los armarios? —preguntó Dick—. Mami clamará por los armarios.

      Es inexplicable la pasión que la mujer media demuestra por los armarios. En el Paraíso, su primera petición, estoy seguro, es: «¿Puedo tener un armario?». Si se saliera con la suya mantendría a su esposo y a los hijos dentro de los armarios; sería su idea de casa perfecta, todo el mundo envuelto en alcanfor en su propio armario adecuado. Una vez conocí a una mujer que era feliz, para ser mujer. Vivía en una casa con veintinueve armarios. Creo que debió de construirla una mujer. Eran armarios amplios, muchos de ellos con puertas que no se diferenciaban en nada de las puertas de las habitaciones. Los visitantes se daban las buenas noches y desaparecían dentro de los armarios portando sus velas encendidas, tambaleándose hacia atrás al siguiente segundo, con expresión asustada. Un pobre caballero, me contó el marido de aquella mujer, se vio obligado a descender a la planta baja a por algo que había olvidado y a su regreso no encontró otra cosa que armarios, se perdió y terminó pasando la noche dentro de uno de ellos. A la hora del desayuno, mientras los invitados bajaban a la sala, él abrió las puertas del armario con un alegre buenos días. Cuando aquella mujer estaba fuera, nadie de la casa sabía nunca dónde estaba nada; y cuando ella misma estaba en casa, solo sabía dónde deberían estar las cosas. Sin embargo, una vez que uno de esos veintinueve armarios tuvo que ser limpiado temporalmente por reparaciones, no sonrió, según me dijo su marido, durante más de tres semanas: no hasta que los obreros se fueron de la casa y pudieron usar el armario de nuevo. Dijo que era vergonzoso no tener un lugar donde guardar las cosas.

      La mujer media no quiere una casa, en el sentido común de la palabra. Lo que quiere es algo hecho por el genio de una lámpara. Uno ha encontrado, o al menos eso cree, la casa ideal. Le enseñas la chimenea Adams del salón. Tocas el revestimiento de madera de la sala con el paraguas: «Roble —le dices para impresionarla—; todo de roble». Llamas su atención sobre las vistas. Le cuentas la leyenda local: apoyando el rostro contra el cristal de la ventana se puede ver el árbol en el que fue ahorcado aquel hombre. Te detienes en el reloj de sol. Mencionas por segunda vez la chimenea Adams. «Es todo muy bonito —te responde ella—, pero ¿dónde van a dormir los niños?». Es tan desalentador.

      Y si no son los niños es el agua. Ella quiere agua, y quiere saber de dónde viene. Tú le muestras de dónde viene. «¿Qué? ¿De ese horrible lugar?», exclama. Estará igual de insatisfecha si el agua se extrae de un pozo o cae del cielo y se almacena en depósitos. No tiene fe en el agua de la naturaleza. Una mujer nunca cree que el agua pueda ser buena si no viene de una fábrica embotelladora de agua. Está convencida de que la empresa la fabrica fresca todas las mañanas, siguiendo una vieja receta familiar.

      Si consigues reconciliarla con el agua, entonces está segura de que el tiro de las chimeneas no saca bien el humo; le parece que ahuman la casa. Pero es que, como le has explicado antes, las chimeneas son lo mejor de la casa. La llevas fuera y se las enseñas. Son auténticas chimeneas esculpidas del siglo XVI. Es imposible que no tiren bien. Nunca harían algo tan antiartístico. Te dice que solo espera que tengas razón y que, en caso contrario, te sugiere ponerles capuchas de hierro laminado.

      Después quiere ver la cocina: «¿Dónde está la cocina?» Tú no sabes dónde está. Tú no te preocupas por la cocina. Debe de haber una cocina, por supuesto. Procedes a buscar la cocina. Cuando la encuentras, ella está preocupada porque el comedor está en el extremo opuesto de la casa. Le señalas la ventaja de estar lejos de los olores de la cocina. Y entonces entra en el plano personal: te dice que eres el primero en quejarte cuando la cena está fría; y en su locura acusa a todo el sexo masculino de ser poco práctico. La mera visión de una casa vacía hace que una mujer se muestre inquieta.

      Por supuesto, los fogones están mal. Los fogones de la cocina siempre están mal. Le prometes que tendrá unos nuevos. Seis meses más tarde va a querer los viejos de nuevo: pero decírselo sería cruel. La promesa de la nueva cocina la consuela. La mujer nunca pierde la esperanza de tener algún día una cocina que la satisfaga, la que soñó de niña.

      Zanjada la cuestión de la cocina, te imaginas que has silenciado toda oposición. En ese instante empieza a hablar de cosas de las que nadie más que una mujer o un inspector de sanidad pueden hablar sin sonrojarse.

      Se necesita mucho tacto para enseñarle una casa nueva a una mujer. Ella se mostrará suspicaz, nerviosa.

      —Mi querido Dick —dije—, me gusta que hayas mencionado los armarios. Precisamente mediante los armarios espero atraer a tu madre. Los armarios, desde su punto de vista, serán el único faro encendido. Hay catorce. Y confío en que los armarios me ayuden a capear el temporal. Hará falta que vengas conmigo, Dick. Cada vez que tu madre empieza una frase con pero ahora, para ser prácticos, querido..., quiero que digas algo acerca de los armarios; no incordiando como si lo tuviéramos planeado: ten un poco de sentido común.

      —¿Habrá espacio para una cancha de tenis? —preguntó Dick.

      —Ya hay una excelente cancha de tenis —le informé—. También he comprado el prado adyacente. Podremos criar nuestra propia vaca. Tal vez hasta caballos.

      —Podríamos tener un campo de croquet —sugirió Robina.

      —Podríamos tener fácilmente un campo de croquet —corroboré. En un campo de dimensiones respetables creo que Verónica podría aprender a jugar. Hay naturalezas que exigen espacio. Sobre un campo de tamaño completo, protegido por una gruesa valla de hierro, desperdiciaremos menos tiempo explorando el paisaje de los alrededores en busca de la bola lanzada por Verónica.

      —¿No hay ningún campo de golf por los alrededores? —preguntó Dick.

      —No estoy muy seguro —le contesté—. Apenas a un kilómetro de distancia hay un bonito terreno sin cultivar que no parece interesarle a nadie. Me atrevería a decir que con una oferta razonable...

      —Y todo ese espectáculo, ¿cuándo estará listo? —interrumpió Dick.

      —Propongo comenzar todas las obras a la vez —le expliqué—. Por suerte hay una casa de un guarda de caza vacante y a poca distancia. El agente inmobiliario me cede su uso durante un año. Es un lugar pequeño y primitivo, pero encantadoramente situado en el límite de un bosque. Amueblaremos un par de habitaciones y unos días a la semana me quedaré allí para supervisarlo todo. Mi pobre padre solía decir que ese es el único trabajo que parece interesarme. Si estoy allí, presionándolos a todos un poco, espero tener el espectáculo, como lo llamas, listo para la primavera.

      —Nunca me casaré —dijo Robina.

      —No te desanimes tan fácilmente —le recomendó Dick—. Todavía eres joven.

      —No quiero casarme —continuó Robina—. Si lo hiciera, no haría más que discutir con mi marido. Y Dick nunca conseguirá nada con la cabeza que tiene.

      —Perdóname si te aburro —le supliqué—, pero ¿cuál es la conexión entre esta casa, tus peleas con tu marido, si alguna vez lo tienes, y la cabeza de Dick?

      A modo de explicación, Robina saltó al suelo y, antes de que pudiera detenerla, había lanzado los brazos alrededor del cuello de Dick en un fuerte abrazo.

      —No podemos evitarlo, Dick querido —le dijo ella—. Los padres inteligentes siempre tienen niños estúpidos. Pero, después de todo, tú y yo acabaremos siéndole de alguna utilidad al mundo.

      La idea era que Dick, cuando le hubieran suspendido todos los exámenes, se trasladaría a Canadá y montaría una granja, y se llevaría a Robina con él. Criarían ganado, y galoparían por las praderas, y acamparían en bosques primitivos, y caminarían con raquetas de nieve, y llevarían canoas a la espalda, y sortearían los rápidos, y cazarían animales. En resumen, por lo que pude entender, tendrían una especie de eterno espectáculo de Buffalo Bill para ellos solos. Cómo y cuándo harían el trabajo de la granja no quedó del todo claro. Mami y yo iríamos a terminar nuestros días con ellos. Nos sentaríamos al sol durante algún tiempo y luego moriríamos en silencio. Robina derramó algunas lágrimas al llegar a ese punto, pero enseguida

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