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      —No, no. Mi pregunta se refiere más bien a… ¿dónde vive usted?

      Después de esta mención, el hombre soltó un largo suspiro —jaah— que mostraba con claridad su intenso deseo de compartir con alguien un relato tan profundo como su suspiro. El señor Han, después de haber terminado de beber, metió la lata vacía en la guantera del asiento y cerró los ojos. Recordó el ambiente invernal de la aldea Sinli que entregaría a la Compañía Taeyang. En la parte superior de la portada de la revista del mes siguiente, que se difundía en el exterior, aparecería una foto y un reportaje del confortable ambiente invernal de un valle en una provincia del sur. La imagen de los niños que se contentaban comiendo el ramyon que les había servido estaría en la revista, pero los niños que no manejaban la computadora, aunque querían hacerlo, y los que no podían ir a la academia, aunque tuvieran ganas, no saldrían en el reportaje. Y, más que eso, no podría publicar en la revista que en Sinli, todos los días de la semana, con excepción de tres, los había pasado emborrachándose con Kim Dalgon, el padre de Michong, y tampoco las historias que éste le había contado. Tenía que hacerlo de ese modo, pues la narración debía de ser únicamente del “ambiente invernal en una provincia del sur”. Mientras el señor Han estaba en Sinli, el padre de Michong había regresado a la casa y le había dicho que en la mañana de ese día, el de Nochebuena, había encontrado a su esposa, Seo Yongja, pero que finalmente no la había traído a casa. Lloró diciéndole que la causa era del toda culpa suya. Las lágrimas que sus ojos derramaban caían en el interior de su copa. El señor Han no pudo preguntarle más… Sin embargo, bebió con Kim Dalgon la mitad de los días que se quedó en la aldea. Bebió también con los ancianos de Sinli que le tenían recelo y que no estaban, de ninguna manera, en mejor posición que Dalgon; y cocinó el ramyon para compartirlo con los niños del pueblo llenos de tristeza. La esposa de Han, como de costumbre, cada vez que se marchaba de viaje, le había aconsejado que no bebiera. Aunque no olvidaba esas palabras, nunca cumplía el consejo. O, mejor dicho, no podía cumplirlo.

      El suspiro hondo del hombre sentado a su lado llegó a sus oídos de nuevo. Y el segundo suspiro lo obligó a abrir los ojos.

      —Oiga, señor, ¿podría escucharme, por favor?

      Y después de suspirar por tercera vez, empezó a contar el meollo de su historia.

      El señor Han presintió que, de cualquier modo, la tranquilidad de su viaje se había echado a perder. La línea del tren de Chola recorría en ese momento la frontera limítrofe entre la provincia Chola del sur y la del norte. Los montes y ríos vistos por la ventana, todos cubiertos de nieve, conformaban un paisaje hermoso. Sin embargo, el relato del hombre no tenía nada de hermoso, a diferencia de montes y ríos. Como habría dicho su jefa, todo era “oscuro y negativo” y “convencional”.

      —…¿sabe por qué voy a Chongnyangni?

      —Sí, lo sé. Alguien se ha ido de casa.

      La jefa solía decirle al señor Han: “¿No es verdad que todas esas historias son aburridísimas? La madre que abandona el hogar y los hijos que generan compasión son historias demasiado convencionales… ¿Hace falta contar de nuevo ese tipo de historia convencional? Por esos días, ni en la agenda del productor de programas de televisión se encontraban relatos de ese tipo.

      —Tiene razón. Voy en busca de mi hija. Es una suerte saber que usted es de Seúl. Discúlpeme, éste es nuestro primer encuentro, pero tengo que pedirle un favor, ya que usted vive en Seúl. Es mi primer viaje a la capital y no me sé orientar bien. Por eso, cuando lleguemos a la estación de Seúl, ¿me permite pedirle que me diga cómo llegar a Chongnyangni?

      —¿Cuántos años tiene su hija?

      —Si hubiera asistido al colegio regularmente, sería alumna del último año de bachillerato este año.

      —¿Está seguro de que se encuentra en Chongnyangni?

      —No, no es seguro, pero hace poco vi en televisión que allí se encuentran muchas chicas que han abandonado su hogar. Por eso voy ahí con la esperanza de encontrarla.

      El hombre paró el carrito de Hongikhoe y compró dos latas de cerveza más. Todavía le sobraban salchichas. Los montes y ríos seguían pareciendo hermosos del otro lado de la ventanilla. Convencionalmente hermosos. ¡Convencionalmente!

      El hombre de al lado vació de un tirón una lata de cerveza y miró repentinamente a Han.

      —¿Qué acaba de decir?

      —No, nada. Sólo que los montes y los ríos son hermosos. ¿No es un buen paisaje ahora que la nieve lo ha cubierto totalmente? Un buen paisaje, hablando convencionalmente.

      El hombre volvió la cabeza. Por la ventanilla la oscuridad comenzaba a caer. Las luces de la aldea cubierta de nieve titilaban más allá del campo.

      —Está oscureciendo.

      —Sí.

      —Por eso mismo le digo que está llegando una oscuridad total y negativa.

      —Pero, usted, joven, ¿está borracho con sólo dos latas de cerveza? ¿Qué me ha dicho? Es algo que no logro entender.

      El señor Han se levantó y lentamente caminó hacia el baño.

      —Es un error que me pida que le enseñe la dirección. Tendría que habérselo pedido a otra persona…

      En cuanto se cerró la puerta, el hombre de al lado no escuchó más el murmullo del señor Han. El tren no se sacudió fuertemente, aunque se mecía. Han pensaba que en ese momento el alcohol que había tomado de día en la aldea de Sinli comenzaba a surtir sus efectos.

      teléfono… ¿qué le pasa? Alguien la apuñaló y le robó el dinero. De todas formas, fuimos nosotros, tú y yo, a quienes vio por última vez en la vida. Pero, ¿a quién perseguías anoche? ¿Acaso, viste a tu ex novia? ¡Hermano mayor, hermano mayor!

      El señor Han sintió una luz relampagueante en el cristal delantero del coche. La cámara que controlaba el exceso de velocidad acababa de sacarle una foto. El tablero mostraba casi 150 kilómetros por hora, pero no pudo reducir la velocidad.

      —Hermano mayor, ¿me oyes?

      El teléfono se cortó en seguida. El vehículo, un modelo anticuado Rockstar, temblaba mucho, no aguantaba la velocidad. Las manos con las que aferraba el volante se movían igual que el vehículo.

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